Revista Cintilatio
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Titane (2021) | Crítica

Alma de metal
Titane, de Julia Ducournau
Como en su primera obra, Julia Ducournau explora mundos terribles en una película atrevida y excesiva. Y dentro, viven otros tantos que recorren temas que van desde la identidad de género hasta la familia sin perder nunca la energía.

Cáustica, llena de virtudes lingüísticas que van más allá de lo que solemos entender por fílmico. Corrosiva, venenosa como una nube de gas mal filtrada, que se queda en las paredes de los pulmones contaminando hasta el último de los alvéolos. Julia Ducournau no entiende de medias tintas, y si ya en Crudo (2016) ofrecía una visión autoral potente e irreductible que resquebrajaba inquietudes sociales —de tipo familiar y relacional, sobre todo— y las retorcía en un imaginario casi propio —y digo casi porque hay mucho Cronenberg en ella— tan incómodo como extraño, en Titane da un paso más allá y, depurando ese estilo hasta la extenuación, abraza la desazón interior más controvertida y la envuelve en un manto visual que viaja entre lo hortera y lo sofisticado, entre cierta aura atemporal y los coletazos aceleracionistas que ya dejaba ver en su ópera prima. La pieza sigue a Alexia, una joven que suplanta la identidad de un desaparecido que, paralelamente, comienza a sufrir importantes cambios en su cuerpo. Y hasta ahí puedo leer, al menos en lo meramente argumental: la miga, por supuesto, que la tiene y mucha, está detrás de los entresijos, de los bailes y los neones, de las luces y el gore. Está, por supuesto, en lo formal. Toda la tela que Ducournau deja para cortar reposa en los poderosos símbolos que compone1 a lo largo del metraje, y también en los puntos de inflexión que va introduciendo en forma de hitos interpersonales, en la definición de unos personajes que se mueven siempre en la línea que separa lo concreto de lo abstracto.

Va pasando de ser una película que explora con tino la idiosincrasia de sus criaturas a convertirse en un himno delirante que recorre una senda arriesgada sin pagar ningún peaje innecesario.

Agathe Rousselle es Alexia, la revelación de Titane.

El sexo, además, está muy presente en toda la obra. Como ya ocurría en Crudo, está presentado de una forma muy orgánica y desprovista de todo esteticismo irreal, aunque sin sentirse en ningún momento como si la cineasta partiera en algún momento de la autocensura. En lo escénico no tiene desperdicio, y sus intenciones tocan lo ambiguo y lo inconformista, aunque nunca llegue a convertirse en un elemento que opaque un núcleo tonal que no se puede reducir a un terreno de juego delimitado: la identidad sexual, la autodeterminación, la familia como elemento patologizante, el conflicto de género, la autoimagen o las parafilias, por nombrar unos pocos temas que tienen cabida en Titane —y otros tantos me dejo— coexisten a un nivel de armonía extraño y equilibrado, con todo lo poco adecuado que pueda resultar utilizar una palabra como «equilibrado» para referirse a la obra de Julia Ducournau. Agathe Rousselle y Vincent Lindon está ahí para brillar —Alexia y el padre del chico desaparecido, respectivamente—, y aunque Lindon es un reconocido actor con cuarenta años de carrera a sus espaldas, Rousselle es una debutante que, esperamos, ha venido para quedarse —igual que la hipnótica Garance Marillier de Crudo, que también tiene aquí un papel—. Así las cosas, y con el paso de los minutos, Titane va pasando de ser una película que explora con tino la idiosincrasia de sus criaturas a convertirse en un himno delirante que, pese a sus excesos y salidas de tono, recorre una senda arriesgada sin pagar ningún peaje innecesario. No sabemos qué le depara el futuro a Julia Ducournau, pero no nos lo queremos perder.


  1. Démosle una mención, por ejemplo, al plano secuencia que abre el filme: una auténtica maravilla bien incorporada que expresa una serie de inquietudes formales ya desde el propio inicio[]