Revista Cintilatio
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Sound of Metal (2019) | Crítica

Escondernos en ruido y actividad frenética
Sound of Metal, de Darius Marder
Riz Ahmed conmueve en la piel de un baterista post punk que pierde el oído súbitamente. Este perfecto engranaje de guion desestigmatiza la sordera y aborda mil capas de una psique que depende del ruido, el amor y la hiperactividad para huir de sí misma.
Por María José Orellana Ríos | 2 abril, 2021 | Tiempo de lectura: 11 minutos

Un joven de tez morena emerge de la más absoluta negrura, en la que el único haz de luz se centra sobre él, sus fibrosos y tensos brazos y la reluciente batería contra cuyos parches imprime los porrazos firmes de un mantra machacón. Su encrespado pelo, casi calcinado por el decolorado amarillo-pollo, refulge eléctrico, como lo hacen sus fieros e inmensos ojos. Ese personaje, que es una bomba de relojería, tiene la vida a punto de ponerse patas arriba. Responde al nombre de Ruben y es la piel que el londinense Riz Ahmed ha adoptado hasta el punto de estar nominado al Óscar a mejor actor principal.

Efectivamente: Riz Ahmed se ha fundido con Ruben con total naturalidad. Sin histrionismos. Dotando al treintañero nómada de una actitud que está a la que salta, de resorte fácil. Esquivo en lo relacional, salvo hacia unos pocos escogidos, seguramente por una cuestión de tremenda timidez. Desde su mirada exorbitada, espitosamente despierta, fusila a quien genere desconfianza. Huye, pero sobre todo, remueve por dentro con su contención del llanto en el pecho, cada temblor de la voz, cada resoplido y cada arrebato furioso, cada súplica silenciosa ante lo que se le viene encima, que atenta contra su milimétricamente calculada estabilidad dentro de lo aparentemente inestable. Ese acontecimiento que ha hecho que todo escape a su control. ¿Qué le queda a un baterista, a uno esclavo del metal, cuando ya no puede marcar ni el ritmo de su propia vida? La construcción y transformación de este rol se logra con una orgánica e impecable interpretación. Pero no es su único ingrediente estrella.

Esa evolución tan conmovedora y realista no hubiera alcanzado tal calidad si el libreto hubiera vertido un tratamiento naíf y lacrimógeno en el sobrevenir de la pérdida de facultades. El guion no tiene fisuras, es realista porque evita caer en tópicos y no es tan moralista como motivador en cuanto al mensaje. Invita a sanarse emocionalmente al propio ritmo. Porque un cambio de biorritmos no viene solo ni es fácil. Es como pedirle a alguien que se desvincule de su corazón —el biológico— cuando ya es complicado desprenderse de quien se siente como dicho órgano, como mitad imprescindible del propio cuerpo. Este texto alerta sobre la necesidad de saber levantar el vuelo, sin acomodarse demasiado tampoco en el grupo hasta desarrollar dependencias sustitutivas, casi peligrosamente sectarias. Es un relato humano y es auténtico, sin rebozarse en infantilismos del perdonarlo todo y olvidarnos de las consecuencias de las acciones, que pueden ser decisiones erróneas o solo aparentarlo. Pueden no serlo, o serlo solo en parte y abrir otras vías para ese aprendizaje que, decíamos, llegará cuando uno esté preparado o lo sienta, y no cuando lo imponga lo que podría ser incurrir en chantaje emocional involuntario. Dosifica todo esto y más, a su debido tiempo, mediante las imágenes y el impresionante sonido: esta dirección y guion también merecerían la estatuilla a la que optan los Marder y compañía. Como lo hacen las personas tras cada una de las categorías en que está nominada: las seis son poderosas razones.

