La década de los sesenta. Sabéis, ¿no? La de la Guerra de Vietnam y el Born To Be Wild. La de Martin Luther King y su sueño nacido de Rosa Parks no levantándose de su asiento para decir, por parte de muchos, que ya estaba bien. La del nacimiento de los Beatles y de los Rolling. La del flipante «flower-power» y del no tan buen rollero Charles Manson. La de EE. UU. y Rusia echando una partida de póker donde las cartas eran misiles y la apuesta era todo lo demás. La de Kennedy mártir y Nixon usurpador. La del nihilismo y la contracultura. Y también, la de Benjamin Braddock. Ese joven perdido, indeciso y confuso ante tanto suceso, que se ve al borde de un abismo en cuyo fondo habita un futuro de lo más incierto.
En muchos sentidos, Ben es Charlie Webb, su creador directo, un chaval de veintiún años que decidió escribir una novela sobre su negativa experiencia educacional como forma de desahogarse más que como medio para ganarse la vida. Pero Ben también es Mike Nichols, de treinta y dos años. Un director de cine novel con un pasado destacable en Broadway y un futuro prometedor en Hollywood gracias a su ópera prima: ¿Quién teme a Virginia Wolf? (Mike Nichols, 1962). Y algunos admitirían que Benjamin también tiene mucho de Robert Surtees, uno de los directores de fotografía más versátiles de su época, que contaba con sesenta años de experiencia vital a sus espaldas y varios galardones por su trabajo en cintas de renombre como Ben-Hur (William Wyler, 1959) o Las Minas del Rey Salomon (Compton Bennett y Andrew Marton, 1950).
Pero si le preguntas a cualquiera, te dirá que, para él, Benjamin Braddock —El graduado— es Dustin Hoffman. Y realmente estaría en lo cierto, porque el actor californiano fue quien dio rostro a ese chaval que, tras haber terminado satisfactoriamente sus estudios, aterrizaba en Pasadena, su hogar (o más bien el de sus padres) para disfrutar de unas merecidas vacaciones y meditar qué diablos iba a hacer ahora con su vida. Un sentimiento que, como decíamos, ya sufría el pobre Charlie Webb en sus años mozos, torturado por las expectativas de grandeza de una generación previa laureada por la gloria de las grandes guerras, y cuyos integrantes ahora no dejan de dar palmaditas en la espalda acompañadas de consejos vacíos sobre cómo utilizar un título que solo valida su expedición. Incómodo, desde luego, más cuando ese ambiente de incomprensión, de sentirse un alienígena en el hogar de uno, queda a cargo de Mike Nichols, muy dado a manejar diálogos precisos pero naturalistas. Índole que trabajaría incluso en el casting cuando rechazó a los actores ofrecidos por el estudio para el papel de Benjamin (entre los que se encontraban nombres del calibre de Warren Beatty o Robert Redford), decantándose por la corta estatura y apariencia simplona de Dustin Hoffman que le valieron el ser confundido con uno de los chicos de los recados por el productor de la película, Joseph E. Levine. Esa necesidad de ver a Ben como «uno entre un millón», que juega un papel muy importante en la empatía que desprende la película, también la comprende el señor Surtees, el director de fotografía, que nada más arrancar la cinta decide abrir el plano lentamente pasando de un primer plano del rostro de Benjamin a un plano general dentro de la cabina de un avión, donde su cabeza se pierde en un estanque de humanos. De fondo, comienza a sonar el mítico Sound of Silence de Simon & Garfunkel, uno de los temas musicales recurrentes en la película, con ese aire introspectivo y meditabundo que consigue dar voz a los pensamientos que fluyen a través de la mente del protagonista. Como las claras aguas en las que se refugia de una vida tranquila, acomodada y poco excitante.
La ingenuidad frente a la experiencia, desde el punto de vista emocional, intelectual y ante todo, sexual.
