Whiplash
El combate del tempo

País: Estados Unidos
Año: 2014
Dirección: Damien Chazelle
Guion: Damien Chazelle
Título original: Whiplash
Género: Drama
Productora: Sony Pictures Classics
Fotografía: Sharone Meir
Edición: Tom Cross
Música: Justin Hurwitz
Reparto: Miles Teller, J.K. Simmons, Melissa Benoist, Paul Reiser, Austin Stowell, Jayson Blair, Kavita Patil, Kofi Siriboe, Jesse Mitchell, Michael D. Cohen, Tian Wang, Jocelyn Ayanna
Duración: 103 minutos
Premios Óscar: Nominada a mejor película, Mejor actor de reparto, Mejor montaje, Mejor sonido (2014)
Festival de Sundance: Mejor Película y Premio del Público (2014)

País: Estados Unidos
Año: 2014
Dirección: Damien Chazelle
Guion: Damien Chazelle
Título original: Whiplash
Género: Drama
Productora: Sony Pictures Classics
Fotografía: Sharone Meir
Edición: Tom Cross
Música: Justin Hurwitz
Reparto: Miles Teller, J.K. Simmons, Melissa Benoist, Paul Reiser, Austin Stowell, Jayson Blair, Kavita Patil, Kofi Siriboe, Jesse Mitchell, Michael D. Cohen, Tian Wang, Jocelyn Ayanna
Duración: 103 minutos
Premios Óscar: Nominada a mejor película, Mejor actor de reparto, Mejor montaje, Mejor sonido (2014)
Festival de Sundance: Mejor Película y Premio del Público (2014)

La obra de Chazelle exprime la expresividad de sus intérpretes para dar sentido a una historia donde no caben las justificaciones de los métodos, solo el entendimiento profundo y pasional de sus ambiciones.

Hay un momento en El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) en el que Jordan Belfort, encarnado por Leonardo DiCaprio, rompe la cuarta pared para explicarle al espectador una de sus triquiñuelas de bróker utilizando un montón de tecnicismos económicos, pero cuando va por la mitad de la explicación se para y dice «vale, ya sé que no estáis entendiendo lo que estoy diciendo. No pasa nada, no importa. La cuestión es: ¿todo esto era legal? Por supuesto que no». Muchas películas de Scorsese conectan en este punto: entras en sus juegos sin saber realmente cómo. Porque hace cuestión de minutos tú no tenías ni idea de brókers, casinos, mafias o curas jesuitas, por poner un ejemplo. Pero es curioso como a lo largo de la narración poco a poco esos elementos comienzan a importarte y sorprendentemente llegas incluso a ver similitudes con tus propias actitudes según qué comportamientos. Te es fácil ponerte en esos lugares, empatizar con ellos, comprenderlos, aunque su mundo sea completamente ajeno al nuestro.

El ambiente ahumado de determinadas escenas rememora conscientemente el de los rings de Jake LaMotta.

Tal vez alcanzar esta sensación solo esté a disposición de maestros como Martin Scorsese, pero bien es cierto que según la historia que sea el objetivo de la narración, esa conexión tan profunda con el espectador se llega a establecer de una manera, digamos, más natural. El cine de boxeo por ejemplo. El espectador medio no ha pisado en su vida un ring y sin embargo hay algo en ese deporte que llama a su lado más pasional, visceral y crudo, propio de nuestra condición humana. No cuesta identificarse con un luchador de boxeo porque en muchos sentidos ese escenario donde trabaja supone la metáfora más simple de nuestra existencia: una lucha constante con el único objetivo de sobrevivir y a ser posible, destacar. No por nada Toro salvaje (Martin Scorsese, 1980) es una grandísima película y a la vez, casi de manera incidental, es una grandísima película de boxeo.

Damien Chazelle en sus comienzos también estaba interesado en dirigir una película de boxeo, aunque había un par de cosas que luchaban en su contra. La primera, que su condición de cinéfilo empedernido le advertía sabiamente que alcanzar los niveles de una obra como Toro salvaje le sería una tarea difícil de superar. Y la segunda, su obsesión con la música. Con el jazz siendo más concretos y con sus años tocando la batería en un conservatorio, si somos aún más precisos. Como casi todos los artistas, necesitados en gran medida de su arte como terapia y vía de escape, Chazelle decidió volcar su experiencia a merced de las baquetas en un guion del cual temía que tal vez tratase temas demasiado personales. Así surgió Whiplash (Damien Chazelle, 2013), un cortometraje de en torno a quince minutos de duración que comprimía un guion realmente mucho más extenso, con la intención de encontrar financiación y así transformarlo en la película del mismo titulo que todos conocemos. Este corto progenitor no solo coincidía en titulo con la película, sino que ya contaba con la participación de J.K. Simmons y, lo más importante, contenía los dos puntos clave que destacarían y darían sentido al largometraje: la malsana y desquiciada obsesión de Andrew, su protagonista, por tocar la batería; y la fuerza bestial y arrasadora que ejerce contra él su profesor, Terrence Fletcher.

Como vemos, Chazelle no renunció del todo a su impulso de narrar una confrontación. De hecho, Whiplash (Damien Chazelle, 2014) enaltece toda esa aura en la que destaca lo puramente físico a base de sustituir el ring por una sala de ensayos, los guantes por baquetas y el contrincante por tambores, bombos y platillos. Una elección muy apropiada la de la batería, muy tangible, usada como instrumento de placer y tortura para su protagonista hasta tal punto que su relación con ella fácilmente se podría comparar con la del personaje de Ewan McGregor y ciertas sustancias en Trainspotting (Danny Boyle, 1996).

