Durante los últimos años de la cinematografía española, es posible apreciar un auge de películas realistas y preocupadas por problemáticas sociales que se acercan al documental no solo desde la narración de historias dramáticas, personales e íntimas con gran presencia femenina, sino también a partir de un estilo formal y estético naturalista ajeno a cualquier artificio. Esta tendencia viene protagonizada por una «nueva generación de mujeres cineastas», como se conoce popularmente a directoras de cine jóvenes y «de autor» que han estrenado películas con estas características y otros puntos en común, como la ambientación en el ámbito rural —véase Destello bravío (Ainhoa Rodríguez, 2021), Alcarràs (Carla Simón, 2022), El agua (Elena López Riera, 2022) o Secaderos (Rocío Mesa, 2022)—, los elementos fantásticos como impulsores del realismo, el predominio del punto de vista femenino —como demuestran los papeles protagonistas o el planteamiento temático de Viaje al cuarto de una madre (Celia Rico, 2018), Libertad (Clara Roquet, 2021), Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022) o La maternal (Pilar Palomero, 2022)— o las tramas familiares y generacionales como muestra del paso del tiempo y la evolución social. Aun así, a pesar de estas coincidencias motivadas por un interés artístico común y un contexto político concreto, es importante evitar la generalización y el reduccionismo en titulares de poco interés analítico, pues cabe recordar que los directores masculinos también han mostrado interés por este tipo de cine —por poner dos ejemplos recientes, encontramos la incisiva Lo que arde (Oliver Laxe, 2019) o el complejo estudio de personaje de Matria (Álvaro Gago, 2023)—, que no todas las cineastas siguen estos parámetros narrativos —hay que recordar la importancia de las comedias como las de María Ripoll en la industria cinematográfica española— o, por supuesto, que la historia del cine siempre ha contado con mujeres directoras y con movimientos profundamente interesados por el realismo y los temas sociales como la nouvelle vague o el neorrealismo italiano.
Una cinta sensible, emotiva y delicada a la par que directa sobre una problemática tan universal como es el desarrollo durante la niñez.
Bajo esta perspectiva, es posible enmarcar la ópera prima de Estibaliz Urresola Solaguren en el largometraje de ficción tras Cuerdas (2022), un corto que anticipa su mirada a temas complejos y globales —como, en este caso, los efectos del cambio climático y la industrialización en la salud— desde la cercanía que ofrecen las historias humanas con nombres y apellidos. De esta forma, en 20.000 especies de abejas la directora vasca narra las vacaciones en el pueblo de una madre con sus tres hijos, entre ellos una niña de ocho años en pleno proceso de descubrimiento personal, afectado por estímulos externos más que por conflictos internos. Así, el filme aborda la infancia trans con una clara intención por despertar empatía entre los espectadores desde un tratamiento narrativo basado en el respeto, la comprensión y la naturalidad con un doble punto de vista: el del personaje protagonista, interpretado por una debutante y prometedora Sofía Otero que destaca por su asombroso control de las emociones, y el de la madre, a cargo de la siempre certera Patricia López Arnaiz. Ambas experimentan una evolución vital y muestran una perspectiva diferente hacia la misma historia: una lo vive en primera persona y lo exterioriza a través de preguntas cargadas de dolor e inseguridad y la otra intenta comprender algo que ignora o que reduce a que «no hay cosas de chicos ni de chicas» mientras, al mismo tiempo, trata de encontrar su propia personalidad.
A pesar de que el guion presenta ciertos tropiezos en la fluidez de los diálogos o que el montaje rompe con el realismo de algunas escenas sin ser esa su intención, la obra en su totalidad resulta en una historia compacta y bien dirigida con un ritmo pausado, un predominio de planos cerrados y pequeñas líneas cómicas que no ignora la complejidad de su propuesta temática; así lo demuestran la diversidad de personajes —corre a cargo del público juzgar el comportamiento de unos u otros a pesar del claro y honesto propósito de la directora—, el sutil entramado de subtramas —donde el pasado funciona como ecos del presente— o la fuerte presencia de símbolos y paralelismos —donde las abejas, la religión y la escultura juegan un papel fundamental a la hora de representar el eje central de la película y abordar desde distintos ángulos el género, la identidad supeditada a los cuerpos, la fe como una certeza personal o la compleja estructura social de la que todos los seres humanos somos víctimas y verdugos—. Por tanto, 20.000 especies de abejas es una cinta sensible, emotiva y delicada a la par que directa sobre una problemática tan universal como es el desarrollo durante la niñez y el impacto de la sociedad, del entorno y, en particular, de la familia en el arduo proceso de conocerse y aceptarse. En este sentido, el filme otorga una fuerza sobrenatural a las palabras y sus implicaciones —algo que ya hizo Hayao Miyazaki en El viaje de Chihiro (2001)—, de forma que nuestro nombre tiene el poder de exteriorizar la fe de cada uno en su propia identidad. Y que nadie se atreva a robárnoslo.