Alfred Hitchcock
Tutorial para torturar al espectador
En el aniversario del nacimiento del maestro del terror y el suspense, revisamos cómo jugaba con las mentes de sus espectadores y qué tretas utilizaba para engañar y sorprender. He aquí algunas razones por las que se mantiene tan fresco y sorprendente.
Hitchcock es sinónimo de absoluto control de todos los detalles, medidos hasta el extremo. Nada es prescindible. Sus películas son rompecabezas de piezas totalmente ensambladas: la cobertura de cámara, más cerrada que en la actualidad; el sonido, silencios, miradas, los lenguajes del movimiento (kinestesia) y del cuerpo y distancias interpersonales (proxemia); lo que se oculta fuera de campo y los primeros planos. En resumen, todos los factores implicados en la narrativa encajan de manera que, cuando se nos revela un nuevo giro argumental o la verdad oculta, podríamos pulsar rewind y detectar todas las sutiles migajas que, como Pulgarcito, el filme nos había ido dejando por el camino para no perdernos —o precisamente para desorientarnos o desviarnos a su merced— y que hemos estado engullendo en total sumisión, en ese pacto tácito del dejarnos engañar, como sin querer, para que se nos sorprenda súbitamente. Sembró las bases de lo que tantos filmes han seguido y siguen reinterpretando aún hoy. Hitchcock solía comparar el público con teclas de un piano que él disfruta tocando o —según la otra acepción del término play, que refleja más fielmente sus acciones— «jugando». Algo muy distintivos de su manera de ser, de la que su obra está totalmente impregnada.
Mediante el engaño de sus personajes, manipula al público, usando a intérpretes que seduzcan o generen empatía. Es el caso de James Stewart en Vértigo (De entre los muertos) (1958). Exhibiendo ante nuestros ojos, y de manera totalmente sutil, una danza de acercamientos, distanciamientos, cuerpos que se levantan sobre el adversario sedente, ensombreciéndolo con su posición de poder, o bien elevándose aún más al subirse sobre un escalón, con lo que las intenciones de dominio se están filtrando. El lenguaje corporal predice las intenciones de los personajes implicados. No es sorprendente, pues, que a menudo se consideren estos detalles —así como la insistencia en las miradas, iluminación, maquillaje y otros recursos visuales— una reminiscencia de sus inicios en el cine mudo. La información clave de sus diálogos no es la verbalizada: se encuentra en la disposición espacial de los actores, sus películas se nos revelan como cubos de Rubik. Es un matemático de la escena y un extremo conocedor de la psicología humana. Esto no solamente se evidencia en las pequeñas torturas recién revisadas, sino en esas «coreografías» de Vértigo. Pero también en el lenguaje de sus miradas para presentar la forma de ser de cada personaje.
El lenguaje de las miradas es clave en Extraños en un tren.
Aquello de «los ojos son el espejo del alma» podría ser una máxima de Hitchcock, que cuidaba estos planos y esta luz con intenciones precisas. El ejemplo de Extraños en un tren (1951) es paradigmático del cambio de actitud de un personaje que no necesita verbalizar que está molestándose o, de pronto, empezando a confiar: su rostro lo narra de manera sutil, sin requerir que la cámara aplique un zoom sobre esa microgestualización. La seguridad de su interlocutor, también asoma a sus ojos, en la distancia, en un encuadre americano, y cuando se presenta un cambio de actitud, Hitchcock acude al plano detalle, con una iluminación repentina que remarca que un suceso relevante se avecina.
Los espectadores no fueron (ni somos) sus únicas marionetas, si tenemos en cuenta cómo también embaucó a Tippi Hedren en el controvertido rodaje de Los pájaros (1963). La actriz soportó, horrorizada, que le estuvieran arrojando pájaros vivos durante días, habiéndosele prometido previamente que eran imitaciones de atrezo. En beneficio de la obra, Hitchcock provocó a la actriz una vivencia dentro del horror, en que la interpretación ya no es tal: la reacción está siendo totalmente real. Lo ilícito e inmoral de estas acciones contra la integridad física y psicológica del reparto, así como esa violencia contra los animales, ha derivado en que se sugieran explicaciones más escabrosas para la esmerada planificación del suspense y el terror lograda por Hitchcock. Más allá del genio de su intelecto, podría ser muestra de una verdadera personalidad retorcida, psicopática. Pero ése sería un artículo aparte.
