Revista Cintilatio
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Alcarràs (2022) | Crítica

Una película hija de su contexto
Alcarràs, de Carla Simón
La película de Carla Simón supone una visita al mundo rural en la que lo cinematográfico toma un rol secundario para apostar, en su lugar, por reflejar la realidad de manera entrañable pero sin llegar nunca a salir de su zona de confort creativo.
Por Roberto H. Roquer | 1 mayo, 2022 | Tiempo de lectura: 11 minutos

Existe una clase de director que tiene la capacidad de construir en torno a sus películas (y hasta cierto punto a su propia figura) un cierto halo de magnetismo y de toda una mitología que termina teniendo en la audiencia una relevancia igual o mayor que la del propio film. Directores que, de una manera u otra, logran dar con la tecla para hacer que tanto la crítica como el público admiren su obra no solo por lo que es cinematográficamente mas también por lo que representa. Hablamos de directores sin duda talentosos pero tan simbólicos que se han convertido en casi intocables del mundo del cine y a los que es difícil juzgar objetivamente. Nombres como Víctor Erice, Edward Yang, Xavier Dolan, Apichatpong Weerasethakul o incluso Lars von Trier (en su primera etapa, por supuesto), en los que a veces es imposible señalar dónde está la línea entre el reconocimiento hacia la obra por sí misma y la admiración por lo que esta simboliza. Alcarràs (Carla Simón, 2022) es una película que encaja en el perfil de la clase de obra que se está exponiendo, lo cual no es un aspecto positivo ni negativo por sí mismo.

La película nos lleva a la vida rural de la familia Solé, la cual es esencialmente vista desde la perspectiva de Iris, la hija de Quimet, agricultor de pura cepa, que pasa el verano en la hacienda familiar cuando descubre que el propietario de las tierras ha decidido venderlas para la instalación de placas solares por tratarse de un negocio más productivo que la explotación agrícola. Es así que esta situación provoca no solo una agitada inestabilidad en el núcleo familiar, con Quimet y su cuñado Cisco manteniendo posiciones enfrentadas sobre si oponerse o apoyar este nuevo negocio, sino que hará que la familia de agricultores se unan a las protestas contra este nuevo modelo de explotación del suelo y en defensa de la tradición agrícola de la zona mientras trabajan en una última gran cosecha antes de abandonar de forma definitiva su tradicional estilo de vida. Así mismo, esta compleja situación será el marco ideal para explorar el panóptico familiar, desde las tribulaciones de Dolors, su mujer, para proteger a su familia o los esfuerzos de Mariona, la hija adolescente del matrimonio, y sus amigas coreografiando un baile de danza moderna para entrar en un festival local, hasta las aventuras de Iris con sus primos jugando por la zona en el que puede ser su último verano de su infancia.

La decisión de usar un reparto de actores no profesionales otorga gran realismo a la obra.

La gran baza de la película es, sin duda, la naturalidad y la sensación de constante realidad que emana de ella, lograda en buena medida gracias a la decisión de contar con un reparto de actores no profesionales que logran, a través de un cuidado trabajo de improvisación, darle un tono de realismo que se encuentra a medio camino entre el neorrealismo italiano y la corriente del cine mumblecore estadounidense. Este tono de realidad se mantiene durante todo el metraje, recurriendo, además de a actuaciones sumamente naturalistas, a todos los elementos estéticos ya habituales del cine independiente contemporáneo, como puede ser el uso constante de la cámara en mano, diálogos entrecortados o largos silencios acompañados por planos estáticos que buscan captar un tono que se aleje de la cinematografía tradicional para capturar en su lugar el estilo propio del documental. La película evita el estructurarse narrativamente entorno a una historia rígida (si bien el argumento general de la pérdida de las tierras siempre está presente) y en su lugar la directora elige deambular entre las diferentes escenas de la vida cotidiana de los miembros de la familia con la idea de ofrecer un panóptico de la misma.