Como casi todos los artistas, necesitados en gran medida de su arte como terapia y vía de escape, Chazelle decidió volcar su experiencia a merced de las baquetas en un guion del cual temía que tal vez tratase temas demasiado personales.

Para Andrew tocar la batería es lo único que le da sentido a su vida. Es en lo que piensa al levantarse y al acostarse. Lo que define su camino en este mundo y a la vez lo que le impulsa a dejar su huella en él. No tiene demasiadas dudas en torno a ello. Si la batería es la gasolina para su ambición, no le importaría gastarla toda ahora con tal de llegar a lo más alto, aunque eso supusiera acabar su viaje antes de tiempo.

Construir semejante perspectiva, de un carácter tan decidido, marcado y obsesivo, supone todo un reto para cualquier narrador y Chazelle lo supera configurando Whiplash, tal y como él explica, como una «película de caras» que exprima hasta el límite la expresividad de sus intérpretes. Esto ya se nota desde el comienzo de la cinta en el que vemos cómo se nos presenta el mundillo de Andrew a través de su mirada. Ya sea mediante planos subjetivos que nos informan sobre aquello que anhela o envidia. La mirada que observa. O con primeros planos que denoten su reacción ante todo lo que acontece a su alrededor. La mirada que expresa. Y este último punto es clave porque no solo ayuda a empatizar con el personaje principal, sino que también contribuye a dar forma a su contrincante.

Fletcher es energía bruta. Una bestia devastadora que alcanza sus mayores cotas de visceralidad precisamente cuando vemos el respeto y el terror que provoca en los demás. Y aunque toda esta fuerza podría haber tendido a un tono más paródico o tal vez monocromático, una especie de Sargento Hartman melómano, J.K. Simmons ayuda a destilarlo dándole toques de delicadeza, estilo o precisión. Susurrando en vez de gritando según qué insultos para infligir el mayor daño posible. O con detalles de vestuario de su puño y letra, como esos pulcros zapatos o aquella chaqueta oscura que una vez colgada de manera meticulosa y ordenada en su perchero dan paso a una camiseta simple y también negra que resaltan sus tiránicos bíceps.

Los músicos de Whiplash hacen las veces de intérpretes y de actores al mismo tiempo.

Sonará a tópico, pero realmente son los detalles los que engrandecen y dan trasfondo a obras como esta. Con alguien al mando al que le es tan inherente el mundo de los acordes y los compases, era de esperar que el planteamiento de las escenas donde la música fuera la protagonista estuviera cuidado al milímetro. Así, el rodaje de Chazelle hizo uso de músicos experimentados capaces tanto de interpretar el jazz intranquilo y vibrante de las partituras de Justin Hurwitz como de reaccionar con la naturalidad que se espera de un actor a los asaltos verbales y físicos de su director de orquesta. Cada escena además intenta dotarse de una esencia y un ritmo completamente diferentes a los de la anterior, dejando algunas reminiscencias al montaje de obras como Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) o más evidentemente El hombre que sabía demasiado (Alfred Hitchcock, 1956). Terminando por situar toda esa potencia melódica en una serie de escenarios perfectamente delineados por su selección del color. Refiriéndonos a esos tonos ocres, oscuros, marrones que resaltan lo claustrofóbico, limitado y estrecho del ambiente, pero que también comparten paleta con el dorado, reflejo de los platillos, que aportan a su vez esa aura antigua, clásica y triunfante.

Es curiosa la visión que tiene esta película del triunfo. Porque por lo general se tiende a ser ingenuos o simplistas cuando se narran historias sobre alcanzar metas, más aún si se tratan de verdaderos imposibles o ilusiones. Pero en este caso, las situaciones extremas y la posibilidad de alcanzarlas se toman enfermizamente en serio. De hecho, la filosofía de Fletcher es «no hay dos palabras que sean más dañinas en nuestro idioma que “buen trabajo”». Y la película, que podría simplemente mostrar las virtudes y el éxito de aquellos que consiguen cruzar la meta, se para a remarcar los brutales daños colaterales que han sufrido durante el camino. No el camino del aprendizaje o de la profesionalidad, algo que su protagonista tiene ya más que superado, sino el camino del verdadero sacrificio, manchado con su propia sangre y los restos despedazados de una vida apaciblemente normal, necesario para convertirse en el mejor. Una autentica leyenda. Y ante conceptos de tal calibre no caben las justificaciones, razonamientos o explicaciones de los métodos empleados. Solo se asume que unos pocos llegarán a entender, de manera profunda y pasional, el por qué de esta ambición.

Como decíamos, la expresividad es importantísima en esta película ya que, con ella, te invita a formar parte de ese grupo reducido de personas. Gente que por lo general no comprende los mecanismos de la percusión sincronizada o el espíritu moribundo del jazz actual pero que llega a entender y asimilar profundamente la fuerte reacción de estos en la vida de una persona. Por eso Whiplash no acaba con un discurso que la defienda, sino que le basta con un par de planos que muestren la mirada penetrante, satisfactoria y cómplice entre un aspirante y su maestro. Como en la lucha y la música, sobran las palabras.

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