Revista Cintilatio
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Chungking Express (1994) | Ensayo

Viajar sin destino
Chungking Express, de Wong Kar-wai
El cineasta hongkonés Wong Kar-wai convierte lo cotidiano en extraordinario en una película inmensa, que hace confluir a cuatro personajes únicos y carismáticos y los convierte en símbolos inmortales del amor, la pasión, la incertidumbre o la duda.
Por David G. Miño x | 5 julio, 2021 | Tiempo de lectura: 8 minutos

Vemos a Faye Wong bailando con libertad detrás del mostrador de un puesto de comida llamado Midnight Express siguiendo las notas de la California Dreamin’ de The Mamas & The Papas. La joven, de carácter alocado y único, podría representar sin temor a equivocarnos la verdadera razón por la cual la cuarta película de Wong Kar-wai es un evento inigualable en la historia del cine, una cima del romance contemporáneo que se mueve entre fantasías y desamores en medio de una narración fragmentada pero perfectamente unida. Es Faye Wong, y no cualquiera de los otros tres magníficos intérpretes —Brigitte Lin, Takeshi Kaneshiro y Tony Leung Chiu-Wai— que protagonizan el filme, icónico cada uno a su modo, el rostro del amor y la libertad que defiende Chungking Express (1994) porque da sentido a la globalidad, porque encaja con el antes y el después, y sobre todo porque arrebata cada plano sin esfuerzo, con una naturalidad que desarma y obliga a entrar en el juego del cineasta hongkonés sin prestar atención a nada más que a los neones que adornan el cielo, los mercados atestados y a la química electrizante que desprende con solo una mirada. Pero, ¿qué es Chungking Express? En realidad es mucho más que un viaje dividido, o que un romance en dos fases: es el idilio entre la libertad y la intimidad, la realidad que queda entre la decisión que se toma y la que se deja pasar. Hay cuatro personas, esas cuatro que decimos, cada una bajo un influjo de las circunstancias diferente, pero unidos bajo el mismo cielo de Hong Kong, la ciudad que «siempre cambia» y que cambia a los que flirtean con ella: la mujer de la peluca rubia —Brigitte Lin— está inmersa en un turbio negocio de drogas del que no le será fácil salir, el agente 223 —Takeshi Kaneshiro— trata de superar su reciente ruptura y busca el amor en cualquier lugar, el agente 663 —Tony Leung Chiu-Wai— vive deprimido tras la marcha de su pareja, y Faye —por supuesto, Faye Wong— es una soñadora que vive la vida a través de su particular filtro.

Cuatro personajes principales, dos historias. Por un lado, la relación entre la traficante y el joven agente 223, que ocupa el primer segmento del filme y que juega con el peligro, con el thriller y hasta con el noir. El amor, de esta manera, está explicado desde el simbolismo, y envuelto en una belleza plástica proverbial en el cine de Wong Kar-wai, comienza a sembrar el germen de la libertad y la búsqueda incesante de «algo más», del impulso de aferrarse a la irracionalidad de comerse treinta conservas de piña esperando encontrar algo, o alguien. De este modo, el cineasta enfoca el primer modo que veremos de cómo enfrentarse a la pérdida sentimental, y cómo de ahí nacerá la esencia de Chungking Express: la unión a través de los espacios, el influjo de la contradicción entre lo que uno es y lo que busca —o encuentra—. Esta primera parte de la película sienta el precedente estilístico de la mirada del director sobre el romance como concepto y como símbolo, como icono, en la que los personajes son ideas que chocan entre sí que más que interactuar se atraen desde la divergencia, desde el choque de dos mundos que realmente confluyen delante de la misma barra del mismo bar. El Midnight Express, como comentábamos más arriba, como el nexo entre los que buscan y los que encuentran, adquiere aquí la importancia del lugar al que se acude más que para comer o beber para poder formar parte de algo, en el que las vidas de las personas se cruzan en la búsqueda de la misma meta: matar a la soledad. La obsesión, retratada como un engranaje inamovible de la conducta humana, obtiene en Chungking Express una descripción bellísima, con esas metáforas sobre la fecha de caducidad o sobre el propio acto de correr (o escapar), para «eliminar el agua sobrante del cuerpo y no poder llorar». Después de todo, con el romance puesto en su contexto y explorado desde esa particularidad escénica, la historia de la mujer de la peluca y el cándido agente se cruzará, en apenas un segundo, con la de los otros dos (des)amantes. Con un nuevo y concluyente punto de vista, pero la misma motivación.