De vuelta a ese mar de oscuridad del concierto de apertura del filme, tan solo hay otro punto de iluminación al margen de la batería que absorbe toda la concentración de Ruben: ella. En medio de esa noche intramuros, no existe nada más que ellos dos. Los gritos desgarradores de Lou, la mujer al micrófono, sacando desde las entrañas una disarmónica melodía, a contra ritmo de él, pero extrañamente ensamblada. Resulta algo que suena entre el post metal, el punk —o más bien, el crust— y las amazonas noventeras tipo L7, Babes in Toyland… incluso la Courtney Love pre-hollywoodiense. Así son las noches de este dúo nómada, en plena gira por Estados Unidos. Ruben despertará siempre el primero, como activado por un resorte, pese a la exigencia física de su instrumento y su estilo musical. Un hombre de biorritmos disparados, puro nervio. Repararán su desgaste de energía a base de supervitaminados licuados de frutas en su caravana. Un saludable ritual matutino que sorprenderá a quienes suelan asociar esta música y estética con las drogas. Y bueno: algo de eso hubo, porque una de las razones de lo que le pasa al protagonista podría ser tocar «a pelo», sin protección para los tímpanos. Pero resulta que los opiáceos algo han tenido que ver y en esa línea, esta película seguramente ponga en contacto por primera vez a gran parte del público con unos servicios muy específicos y peculiares dentro del gremio de lo social.

Cuando sucede el detonante del drama, el campo de visión revienta esa reconfortante oscuridad que proporcionaba dos puntos de fuga a Ruben (Lou-batería), para lanzarle focos de colores histriónicos y distorsionados sobre la pequeña multitud de cuerpos danzantes que parecen abalanzarse en su trance dancístico, sin los límites de un escenario cuando se toca a un nivel tan underground que con el suelo del tugurio basta. Se palpa su inseguridad, su claustrofobia, mientras intenta ubicarse en la canción que su cuerpo sigue marcando pese a la desorientación auditiva. Estalla el pánico a quedar en evidencia, al fallo, al estar captando todas las atenciones —sobre todo cuando se nos presenta a alguien a quien intuimos reservado, más proclive a minimizar sus relaciones a personas concretas y no a grupos—. El miedo al silencio, conlleva temores mucho más profundos: ver frustrada su pasión por la batería, el posible fin de su banda… e incluso de su relación de pareja.

Para tratar este tipo de relaciones de pareja, la elección del formato de banda musical es clave. Estos dúos se conocen como two-pieces band, lo que podemos traducir como dos piezas, pero es interesante la acepción de los dos trozos para describir la magnitud de lo que condensa el filme: dos personas rotas que se han remendado la una a la otra: cosiéndose entre sí. Cada cual es el todo del otro: la esfera amorosa, la del ocio que apasiona y que, además, también es el terreno laboral. El sustento de ambos. No hay resquicio de espacio individual, y eso rara vez es sano. Viven confinados: en la caravana, en garitos minúsculos. En el par. Les unió esa agonía que expresan en sus composiciones, esos traumas infantiles a menudo en la raíz de las adicciones. Juntos conquistaron una sensación de victoria sobre la soledad, el abandono, la pérdida. Pero no tienen una vida estable. Y en la cuerda floja, cuando un miembro pierde el control, el todo puede verse abocado al vacío. Toda una prueba para el verdadero amor por alguien: ese que consiste en pensar en su bienestar.

Efectivamente, ella es el faro, pero es él quien marca el ritmo de la vida en común, quien necesita ser nómada, abocarse a un instrumento que sacude todo el cuerpo, que convierte el corazón en motor y reloj que le mantiene como a una lechuza. Y esta también es una historia de aprender a soltar y de aprender a caminar el propio camino. Un mentor puede ayudar (el también conmovedor y nominado Paul Raci), si no se busca una tirita, un nuevo parche, un sustitutivo humano o material. Y aquí se toca otra idea clave en esta obsesión humana con ser un todo: que hay mucha, muchísima gente que reivindica que sus condicionantes perceptivos o físicos representan una diversidad funcional y no una discapacidad ni una merma. Que pueden incluso llegar a sentirlos como una bendición, que les haya salvado la vida, o que les lleve a percibir el mundo y la vida por otros derroteros más gratificantes, quizá, que esta acelerada vida en la competición permanente y el mundanal ruido. Que su manera de funcionar —innata o adquirida— guía su atención hacia otras necesidades, disfrutes e incluso valores y nuevas habilidades. 

