Verano 1993
La muerte y el ser niño

País: España
Año: 2017
Dirección: Carla Simón
Guion: Carla Simón
Título original: Estiu 1993 (Verano 1993)
Género: Drama
Productora: Inicia Films, Avalon P.C
Fotografía: Santiago Racaj
Edición: Didac Palou, Ana Pfaff
Música: Ernest Pipó
Reparto: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, María Paula Robles, Paula Blanco, Etna Campillo, Jordi Figueras, Dolores Fortis, Titón Frauca, Cristina Matas, Berta Pipó, Quimet Pla, Fermí Reixach
Duración: 97 minutos
Premios Goya: Mejor dirección novel, Mejor actor de reparto, Mejor actriz revelación (2017)
Berlinale: Mejor Ópera Prima (2017)

País: España
Año: 2017
Dirección: Carla Simón
Guion: Carla Simón
Título original: Estiu 1993 (Verano 1993)
Género: Drama
Productora: Inicia Films, Avalon P.C
Fotografía: Santiago Racaj
Edición: Didac Palou, Ana Pfaff
Música: Ernest Pipó
Reparto: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, María Paula Robles, Paula Blanco, Etna Campillo, Jordi Figueras, Dolores Fortis, Titón Frauca, Cristina Matas, Berta Pipó, Quimet Pla, Fermí Reixach
Duración: 97 minutos
Premios Goya: Mejor dirección novel, Mejor actor de reparto, Mejor actriz revelación (2017)
Berlinale: Mejor Ópera Prima (2017)

En su ópera prima, Carla Simón nos trae una historia ligada al cine de Erice y Saura donde la perspectiva de la infancia confluye en un mundo adulto donde todo se desestructura. La pérdida y el luto se declaran como principales bastiones de su obra.

Es imposible poder olvidar aquella escena donde la alucinación de una madre ya fallecida le peina el pelo a su hija de escasos cinco años. Esta secuencia donde el susurro de Geraldine Chaplin atraviesa el pequeño oído de una referente del cine sobre la infancia como es Ana Torrent, significó en el cine español un prisma que desde la oscuridad proyectó multitud de colores hacia una pared en blanco. Carlos Saura creó una obra que habla de la muerte, de la muerte desde la perspectiva tan poco natural como es la de una niña que —resignada a olvidar a su madre— se aferra a la última gota que queda de ella. Cría cuervos… (Carlos Saura, 1976) fue solo un paso más de lo que ya plasmó Víctor Erice con su primeriza El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) hasta su más que sonada El sur (Víctor Erice, 1983); y es que los niños también viven en este mundo, son personas y, aunque no están en su punto más alto del desarrollo, ven y sienten más allá de lo que pueda pensar un adulto. Un niño no es solo un ente cuya principal misión es esperar a crecer y jugar —que también— sino que en el momento en el que nace ya tiene que interactuar con un universo que viene de lejos, que padece horrores y convive con el dolor. En el momento en el que todos aparecimos aquí —porque sí, todos hemos sido niños— vimos ciertas cosas que nos llevan a hacer todo lo que hacemos —y somos— hoy.

A partir de esta idea, también hemos visto la partida de un cine internacional que juega con el mismo concepto. Desde la exploración real y cuasidocumentada que nace del hilo cinematográfico de Abbas Kiarostami cuya ópera prima La experiencia (Abbas Kiarostami, 1973) —mediometraje que sigue a otro niño huérfano que debe afrontar la realidad— significó el descubrimiento de uno de los grandes del cine. Hasta los resquicios del cine francés de Jacques Doillon y su Ponette (Jacques Doillon, 1996), largometraje donde una niña huérfana de madre tiene que aceptar la nueva forma de vida con su padre. El caso es que en la lucha encarnizada del cine con ciertas sombras que parecen establecer prototipos de la realidad, lo que se cuenta son historias donde los niños no poseen un rol pasivo, es más, juegan la vital importancia de hechos que ningún adulto querría tener cerca. Hechos que ponen en tela de juicio la ética y la moralidad, pero que son tan necesarios para entender la mirada de la infancia más allá de lo que sienten en El país de las maravillas o Nunca jamás —rompiendo un poco con el estereotipo de fantasía y bajando a la cruda realidad—. Entonces, ¿qué pasa cuando una de estas niñas que se sintió tan perdida se hace cineasta? Sí, hablamos de Carla Simón que, a través de su propia experiencia —sin ser en este caso la de Kiarostami, ni de Saura ni de mucho menos Erice—, nos cuenta lo difícil que fue para ella ser una niña que convivió con la pérdida desde tan temprana edad.