Cuando alguien se encuentra en la situación de Ben, en el fondo de la piscina, con un neopreno ajustado y asfixiante, se tiende a recurrir a los instintos más primarios con tal de respirar una mínima bocanada de aire. Y la Señora Robinson, madre de familia y vieja amiga de sus padres, es la que está en el bordillo de su piscina, esperando que el bueno de Ben reme hasta su orilla, como quien dice. Fuerte, atrevida, cruda y desnuda como la vida misma, esta mujer es el único punto inesperado en la planificada vida de Benjamin, que se horroriza y se siente atraído a partes iguales ante la irregularidad de la situación. La ingenuidad frente a la experiencia, desde el punto de vista emocional, intelectual y ante todo, sexual. Un concepto tan francés como el de femme fatale, que en esta ocasión viene acompañado por su propia canción (la única que compusieron Simon & Garfunkel específicamente para la película) y queda encarnado por la maravillosa Anne Bancroft. De la cual, Nichols no dudó ni por asomo, más aún cuando muchas de las potenciales candidatas al papel lo rechazaron por ser indecente o no querer someterse a ninguna clase de desnudo. Pero Bancroft, que en realidad solo le llevaba ocho años a Hoffman, fue más allá de la imagen de mujer atractiva y sensual, de actitud felina remarcada por los motivos frondosos y salvajes tanto de decoración como de vestuario. Ella dotó al personaje de multidimensionalidad otorgándole realidad a un pasado trágico, el de una mujer triste, frustrada y en definitiva, rota por haber tomado unas decisiones forzadas en momentos inoportunos.
Y es que siempre llega un punto de nuestras vidas, normalmente tras haber catado un atisbo de experiencia, en el que dejamos que nuestras decisiones sean tomadas desde la plena confianza infundada en gran parte por nuestra ingenuidad. Para Benjamin, ese punto se llama Elaine y es la trama absurda con la que posteriormente estará ciegamente dispuesto a complicarse la vida, aunque sea la única hija de la Sra. Robinson. Y quizás, realmente esa sea la razón. Porque el espíritu de acercarse a lo prohibido y de desafiar a los progenitores está impreso en nuestros genes desde que a aquellos dos los echaron del Edén. Una lucha minúscula y ridícula vista desde los planos generales del interior de una iglesia pero que cobra todo el sentido del mundo cuando los gritos de sus enamorados quedan enmarcados en primer plano. Y es inevitable sentirse enorgullecido y emocionado con aquel final en el que el amor verdadero huye de sus detractores en un autobús camino a comer perdices. Tan inevitable como el mazazo que supone ver cómo el director mantiene el último plano, dejando a los protagonistas a la espera de unos créditos que bajen el telón, y les confieran un final feliz. Pero en lugar de eso, los rostros se relajan, las sonrisas desaparecen, resuena nuevamente el Sonido del Silencio. El sonido del «y ahora, ¿qué?».
En 1996, el U.S. National Film Institute seleccionó esta película para su preservación por ser «cultural, estética e históricamente significante». Y no nos ha de extrañar. Porque el sentimiento de pesadez, amargura y soledad ante la incógnita de todo un futuro manifestada por Charlie Webb, el autor de la novela, sigue impreso en la juventud de hoy en día. Porque el camino de pérdida de la inocencia, duro a la par que sorprendente, por el que Mike Nichols nos guía con gracia, es el que todo humano está obligado a recorrer en su vida. Y porque la manera sutil, inteligente y llena de guiños frutos de la experiencia, con la que Robert Surtees ilustró toda esa vivencia, llama y llamará a la complicidad de miles de espectadores. En definitiva, porque El graduado seguirá perdurando mientras la vida sea vida.
Los últimos años. Sabéis, ¿no? Los del conflicto de Siria y la crisis de los refugiados. Los de George Floyd contra el asfalto y el Black Lives Matter. Los del auge de las telecomunicaciones y el uso de los memes. Los de la pandemia y el negacionismo. Los de EE. UU. y Corea del Norte echando una partida de póker donde las cartas eran misiles y la apuesta era todo lo demás. Los de Trump fascista y Biden salvador. Los del nihilismo y la contracultura. Como decía Billy Joel: «Nosotros no provocamos el fuego. Siempre estuvo ardiendo, desde que el mundo comenzó a girar».