La narración, así pues, se divide en dos ejes claramente diferenciados: por un lado, la historia de Iris y los otros jóvenes, que se adentra en los aspectos más inocentes y mágicos de la vida en el campo, ofreciendo numerosas y entrañables perspectivas de la infancia en un contexto rural (desde los niños jugando en un coche abandonado simulando que es una nave espacial hasta los adolescentes que pasan por sus diferentes ritos personales de madurez); mientras que, por otro, el mundo de los adultos elige centrarse en la vertiente más social y política de esta historia, introduciéndonos en el mundo de las protestas del mundo agrario contra las crecientes dificultades del sector (algo que tristemente no puede pillar por sorpresa a nadie que siga las noticias últimamente), las tensiones ocasionadas por una inestable situación económica del sector primario o la transformación económica de estos espacios rurales y el consiguiente riesgo de extinción para una forma de vida tradicional que todavía lucha por sobrevivir.

A pesar de todo, se gana el corazón del espectador a medida que pasan los minutos y que uno se empapa de estos personajes llenos de realidad y de vida.

La forma en que ambas perspectivas se manejan es idónea para mantener el equilibrio y presentar este estilo de vida con un rostro humano. La cámara siempre serpenteante logra capturar tanto los momentos felices como los tristes de una familia que de alguna manera representa a toda la España rural haciendo que sus ideas, nunca sutiles y en ocasiones demasiado evidentes, sobre los desafíos y los desequilibrios sociales siempre estén acompañadas de un drama humano que, lejos de ser manipulador, se siente honesto y, lo que es más importante, que comprende la realidad de estos personajes y del mundo que les rodea y que pretenden salvar. Así, la película no se limita a presentarnos el drama de un mundo que está en riesgo de desaparecer, sino que además nos introduce en su interior para que, al terminar el visionado, el espectador tenga una relación de empatía con él. Es inevitable aquí referirse al elemento parcialmente autobiográfico de la propia directora en la película, que sin duda es una pieza clave para lograr que nada de esta cinta se sienta forzado y todo fluya de manera natural.

La representación de la cruda realdiad social del campo español es uno de los puntos fuertes de la película.

Dicho esto, la película no logra tampoco evitar los vicios y limitaciones del cine independiente actual, como es el abuso de determinados estilos visuales como la ya mencionada cámara en mano o la mezcla de diálogos improvisados con planos largos estáticos. Este estilo, que por un lado refuerza el realismo de la historia, por el otro le arrebata a la cinta la oportunidad de tener una verdadera identidad visual y narrativa propia y se quede, como tantas otras películas recientes, en el limbo de las obras que se limitan a seguir los pasos y copiar el estilo de otros largometrajes anteriores sin llegar a proponer nada original o que se sienta artisticamente personal. Si bien en la película no escasean los elementos interesantes, tampoco hay nada que la haga destacar cinematográficamente y en ocasiones esta decisión de moverse conservadoramente sobre los raíles creativos del género sin arriesgar nada termina lastrando el conjunto. Es así que una película sostenida por un lado por el enorme carisma de su reparto y su entrañable premisa, por otro muestra sus costuras con una dirección que más parece querer tachar los diferentes ítems que, por parte de la crítica y la audiencia, se espera en una cinta de este estilo sin que en ningún momento se atreva a intentar crear algo propio y diferente. Tampoco ayuda a esto un guion que, aunque nunca pierde la perspectiva de lo que quiere contar, termina por deambular demasiado por lo cotidiano sin encontrar un rumbo fijo y que apuesta más por regalar una concatenación de momentos interesantes que en estructurarlos todos en una historia sólida.

Es cuando se tiene en cuenta esto que se entiende la paradoja de que la película ganara el Oso de Oro en el festival de Berlín pero no obtuviera ningún galardón a nivel individual (algo por otro lado muy habitual desde hace años en el festival de la capital alemana, que parece querer diversificar lo más posible sus premios), y es que si bien no hay ningún elemento que por sí mismo sea particularmente brillante en la película de Carla Simón, es en la forma en que todos ellos encajan de una manera coral donde logra destacar. Es por ello que estamos ante un largometraje en el que no hay ninguna escena que sea especialmente llamativa, ni un estilo de narrativa visual marcadamente personal o creativamente atrevido (aunque siempre eficiente y correcto), o un guion que la haga diferente o única, pero que se gana el corazón del espectador a medida que pasan los minutos y que uno se empapa de estos personajes llenos de realidad y de vida. Algo similar puede decirse del casting, el cual destaca no por ninguna actuación en concreto, sino por la química y la naturalidad con la que el conjunto del reparto interactúa entre sí.