En Verano 1993 (Carla Simón, 2017), Laia Artigas interpreta a Frida, una niña que tras la muerte de sus dos padres por el SIDA marcha a vivir a la villa de sus tíos y su prima. Es allí donde el duro golpe de realidad se acontece en una sucesión de idas y venidas donde Frida se irá dando cuenta poco a poco de eso que nadie le puede explicar. Vemos que en este lugar y retomando un poco el testigo de Saura en el 76 con su Cría cuervos…, encontramos quizá un paralelismo secreto entre ambos largometrajes. Y es que en ambos es vital el silencio como principal recurso de la muerte. Hacer hincapié en los susurros, en frases que suenan fuera de cámara —«¿Esta es tu sobrina? Ay, pobrecita»— o incluso en conversaciones imaginativas que tiene la propia protagonista para sentirse más cerca de su madre, que hacen también de estas dos obras un común. Sí es cierto que fuera de equiparaciones, al igual que se asemejan, también se distinguen, y es que en la especialidad y fantasía de Saura no entra la tan real y cotidiana perspectiva de Simón. Aunque alejándonos un poco de las comparaciones, porque creemos que Carla tiene suficientes méritos que analizar como para estar todo el rato con comparativas, vamos a hablar un poco más desde la introspección que nos ha suscitado Verano 1993, así como de su carácter observador dentro del cine.

La muerte es un tema no muy apetecible nunca para nadie. Existen aquellos que dicen: «para ver películas tristes, o donde se muere gente, mejor no veo nada», y es entonces que muchas veces el hacer un drama se vuelve una tarea de arduo riesgo —aunque esto es algo que le podríamos aplicar a todos los géneros—. Y es que los tabúes sobre la expiración del ser siguen existiendo, y es tan normal como que el ser humano huye de las crisis existenciales por pura naturaleza —y supervivencia—. Quizá es difícil explicarle a alguien que algún día todo esto que conoce se apagará, que se apagará también todo para el que tenemos en frente, y que la pesadez de estos sucesos no se puede expresar por muchas veces que hables sobre lo mismo. Es complejo también sufrir como adultos la pérdida a alguien cercano —por mucha ley de vida que sea—, nos sentimos igual de desprotegidos que un niño. Cómo todas esas estructuras fijas que estaban tan bien organizadas en nuestra mente se desmoronan y, para recomponernos, encontramos los trozos de nosotros mismos esparcidos por el suelo. De forma que parece que una capa que nos cubriera se esfumara y quedásemos expuestos con la misma piel que nos amparaba de pequeños. Esa misma tez de Frida, que sirve como el reflejo y nos conecta a todos con ese «niño interior». La muerte es, por tanto, la mayor prueba para romper con la superficie de un ser social y volver a esa necesidad de protección que teníamos en brazos de nuestros padres.

Carla Simón ha logrado que Verano 1993 sea el llanto silencioso de lo que callamos en lo habitual, la universalidad de algo que nos acoge a todos.

Carla Simón retrata mediante el personaje de Laia Artigas su propia infancia, marcada por el fallecimiento de sus padres.