No sería atrevido afirmar que Hitchcock fue precursor de muchas herramientas de calibre muy impactante a la hora de desquiciar al público, de recrearse llevando sus emociones al límite. Su uso de la primera persona para establecer este vínculo espectador-protagonista dio un nuevo giro de tuerca completamente inesperado al asesinar a su protagonista en Psicosis (1960), apenas a mitad del metraje. La cámara se aleja de la escena del crimen, desandando el camino hacia el dinero robado detonante de tan funesta huida, como justificándole al público por qué le deja huérfano de protagonista: sentencia kármica.
No sería atrevido afirmar que Hitchcock fue precursor de muchas herramientas de calibre muy impactante a la hora de desquiciar al público, de recrearse llevando sus emociones al límite.
A continuación, forja nuevos lazos afectivos que involucren de nuevo al espectador: un Norman Bates que, inicialmente retratado como inocente encubridor de su posesiva madre. De pronto, Hitchcock nos hace cómplices del lado oscuro sin saberlo. Igual que en Frenesí (1972), salvo que ahí despreciamos al asesino, a quien sabemos culpable y repulsivo. Y aún así, vivimos su vulnerabilidad y su miedo cuando intenta recuperar los gemelos atrapados por el rigor mortis del cadáver de su víctima. Se nos despierta cierta incómoda piedad y adrenalina: sentimos su riesgo como propio, nos pone en su piel. Ambos largometrajes nos presentan un nuevo elenco de personajes, de quienes escoge al siguiente que acompañaremos y que veremos ser asesinado. Cuando seguimos al detective de Psicosis, el plano abarca, desde arriba, las escaleras por las que vemos aparecer a una rauda madre de Norman Bates, presta a acuchillar al agente desde un ángulo que aún le mantiene ajeno a que se le abalanzan. Imaginemos al primer público de tal escena en una sala de cine gritando para advertir al pobre diablo, con la impotencia de atestiguar cómo se le acerca la muerte como una locomotora que no es capaz de detener.
Ari Aster, como Hitchcock, demuestra que lo oculto fuera de plano puede ser lo más terrorífico. En la captura, Alex Wolff en Hereditary.
Hitchcock disfrutaba torturando al público, sin duda. Sacrificar al protagonista y hacernos empatizar con el asesino, son recursos muy eficientes a la hora de alterar la psique del receptor de la historia, así como refuerzan su perfil retorcido. Quedó sobradamente probado en lo viral y traumático del cierre de trama de Ned Stark a manos del novelista George R. R. Martin, fielmente recreado por la serie de HBO. Para saborear la anticipación del horror a la par que lograr que el espectador sufra viendo venir lo que se le cierne, Hitchcock apostaba por los planos largos, los planos secuencia que muestran una violencia más realista y explícita, que pueden ser más dañinos para la sensibilidad del espectador. Sin tanta casquería. Pensemos en ejemplos mainstream, como son los combates cuerpo a cuerpo de Viggo Mortensen en la sauna de Promesas del este (David Cronenberg, 2007), o Gina Carano y Michael Fassbender en Indomable (Steven Soderbergh, 2011). Siendo el primero más estético, cromático y, sí, de acuerdo, sangriento, son dos de las peleas contemporáneas más creíbles, alejadas de esas artes marciales cableadas y fantasiosas. Cumplen esas premisas de Hitchcock que hacen que la lucha sea realista e impactante, descarnada. Aunque involucren a personas que saben pelear, a artistas marciales, desprenden naturalidad: una agresividad primitiva.
Hitchcok también fue de la escuela de hacernos temer casi más lo que se deja fuera del plano, lo que no estamos viendo suceder. Un tipo de narrativa en el que se alzan nuevos talentos como Ari Aster. Si Hitchcock levantara la cabeza, quizás juzgaría ese cine actual occidental para masas como sobrecargado de velocidad en el montaje, con la acción, riesgo y miedo deformando la imagen hasta el punto en que, en ocasiones, no podemos visualizar correctamente qué está sucediendo. Remitámonos de nuevo a Juego de Tronos y aquel famoso episodio al que tantos tuits recriminaron que «no se veía nada» (8×3: La larga noche, 2019). Algo que a veces se utiliza para ocultar fallos de la escena, disimularlos. Y eso acusa poco detenimiento al planificarla. Algo que jamás sucedería a un tipo tan metódico como Hitchcock.