Hay en el cine de Wong Kar-wai algo que no se puede describir con palabras, una cualidad de lo inefable que escapa de las convenciones críticas y del ensayo cinematográfico que solamente es valorable desde la propia experiencia. Si cupiera la posibilidad —que no cabe— de analizar una película como Deseando amar (2000) desde la praxis común, caeríamos necesariamente en la reducción, en un terreno empantanado que mezcla todo lo que sabemos sobre cine con todo lo que nos hace sentir un filme tan inabarcable como este. Y la realidad es que su lenguaje visual tiene más en común con la poesía que con cualquier otra representación artística: su inmortalidad como obra de ficción está conectada con una capacidad de evocación que excede por completo la narración fílmica, hasta el punto de que no es posible, finalizado el visionado, separar lo cerebral de lo emocional, lo atmosférico de lo pragmático, del mismo modo que sus personajes están atrapados en ese interregno que separa el anhelo de la realidad.
Deseando amar comienza cuando el Sr. Chow y la Sra. Chan se mudan, simultáneamente, al mismo bloque. Todo lo que ocurre entre ese momento y los títulos de crédito responde a la vivencia; al amor y la pasión ocultas bajo una autoimposición de moral recta, de perjuicio eterno, de dolor ardiente y silencioso. Juntos, de pasar el tiempo y verse por esas escaleras claustrofóbicas y las calles lluviosas, se percatan de que hay algo que les une y les separa al mismo tiempo, una sospecha con respecto a sus respectivos cónyuges que les obliga a ceder ante el deseo solo en sus corazones. El logro del filme de Wong Kar-wai consiste en mantener una llama encendida y constante en su calor dentro del microcosmos de los protagonistas, mientras acomete cada imagen y cada juego de roles dentro del preciosismo fotográfico. A este respecto, cada fotograma trasciende la narración para contar una historia por sí mismo, y dejar que sea la imaginación del espectador la que complete cada pequeño cuento oculto entre las cortinas, las zapatillas, los tobillos, los relojes, las corbatas.
Como historia de amor se coloca un paso por detrás de la tragedia. Tal y como inmortaliza a los amantes que no son tal, bajo las luces y colores de las calles de Hong Kong, del papel pintado y el humo de tabaco, pareciera que puede descomponer en sus partes más elementales todos los procesos emocionales que coexisten al mismo tiempo en dos amantes para los que no hay futuro, separados por un muro social y una integridad personal que les impide llevar sus actos hacia el punto de justicia. El cineasta hongkonés, que a través de la narración deja constantemente muestras de que la infidelidad es un elemento central de todo cuanto rodea al Sr. Chow y la Sra. Chan, define a sus personajes en un terreno emocional que los convierte en humanos imperfectos, en busca de algo que les es negado desde sus raíces más profundas. Así, el personaje de Maggie Cheung, que con una perfección en las maneras y una elegancia descomunales despliega una interpretación desbordante, se contiene y se rompe en lo que parece un tira y afloja consigo misma, mientras que el de Tony Leung Chiu-Wai despierta con su mirada serena pero agitada, que lucha por completarse en lo profesional escribiendo relatos cortos mientras se hunde en las aguas de la soledad, una desesperación que de tan oculta es indiscutible.
La belleza exquisita con que está narrada, la sencillez de esa «baja pasión» convertida en el más elevado de los deseos, integran una identidad total como obra que se define por su habilidad para completarse sin explicitar nada.
La belleza exquisita con que está narrada, la delicadeza de cada acto, la sencillez de esa «baja pasión» convertida en el más elevado de los deseos, integran una idiosincrasia única, una identidad total como obra que se define por su habilidad para completarse sin explicitar nada. Los fuera de campo, las elipsis, las metáforas visuales —los relojes, los lugares opresores, los personajes paralizados a medio camino de ese pasillo que nunca acerca, solo aleja—, los intercambios de personalidad en los que, por lo menos, se permiten jugar con un futuro que no les espera, expresan la deriva de una película que va un paso más allá de lo narrable, y que es juez, jurado y verdugo de dos personas que se han encontrado entre las ruinas. Así, la elección de vestuario, de gusto impecable dentro de la parquedad en que viven, como una nota discordante de luz en el convencionalismo que les rodea, que recuerda que son dos sensibilidades dolorosamente compatibles que no han cometido más pecado que el de haber existido, o unos tiros de cámara que colocan en el centro del relato a la Sra. Chan y al Sr. Chow, alejando de un modo orgánico a los elementos discordantes —claro ejemplo es que no les filma la cara a los cónyuges, situados como iguales, a su modo, dentro de la bajeza ética que representan, tan condenatoria como infantil— resaltan en el interior de una serie de fragmentos argumentales —conocerse, intercambiarse, evitarse, necesitarse— que no esquivan su realidad, sino que la convierten en lo único que importa. De algún modo, el detonante pasa por la infidelidad y sus implicaciones directas —estamos en Hong Kong, en el año 1962—, pero Wong Kar-wai nos desconecta de ese catalizador, para convertirnos en cómplices, en testigos de excepción, y también en observadores resignados, de los pedazos de una vida que se resisten a dejar caer, pero que no pueden completar.
La redención, además, no es en Deseando amar un concepto alcanzable. Ya sea porque dibuja una línea temporal fuera de sincronía entre lo que cada uno de ellos está dispuesto a aceptar en cada momento, que obliga a los protagonistas a buscarse en la más negra oscuridad, o porque culpa al paso del tiempo, a la vida misma, de no tener piedad, retiene la liberación que buscan en una cárcel sin llave, una vez más, representada por un viaje físico y espiritual en el que se siguen el uno al otro siempre demasiado tarde. Al construir las poderosas metáforas que la integran, como el agujero en el que enterrar los secretos, está componiendo una sinfonía narrativa que adquiere valor en sí misma, dando cierre y sentido a una época sentenciada a permanecer siempre detrás de la esperanza.
La exploración que hace Wong Kar-wai de las relaciones interpersonales, de lo inevitable de los sentimientos que surgen cuando las dos partes de un todo se rozan en el vacío existencial, de la realidad que hace resonar una música —y qué banda sonora— cada vez más completa, más familiar, y se deja arrastrar por el lapso de tiempo y espacio que separa lo que tenemos de lo que nos queda, convierte cada segundo de Deseando amar en un gran y fabuloso poema que no descuida ni un solo verso, ni se salta ninguna sílaba: simplemente es y está, continúa ocultando secretos entre ruinas y barro, y celebra el amor con tanta intensidad que no nos deja ni siquiera mantenerlo entre los dedos.