Dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua que un héroe es aquella «persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble». Alguien que no busca capitalizar sus acciones, añadimos, que busca el bien ajeno por encima de todas las motivaciones posibles. Y Asghar Farhadi, sabedor de una definición siempre ambigua, ofrece con su última película una lectura ambivalente de las luces y las sombras que la sociedad arroja sobre la totalidad de un concepto como la heroicidad, y las contextualiza en una sociedad, la iraní, que encuentra en Un héroe un salvoconducto para exponer sus vergüenzas sociales e institucionales sin renunciar a la tensión y el complejo drama de personajes que hizo brillar al cineasta en obras como Nader y Simin, una separación (2011) o El viajante (2016). Lo cierto es que la pretensión de buscar en el subsuelo de la concepción de esa abnegación, de la honorabilidad o la honra, y enlazarlo siempre con la posibilidad de, efectivamente, ser heroico a un coste relativo, es la que subraya con más ahínco las virtudes de la obra: la ética como tal solo brota en su faceta más buenista cuando el plan A deviene en plan B, y aunque eso no le quita mérito a la ejecución, sí plantea una pregunta: ¿podemos hablar de un héroe? Farhadi, siempre incisivo y con una capacidad innata para plantear la pregunta correcta en cada escena —aunque, todo haya que decirlo, tenga cierta tendencia a retorcer determinadas situaciones hasta lo casi inverosímil que, aunque no sea un hecho que se convierta en un escollo narrativo, no puede quedar sin una mención crítica—, juega en todo momento con la ambigüedad y la expectativa del público de encontrar una respuesta que satisfaga el continuo del bien-mal, o el del altruismo-egoísmo.
Trae de vuelta al mejor Asghar Farhadi, el que entrega las reflexiones más cerebrales desde el hálito emocional, el que conecta razón y corazón sin prescindir ni del rigor ni de la pasión.
Un héroe cuenta la historia de Rahim —espectacular la interpretación de Amir Jadidi, que además supone un acierto de casting sin precedentes: esa mirada y esa sonrisa ya valen la elección—, un preso que, en un permiso de dos días, se propone convencer a su denunciante para que retire los cargos y pueda, así, salir de la penitenciaría. El conflicto viene dado cuando cae en las manos de Rahim cierta cantidad de oro de origen dudoso, que le podría servir para arreglar parte de sus problemas económicos, pero que no le resultará tan fácil de gestionar desde el punto de vista moral —y más casuísticas que no entraremos a comentar para favorecer el buen visionado—. Asghar Farhadi explora la realidad iraní desde el punto de vista de un pobre diablo al que no le sale nada bien, que no cuestiona las buenas intenciones, sino las medias verdades. Que se muestra implacable con la manipulación y el desagravio burocrático y político al que se somete a todo aquel que gira dentro de la rueda con tal de rascar un segundo publicitario más, y que describe con esa precisión tan vivencial un mundo implacable en el que lo que dicen es más importante que lo que ha ocurrido. A pesar de entrar en el terreno de las dos horas de duración, y como es habitual en el cine de Farhadi, los personajes generan tanta curiosidad y sus características personales y coyunturales están retratadas con tanta precisión y habilidad, que el seguimiento de la obra se hace desde lo más primario, casi desde lo documental, comprendiendo y acompañando más que observando u opinando. Un héroe trae de vuelta al mejor Asghar Farhadi, el que entrega las reflexiones más cerebrales desde el hálito emocional, el que conecta razón y corazón sin prescindir ni del rigor ni de la pasión. Una película que salva la distancia entre la integridad y la inmoralidad, siempre con luces y sombras y un gusto muy afinado por lo ambiguo y lo indeterminado. Y que, pese a todo, se mantiene firme en su propósito: los héroes dependen del punto de vista.