Este filme resulta revelador para el imaginario colectivo en dos direcciones: por un lado, sorprenderá a quienes desconocieran los entresijos del gremio de la cabina de pasajeros, para quienes lo catalogaran como mero personal de cafetería y recepción sonriente, con labios de pitiminí, peinado estricto, uñas a juego y uniformes azul Klein —con el mismo corte y confección de cuando este vivía—, prestas a endilgarnos aperitivos y algún perfume caro. Por el otro, les revelará a esas personas que se pasan el vuelo patrullando de arriba a abajo con sus productos: el verdadero entrenamiento en súper heroicidades a que es sometido ese ejército de la amabilidad y los mil protocolos de seguridad. La realidad es que para pasar un primer filtro, se deben hablar un mínimo de dos o tres idiomas con fluidez, y luego se recibe una formación no solo exhaustiva, sino tremendamente estresante, a contrarreloj y con toda la presión que conlleva que a una le exijan que aprenda, en apenas un par de meses —con exactitud y de manera integral— lo mismo a hacer un masaje cardíaco, que a controlar al milímetro la probable entrada en histeria de la clientela si hubiera que hacer un aterrizaje de emergencia, que a capear hooligans (y otros mil procedimientos que no tiene tiempo material de narrar, como a manejar el control del avión en el raro caso de tener a ambos comandantes fuera de juego). El nivel de detalle de la cinta da fe del verdadero conocimiento que han adquirido sobre las mecánicas internas del oficio tanto quienes firman este guion (Julie Lecoustre y Emmanuel Marre, recién galardonados al mejor largometraje de la Sección Retueyos en el Festival de Gijón), como la siempre arrebatadora, enternecedora y convincente Adèle Exarchopoulos. Es una enorme muestra de solidaridad para con un sector a menudo desprestigiado, prejuzgado con condescendencia y por influencia de unos patrones estéticos que, al fin y al cabo, impone la empresa y no se imagina uno con qué extremismo hasta que no se experimenta. Si un pero se le puede sacar a esta cinta en lo relativo al campo, es que obvia la presencia de los muchos hombres que también trabajan como TCP (acrónimo para Tripulante en Cabina de Pasajeros, preferible a eso de «azafatas/os»), y hubiera sido interesante retratarlos porque hubiera terminado de completar el ya muy acertado análisis sobre el nivel absurdo de evaluación y penalización sobre la imagen personal de la mujer en vuelo: a ellos se les requiere básicamente que no huelan a cuco, el pack pelo-barba-uñas bien recortadas y sin roña visible. Lo que viene a ser un aspecto aseado. De todos modos, se entiende que se quería narrar una historia de mujeres entre mujeres también en lo laboral, en lo competitivo pero también en contraste con lo sororo, que lo muestra.
La película también acierta a calar a los peores tipos de viajero: de los más insoportables, el arrogante hombre de negocios —que lo estará petando en el business, pero vuela low cost—, con actitud despectiva de magnate maleducado para con «el servicio». Pero jamás tan temido y despreciado como las manadas de hinchas ultras que copan los vuelos a cierta ciudad inglesa, exudando alcohol hasta hacer asfixiante el microclima de la cabina y poniéndose habitualmente violentos. Que se les señale públicamente como el peor trayecto posible, recibirá un sonoro aplauso por parte de toda la profesión. Es una cinta didáctica: nos pide empatía. Sugiere que si el personal nos pide que nos cambiemos de asiento, no es ni por capricho ni por favorecer a otro pasajero: es que hay perfiles de movilidad y agilidad que pueden obstaculizar, por ejemplo, la salida de emergencias situada en las alas. Y la muchacha está obligada a juzgar a ojo si contamos con suficiente altura, fuerza… juventud para poder operar ese sistema de emergencia. Algo que puede dar apuro explicar al cliente, puede parecer irrespetuoso y nos puede costar encajar que se sugiera que no somos la Nasarre, pero es lo que hay.
Nos planta la mano en el pecho y nos apela a dejar de fingir la sonrisa y el éxito, a reaprender a pulsar el botón de pausa.
En efecto, la historia se vuelca en familiarizar al público con este sufrido colectivo e incluso con su lucha obrera, desatendida e incomprendida. A veces desde las propias juventudes de sus filas. Y aquí viene la miga: el retrato generacional, el verdadero subtexto de la narración que en su contexto ya ha expresado bastante denuncia de explotación y cosificación de la mujer en este ámbito laboral. Cassandre tiene poco que ver con aquella inocente Adèle del moño despeluchado que se evadía en el jardín al ritmo del I Follow Rivers de Lykke Li de fondo (baile al que se rinde homenaje en una de las escenas iniciales). Pero en algo coinciden: no dejan de ser jóvenes con unas emociones que les pesan dentro y que no saben cómo gestionar. Esta podría ser una especie de vivencia femenina de lo que narra Sound of Metal (Darius Marder, 2019), pues nuestra protagonista se ha convertido en una experta fugitiva de todo cuanto duele. Una base aérea lejos de casa, en un paraíso canario del que presumir en Instagram y para contemplar desde la ventana. Abundan ese tipo de planos, en que ella se refugia tras los cristales: el calor directo puede quemarnos, y la distancia proporciona cierta sensación de esa seguridad que ella persigue en todas las facetas de su vida. También en la fiesta, el alcohol —incluso en horarios en que no debería— , sexo ocasional y a demanda, a golpe de match y contorsionando el cuerpo hasta el ridículo —es hasta cómico ser testigos de esta escena, que nos muestra el proceso desde fuera— para captar el mejor ángulo para un sexting eficiente. Que no le hablen de sentimientos: aparentemente, ella ahí no tiene rien à foutre, es decir: le resbala todo, que es una de las acepciones de esa expresión francesa, equiparable al anglicismo del título: zero fucks given (vulgarismos, en ambos casos, que literalmente encajarían más como un «me importa tres cojones», «un pito» si queremos suavizarlo). Otra acepción de la frase francófona sería un «no es asunto tuyo» (como la lucha obrera para quien vive al día, por lo visto). Pero todo desenfreno, como toda borrachera, tiene su bajona y la protagonista deberá enfrentarse a aquello que la devora por dentro. Y resolverlo, o llevárselo de gira por el mundo. Zero Fucks Given nos planta la mano en el pecho y nos apela a dejar de fingir la sonrisa y el éxito, a reaprender a pulsar el botón de pausa, a desoír esa pseudopsicología del «todo va bien» y desviar la mirada de la pantalla del móvil hacia los ojos de las personas y, por fin y de verdad, hacia el propio interior. Las únicas maneras de sanar y de implicarse, tomar partido. Aunque no parece haber grandes esperanzas, o por lo menos eso concluye esta obra.