El sufrimiento de Lou también refleja la nada desdeñable actuación de una Olivia Cooke que tiene algo de Geena Davis y Christina Ricci en los rasgos y sobre todo en la expresividad de esta última.

La rutina de las mañanas de zumos es algo imprescindible para el funcionamiento del torbellino nocturno. Un desayuno estricto, de esos que últimamente son catalogados como ortorexia por los detractores de la rigidez en lo saludable, que lo acusan de trastorno alimentario, de neurosis manifiesta en la ritualización de las comidas para sentir control sobre el propio destino. A ese tipo de creencias apuntan las intentonas de reemplazarlo por basura tipo berlina industrial (por no acusar marca) y café como supuesta parte de la terapia. Si lo analizamos ¿acaso eso es un cambio sano? Los hermanos Marder trazan ahí el cuestionamiento de si hay que tragar con absolutamente todo en proceso de reconstrucción alguno. Al igual que ese desayuno hipervitaminado, machacarse cabalgando un instrumento musical que puede aportar un cardio envidiable, a priori, no parece un problema. Siempre se ha dicho que los bateristas tienen personalidades peculiares. Incluso extremas. Tópicos aparte, cuando escogen determinados estilos de música más contundentes o viscerales, es innegable que en su ser hay un gran nervio, sea totalmente expuesto y transparente… o latente, contenido, puede que reprimido y al borde de la erupción (y conste en acta que, como buenos músicos, la música que ponen los protagonistas mientras desayunan descansa de la actitud, decibelios y agresividad —aunque no del tempo— de lo que revientan por la noche en sus bolos).

La cinta irá desgranando comportamientos asociados al derroche de energía y la vida espartana que puede conllevar la gira profesional y la pasión por la batería. Las diferentes capas y capas de adicciones, compulsiones e inseguridades que hay que atravesar para liberar a Ruben. Y también a Lou, que también se desahoga físicamente: de manera evidente, al micrófono; pero la cámara no enfoca en vano sus brazos arañados. Y por otra parte, se ve sometida al poder orgánico y manipulador de la música en un momento dado, en una escena tan sutil y contenida, como calladamente desgarradora. Este milhojas psicológico, perfectamente superpuesto, no requiere de una audiencia extremadamente observadora para ir levantando cada velo. Una riqueza de contenido que puede haberse visto favorecida por —y delata— la compenetración de tres mentes brillantes en la escritura profunda. 

Para ello, la fotografía obra estos contrastes recién mencionados de manera más que correcta, sin ser espectacular. Pero en un filme de esta categoría, el sonido tenía que estar pulcramente diseñado y construido. Por una parte, magnifica esos ruidos tan presentes en nuestras mañanas, haciéndonos prestar más atención a los de nuestro día a día. Hace vibrar la llegada del caos, la sensación de haber metido la cabeza en una pecera. Ese efecto tapón y el paulatino empobrecimiento de los matices a medida que progresa la sordera, que los deforma hasta suprimirlos. Llegado el momento de suplantarlos, oímos cómo no alcanza más que esa pobre imitación oxidada que bautiza al filme, y esa representación es tan eficiente como la consecución del sonido de la calma. La sordera súbita supone para Ruben una merma inadmisible en sus poderes, que lo arroja a mirar a los ojos a un mundo caótico. Es el retrato del modus vivendi de las generaciones de hoy: desde millennials hasta mute, en continuo movimiento histriónico, adictas al ruido y al hiperestímulo, y a lo inmediato. Aterrorizada ante la posibilidad del frenazo, de silencio, de aburrimiento. En pánico si tiene que gestionar una quietud que nos enfrenta a estar a solas con nosotros mismos, a la autoescucha. Al reposarnos y repararnos. Una decisión que puede requerir de un empujoncito, pero que solo se puede tomar por iniciativa propia. Y desde dentro.