Una obra que no estudia, sino que atestigua, que no explora, sino que recuerda. El idilio entre la libertad y la intimidad, la realidad que queda entre la decisión que se toma y la que se deja pasar.

De modo similar, pero opuesto en formas, la diégesis de Chungking Express se torna menos misteriosa pero más ensoñadora con la entrada de Faye Wong y Tony Leung Chiu-Wai en escena. Él, ese policía de mirada taciturna que tan bien sabe personificar el actor hongkonés, abandonado por su pareja —una azafata de vuelo—, acude diariamente, cómo no, al Midnight Express, donde conocerá a la única e inigualable Faye, que trabaja allí mientras sueña con volar a otros sitios y lugares, una romántica moderna tan excéntrica como inocente. Decía en entrevista Wong Kar-wai que Tony Leung Chiu-Wai nunca volvería a actuar igual después de haber coincidido en escena con Faye Wong en esta Chungking Express, por lo arrebatador de su presencia y modo de enfocar el personaje, con esa naturalidad desbocada, y eso se siente en cada una de las escenas que comparten, electrizantes y únicas. La actriz y cantante —no se nos puede pasar por alto el hecho de que es ella la que pone voz a la preciosa versión de Dreams de The Cranberries que suena en varias ocasiones durante el metraje— da forma en cómputo global al filme, hasta el punto que es gracias a ella que todo lo demás cobra sentido: la eterna duda entre lo cercano y lo inexplorado vive bajo la atenta mirada de Faye, y hechiza al agente 663 de mil maneras distintas, que vivía hablando con los objetos y preguntándose qué iba a ser de él ahora. De nuevo, Wong Kar-wai juega con los simbolismos y la música, usando canciones pop, jazz o blues casi como si fuera un leitmotiv, y logrando que la audiencia se conecte cada vez más a través de lo desconocido, de lo excéntrico que resultan sus pintorescos personajes y sus particulares modos de enfrentarse a sus penas —el avión en la pecera, la música a todo volumen que impide hasta pensar con claridad—. Así, y usando la relación entre ambos como el elemento definitorio de toda la obra, en la que confluyen los miedos y las inquietudes, las certezas y las incertidumbres; el amor y el desamor, al final, esquivo bajo cartas que nunca se leen y vuelos que siempre se pierden, Chungking Express es mucho más que un billete borrado, o un destino imaginado bajo una palabra desdibujada por la lluvia —por las lágrimas—. Es una lección de cine que definiría un estilo.

El cineasta hongkonés, además, ofrecerá brillantes metáforas y momentos de una intensidad fílmica abrumadora, tanto por lo extraño como por lo lleno de contenido —usando, además, las voces en off de cada uno de los personajes, que se suceden sin demasiado orden ni concierto sobre la narración y van aportando cierto contexto a lo que vemos en pantalla, solapando la realidad que entendemos con la que percibimos—: el agente 223 buscando con furia conservas con la fecha de caducidad en concreto que necesita para satisfacer sus esperanzas; el agente 663 hablando con la pastilla de jabón o con las toallas, aportando un subtexto tan rico como expansivo; la mujer de la peluca rubia y las gafas de sol tomando su propia vida por la pechera y explicando por qué lleva lentes oscuras; y por supuesto Faye, siempre Faye, danzando brazos en alto y pensando en llegar a la soleada California, hundiendo aviones en pequeños mares o cambiando etiquetas a sardinas en lata. Chungking Express es un viaje sin punto de retorno, que toma los caminos de dos mujeres y dos hombres y los cruza bajo la mirada atenta de una ciudad que nunca espera. O quizá es un monólogo interior a cuatro bandas, en el que nada de lo ocurrido tendría sentido de no haberlo compartido. Una obra, en definitiva, que no estudia, sino que atestigua, que no explora, sino que recuerda; inabarcable, atemporal, poética, salvaje. Eterna.