Los personajes infantiles ofrecen una perspectiva más entrañable y nostálgica de los avatares de la familia protagonista.

Llegados a este punto, parece necesario hacer un ejercicio de memoria para entender cómo el éxito de esta película encaja con lo explicado sobre otros directores en el primer párrafo. Si bien el cine de Víctor Erice es excelente, su notable éxito internacional en los años setenta y ochenta sin duda se debió a tratarse de una voz fresca en el panorama de una España que salía de una dictadura en la que, aunque se había hecho un cine notable (ahí está la filmografía de Berlanga) por fin rompía su aislamiento artístico y se reencontraba con una Europa ansiosa por escuchar por primera vez historias de la posguerra contadas por el otro bando. Algo parecido se puede decir sobre Edward Yang, un director que prácticamente inauguraba la corriente del nuevo cine de autor de Taiwan (hasta el momento caracterizado por cintas de bajo presupuesto de artes marciales para consumo interno) y que se ganó la admiración casi acrítica del mundo cinéfilo no solo por su trabajo como director, sino también por lo que su obra representaba a nivel político. Un sentimiento parecido debió de tener la crítica internacional de los noventa con aquel simpático jovencito escandinavo llamado Lars von Trier que, junto con su amigo Vinterberg, había creado nada menos que una nueva escuela de cine, siendo por aquel entonces labor casi obligada de cualquier cinéfilo la de profesar una admiración poco menos que dogmática (valga el juego de palabras) por su obra. Y que decir de Xavier Dolan, ¿cómo resistirse a endiosar a un director casi adolescente que hacía películas tan provocativas como elegantes y que con su mera presencia parecía enriquecer cualquier festival?

En otras palabras, uno de los fenómenos más interesantes del mundo del cine es el de la existencia de películas que son admiradas no tanto por lo que son sino por lo que representan, y Alcarràs es un ejemplo de ello, una película que quizá se ha ganado la simpatía de gran parte de la crítica y el público no tanto por sus logros cinematográficos como por los elementos que la componen y que de alguna forma son indivisibles de la misma. Una directora relativamente joven contando una historia semiautobiográfica y cargada de nostalgia sobre su infancia, una premisa que gira sobre la tragedia del abandono rural en una época en que esta clase de historias gozan de una significativa relevancia social, una película que presenta un reparto de actores no profesionales formado por los miembros de la misma comunidad de agricultores que la cinta nos describe de manera tan entrañable que resulta imposible no empatizar con ella… Todo ello suma una lista de ingredientes que indican que aquello que hace que terminemos disfrutando de la película no sea la película en sí misma, sino nuestra empatía con las realidades que en ella se describen, como los supervivientes de nuestro tristemente moribundo mundo rural, los niños que nos recuerdan a nuestra infancia o la indignación que nos provoca el ver a familias trabajadoras perder lo poco que tienen. Así, estamos ante una obra que se sostiene sobre dos columnas, siendo una su vertiente de falso documental, que funciona de una manera excelente, y otra su faceta narrativa, la cual, aunque correcta en todo momento, no termina de aportar nada particularmente relevante al conjunto. Esto no ha de entenderse como un demérito de Alcarràs necesariamente, y solo el tiempo y la forma en que envejezca decidirá si sobrevive como algo más que como un testigo de un mundo y una realidad social que caminan hacia la desaparición; pero no podemos olvidar que, además de otras muchas cosas, el cine también es la capacidad de capturar las sensibilidades, angustias y realidades de un momento y un lugar, y en ese contexto es en el que una película como Alcarràs funciona no porque no tenga defectos, sino porque sus defectos serán irrelevantes para quien conecte con ella.