Al salir del pase de prensa de No te preocupes querida, sonaban infinidad de esas conversaciones que se generan a cara de perro en la misma puerta del teatro, todo animadas e intensas diatribas —no sobre la calidad, sino sobre el contenido— sobre el por qué, el cómo y el cuándo de lo nuevo de Olivia Wilde. Algo que, si me permiten, dice algunas cosas buenas del filme y pone de relieve su carácter excesivo, a pesar de ser una obra que se desenvuelve entre una ambición impertérrita y cierta tendencia hacia lo hortera; entre las ideas de alcance y las chorraditas inocuas. Lo cierto es que No te preocupes querida es una película disfrutable, sí, que cuenta entre sus referentes con multitud de películas a cada cual más dispar —dicho sea de paso que no consigue mirar a los ojos a ninguna de ellas—, pero que nunca termina de abandonarse del todo al esperpento que podría sugerir una lectura en diagonal de su sinopsis: una pareja que vive dentro de una ciudad experimental en plena década de los cincuenta, y donde las relaciones, los roles de género y los eventos son tradicionales y profundamente desiguales. Aquí la cineasta se desliga un poco de la comedia con la que alcanzó el renombre dentro del independiente americano —Súper empollonas (2019)— para meterse en el terreno del thriller leído con toques de ficción especulativa. Y consigue entregar una obra resultona, potente en su premisa aunque termine por caer en subrayados innecesarios, con una coherencia narrativa siempre a punto de venirse abajo y amenazando con abrazar lo paródico sin temor al qué dirán. Aquí, la función le pertenece a Florence Pugh, que aunque no consigue desprenderse de todo de ese histrión tan suyo, sí se va amoldando poco a poco a las maneras de una gran actriz. Y bueno, también tenemos en el reparto a un Harry Styles no del todo convincente que ofrece algunas caras de intensidad y a un Chris Pine que se enfrenta a un papel-caramelo de los que requieren no demasiada pericia pero sí muchas ganas de pasárselo bien —inconscientemente me encontré a mí mismo pensando en el Keanu Reeves de Amor carnal (Ana Lily Amirpour, 2016)—. Y está por ahí Dita Von Teese.
Olivia Wilde tiene talento escénico y lo demuestra en bastantes ocasiones, pero esa misma capacidad la lleva a querer abarcar más —y naufragar— de lo que es capaz de permitirse.
La realidad es que No te preocupes querida —prometo que sufro mucho cada vez que tengo que escribir el título oficial en español sin la coma del vocativo— es una película más o menos agradable a la que es imposible negar la capacidad de destruir las ganas de acceder a sus virtudes precisamente porque se enfanga en lo superficial, en un guion caótico que quiere ser más papista que el Papa en no pocas ocasiones, pero que al final no es, ni mucho menos y en conjunto, el desastre abierto que parecen prometer sus excesos visuales y su dirección ambivalente. De sus imágenes y de sus decisiones estéticas hay dos cosas que podemos tener claras: por un lado que Olivia Wilde tiene talento escénico y que lo demuestra en bastantes ocasiones, y por el otro que esa misma capacidad la lleva a querer abarcar más —y naufragar— de lo que es capaz de permitirse. A veces realza las virtudes metafóricas de su propuesta con elegancia y buen hacer, y otras con ineficacia e incompetencia narrativa: nada más frustrante que asistir a ideas que recuerdan demasiado a un Jonathan Glazer o un Alex Proyas —y a otros algo más frontales— sin obtener a cambio una muestra de identidad propia, o de reverberación de premisas realmente robusta. Las ideas que vienen por debajo de No te preocupes querida son relevantes, e interesantes, sobre todo cuando se definen en base a imágenes y conceptos visuales sólidos —algo que ocurre en bastantes ocasiones— y no en base a puras cuestiones estructurales —algo que también ocurre a menudo— y de agenda. No, no es una película terrible ni vacía de contenido significativo, ni una obra prescindible que haya que tachar con rotulador permanente y llenar de las consabidas «banderas rojas», pero tampoco una fiesta fílmica que nos eleve corazón e intelecto. Lo que de toda la vida llamamos «película correcta», sin irnos a esos extremos tan rotundos que llenan más titulares que convicciones.