El cine como invento social, como avanzadilla de la realidad que explora las idas y las venidas de las cosas desde ese punto de vista sino alejado, al menos tangencial, que lo mismo nos sirve para un roto que para un descosido. Como individuos supeditados a un sistema de convivencia, tarde o temprano acabamos sintiendo que formamos parte de algo, o que tenemos una enorme mochila cargada de secretos de los que no nos podemos desprender con la facilidad que quisiéramos. La sociedad, al fin y al cabo, es un aparato que funciona porque el ser humano lo alimenta, como a una enorme bestia malherida, que se compone de cada fragmento, de cada persona, convirtiéndolo en una magnífica bola de la que nadie es responsable, o de la que todos lo somos —esto depende un poco del punto de vista, o del nivel de autoconciencia—.
Con Gukoroku: Traces of Sin (Kei Ishikawa, 2016), se puede sentir esa presión. La que emana de los secretos que no se conocen pero se intuyen, la de los vestigios de cada pecado cometido que se mantiene, silente y amenazador, en las profundidades del subconsciente colectivo. Si decimos que seguimos a un periodista de pocas palabras, apesadumbrado por el destino de su hermana pequeña, que está acusada de negligencia infantil, mientras él se enfrenta a un terrible caso de asesinato que ocurrió un año atrás, no estaríamos, ni de lejos, recogiendo la verdadera naturaleza del filme —a pesar de que, en términos literales, esa sería la lectura: un thriller a la japonesa pausado y feroz, de guion complejo y fotografía impecable—. El universo que plantea es mucho más rico de lo que aparenta en la superficie, recordando en no pocos momentos al cine del primer David Fincher, ese más enfermizo y descreído, en el que no parece librarse del pecado ni el más recto —sobre todo el más recto—.
Y hablando de pecado, ese podría ser el tema central. No se puede tirar la primera piedra, porque no hay piedra. Con precisión de cirujano, Gukoroku: Traces of Sin va tirando del hilo, usando para ello al personaje principal, Tanaka, haciendo converger poco a poco lo que en un principio parece un verdadero descalabro argumental. Lo cierto es que la película va ganando en intensidad con el paso de los minutos, y no es hasta el tercio final que alcanza la verdadera trascendencia que parece palpitar en todo momento —y que es responsable de que siempre parezca que va a estallar en mil pedazos—, dando por fin la razón al espectador paciente que ha sabido esperar haciendo caso a las migas de pan que Kei Ishikawa ha ido dejando a su paso. Así, se revela como una crítica social universal, aunque muy focalizada en la realidad nipona actual, en la que la desigualdad por procedencia familiar sigue jugando un papel protagonista en el desempeño personal y laboral de cada persona. El medrar a costa de lo que sea, ya desde una institución universitaria absurdamente dicotomizada e instaurada en la aristocracia más rancia, conforma la línea base del filme, que va levantando su castillo de naipes —frágil, muy frágil— criminal mientras busca culpables mirando hacia el principio.
Kei Ishikawa compone una obra semi-coral en la que todo el mundo parece culpable de algo, filmando poco a poco un ambiente que se enrarece por momentos, y que se vale de determinados recursos visuales de una potencia ensordecedora.
Un plantel de personajes de lo más pintoresco van desfilando por la pantalla y por la libreta y mirada escrutadora de Tanaka, decidido a arrojar luz sobre un homicidio múltiple que conmocionó al país entero, por lo cruel y —aparentemente— gratuito. Mientras salta de un sitio a otro, de una persona a otra, el cineasta va dejando entrever un pesimismo social alarmante: no parece haber realmente un bueno y un malo, sino una plétora de sujetos de lengua viva y moral relajada. Kei Ishikawa compone una obra semi-coral en la que todo el mundo parece culpable de algo, filmando poco a poco un ambiente que se enrarece por momentos, y que se vale de determinados recursos visuales de una potencia ensordecedora que se quedarán en la retina del respetable durante mucho tiempo. Porque eso hace, mezcla los mundos del cine más sugestivo con el drama terrenal, de la violencia de Takeshi Kitano —cuya antigua casa, Office Kitano, aquí produce— con el intimismo más independiente.
Gukoroku: Traces of Sin no va a pasar a la historia porque ni ha sido la primera, ni la más original. A pesar de que juega con los demonios de la sociedad y les pone rostro en un relato asfixiante y que no escatima en repartir golpes —desde el patriarcado hasta los servicios sociales, desde el periodismo sensacionalista hasta el mundo de la depredación laboral—, su potencial comunicativo se ve levemente afectado al tardar demasiado tiempo en fijar una meta, aunque acaba dejando un poso que invita a la reflexión y a la pregunta incómoda. Apoyada en unas interpretaciones por encima de la media —Satoshi Tsumabuki (El mundo de Kanako, The Assassin) como siempre da un recital interpretativo, pero es que Hikari Mitsushima despliega un carisma escénico que, a pesar de disfrutar de poco tiempo en pantalla, es un aliciente en sí mismo para darle una oportunidad al filme—, su visionado está más que justificado tanto desde un punto de vista técnico como simbólico.
El pecado como elemento unificador de la sociedad, el canibalismo personal y laboral, la envidia, el sentimiento de inferioridad por haber nacido tras la puerta equivocada; el abandono, las familias que no se tienen, los amigos que no son, los caminos que no se toman. Gukoroku: Traces of Sin quizá no pertenezca a las películas de buena familia, ni Kei Ishikawa a los cineastas intocables que convierten el agua en vino, pero guarda las suficientes virtudes en su interior como para que la podamos ascender a la liga de los honestos. Y eso ya es mucho.