Ahora bien, ¿qué sucede si nuestros padres desaparecen cuando aún somos niños? Es entonces que Simón coge la cámara y se pone a observar. Los espacios parecen inmensos entre Frida y los demás. Todo queda en un segundo plano donde ni las personas ni los objetos son próximos a ella. El brillo y la claridad de los escenarios no sirven para aportar calor a las escenas, todo es frío: el juego de una niña que imita a su madre; un pilla pilla en el parque donde todos los niños acuden a sus tutores; los abrazos que le dan a su prima. Todo resulta lejos por más que intente estar cerca y la cámara —pese a no estar en primera persona viendo lo que ve ella— intercepta esta realidad como si se le saliera por los poros. Una realidad que se enfoca en la percepción de una pequeña que se entretiene mirando el embutido mientras las voces compadecidas se escuchan de fondo. La veracidad es el término que mejor define lo que logra Simón, su película rezuma esencia más que fragancia y, en ocasiones, parece que estamos viendo un documental a modo de moneda de cambio de la ficción. Su propia experiencia es llevada a la pantalla grande y la directora encuentra la distancia justa para transmitir lo que significó el luto a tan escasa edad, haciendo de lo que podría ser un melodrama y una obra totalmente subjetiva, un manifiesto del luto infantil.

Y es que el duelo en la primera edad es un proceso que en Verano 1993 se cumple a rajatabla según algunos criterios. La idealización, el miedo o la propia asunción del rol materno son primordiales de facto; Frida muestra una necesidad absoluta de idolatrar a su madre a través del pequeño altar con la virgen, conjugada con la exasperación de un miedo o temor a la inexistente comunicación con ella, que también intenta rellenar con los huecos donde se hace cargo de su prima. La validación de sus tíos es esencial por este mismo temor, así como la tristeza se maquilla en sintonía de ira y culpabilidad durante toda la obra. Frida sigue haciendo trastadas para llamar la atención y, en último recurso, muestra la vulnerabilidad y la desprotección que tiene al descubierto por no poseer un referente biológico que la cubra. Y esto se asemeja mucho al duelo en otras etapas. Es decir, ante la pregunta mencionada en el párrafo anterior la respuesta quizá sea que pese a que los padres fallezcan en la infancia, las reacciones son las misma que en la adolescencia o en la adultez —al final todo son las capas de una misma cebolla—. Y este es el otro punto fuerte de la ópera prima de Carla, que no traza fronteras entre unas edades y las reacciones ante los sucesos trágicos; que como expresó Jorge Manrique en Coplas por la muerte de su padre, al final todo se enlaza en el Ubi sunt? y el poder igualatorio de la muerte nos cubre con su manto. Frida es un reflejo del hecho de la pérdida como tal, da igual que sea pequeña: en su mirada está la universalidad de las cosas que dejan de estar, y el dolor que ello produce —en sus ojos— es innegable.

Saltándome un poco el protocolo —con el permiso de mi redactor jefe— y a forma de «yo» ensayista quería terminar este texto hablando de mi experiencia personal como espectador y como persona que se conjuga viviente. Se me ha hecho difícil construir este ensayo a través de mí mismo —me ha costado lo suyo, para ser sinceros—, donde he intentado poner la distancia justa por no acordarme de mi madre —cosa que irremediablemente no ha sido así—. La muerte me iguala con Frida y recuerdo ver esta película los meses posteriores a su marcha. Igual que Carla creo que nos aúna algo, y es que el cine sirve como canalizador de la aflicción propia —ya sea para el que lo hace, o para el que lo ve—. Es decir, utilizar el séptimo arte como un puente hacia la aceptación, no de la muerte en sí misma, sino más bien dirigida hacia la confirmación del hecho de que convivimos día a día con ella: lleva la cotidianidad del luto al exponente de genialidad y brillantez. Abarcar el desconsuelo de forma tangible y crear una película de noventa y siete minutos donde se plasme toda una realidad en la que niños, adolescentes, adultos y ancianos se puedan ver reflejados es un hecho que está al alcance de pocos. Y es que con ello Carla Simón ha logrado que Verano 1993 sea el llanto silencioso de lo que callamos en lo habitual, la universalidad de algo que nos acoge a todos. Y también ha logrado ser el consuelo cuando creo, a veces, que no tengo a nadie que me entienda. Ese recuerdo a mi madre que es solo mío, ese recuerdo de Frida que es solo suyo.

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