La fantasía, de forma similar a la animación, permite al cineasta y a sus espectadores ahondar en elementos de la realidad desde una mirada imaginaria o surrealista que transforma lo corpóreo y propio de nuestro mundo en personajes y escenarios ajenos a él, permitiendo al cine manipular las normas terrenales y representar su particular visión de lo real en imágenes oníricas. Este es el cometido de Rocío Mesa en su primer largometraje, Secaderos, donde teje dos universos entrelazados: el realismo de un pueblo de Granada durante un verano cualquiera —o el último— y la fantasía infantil donde lo inexplicable cobra forma, paradójicamente, desde lo real. Esta fusión, donde se diluye la línea entre la realidad ficticia de la película y los elementos fantásticos, es una constante en la historia del cine. Por poner algunos ejemplos, ahí están El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), Cría cuervos… (Carlos Saura, 1976), Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006), Los mundos de Coraline (Henry Selick, 2009) o Un monstruo viene a verme (J.A. Bayona, 2016). Todos ellos demuestran un interés absoluto por la capacidad de la fantasía para dar sentido a lo real y para servir de alternativa o huida a lo dramático de lo material, siempre otorgando un protagonismo mayúsculo a la infancia. De esta manera, los autores representan esta etapa vital desde el recuerdo de su adultez, vinculando lo fantástico irremediablemente con la inocencia, que no ignorancia. En concreto, Secaderos se aproxima, sobre todo, al director nipón y a su interés por la naturaleza, el horror por asistir al fin de una forma de vida y la contemplación del mundo desde las alturas.
Ofrece una iconografía de lo que se quiere y no se tiene, de lo que va a desaparecer y de lo que somos a través de un mundo personal y fantástico intrínseco al drama real.
Mientras se desarrolla el universo fantástico, la directora compone un retrato variopinto y costumbrista de la vida en el campo desde dos ópticas: la visión de cuatro generaciones con problemáticas propias y la dual percepción del pueblo de las protagonistas. Una, la más pequeña, disfruta de un entorno del que solo forma parte durante el verano como una manera de escapar de la frivolidad de la ciudad, abrazando una cierta libertad; la otra, adolescente, carga una responsabilidad temprana para con su familia que la separa del mundo que sueña con descubrir, alimentando su frustración y sensación de aislamiento. De esta forma, van apareciendo subtemas del filme, como la fuerza de los orígenes, las relaciones familiares, la cotidianidad, la religión o la amistad. Desde este punto de vista realista del filme, cabe destacar el indudable diálogo entre Secaderos y Alcarràs (Carla Simón, 2022), creando una relación curiosa, pero en ningún caso casual, entre dos películas estrenadas el mismo año que dirigen su mirada hacia el costumbrismo rural contando con actores no profesionales, aunque la de Mesa confecciona una dirección de fotografía —a cargo de Alana Mejía González— más contemplativa con planos fijos y generales, encuadrando a los personajes en su contexto, así como una paleta de colores más fría que contrasta con la calidez del verano para reforzar esa dualidad constante del filme entre fantasía-realidad y campo-ciudad. Para esta puesta en escena cercana al neorrealismo, sin apenas presencia de música extradiegética, la fantasía supone una ruptura en términos de lenguaje cinematográfico que distingue ambos mundos a nivel estético con destreza, pues al monstruo —diseñado por Montse Ribé y David Martí, profesionales que también trabajaron en dos de las películas antes mencionadas— siempre le acompaña un drástico zoom del objetivo de la cámara y una banda sonora mística, compuesta por Paloma Peñarrubia.
Por tanto, la película ofrece una lectura viva de su relato sobre el día a día del campo y la búsqueda de la propia identidad que se hace evidente en un diálogo de la obra entre dos de los personajes infantiles: ¿qué es o quién es la criatura mágica? Pedro, el amigo de la protagonista, se pregunta: «¿Es una persona disfrazada, un animal o un espíritu?». Pero, más allá de su origen físico, ¿se trata de una representación del deseo humano y los sueños de futuro? ¿O más bien de una reivindicación del campo y la naturaleza? ¿O es un vínculo entre las cuatro generaciones? Quizá, y solo quizá, sea «las tres cosas a la vez», tal y como responde Vera. En definitiva, Secaderos ofrece una iconografía de lo que se quiere y no se tiene, de lo que va a desaparecer y de lo que somos a través de un mundo personal y fantástico intrínseco al drama real, al mundo del que solo podemos escapar a partir de los sueños y, por supuesto, del arte y la fantasía —«visible solo para aquel que sepa dónde mirar»1—.
- Cita extraída de El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006).[↩]