No se trata de buscar culpables. No se trata de encontrar al que lanzó la primera piedra. No se trata de emitir juicios, ni de tejer una red que arrincone al que menos sepa guardar las apariencias. Joachim Trier encuentra con La peor persona del mundo la ligereza dentro de la densidad, y ofrece una comedia romántica que ni es comedia ni es, realmente, romántica, pero que usa sus tropos y puntos clave para revitalizar un género lleno de lugares comunes y entregar una obra generacional que salta sin red sobre las inquietudes y la crisis de los treinta sin mirar hacia abajo, que desde un estudio de personaje tremendo y preciso que se apoya, además, en el impresionante trabajo de Renate Reinsve —que le valió el premio a mejor actriz en Cannes— localiza el desequilibrio y la recesión desde esa distensión, capaz de entrar en el mundo interior de la protagonista y alterar todo su paradigma vital sin apenas dar muestra de estar traspasando la frontera de la intrascendencia aunque, como decimos, el poso sea grande en su significado y potente en sus múltiples lecturas. Anclando quizá su discurso con sus inquietudes habituales, que se relacionan con el despertar desde la inacción y las dudas —veáse, por ejemplo, Thelma (2017)—, y con la inestimable ayuda de su habitual Eskil Vogt en la coescritura, Joachim Trier relata una historia en la que las elecciones vitales se dibujan desde un primer plano, y desde la que la temporalidad del reloj que corre incansable contra uno mismo, los juicios de valor externos, la duda que siempre pernocta en el lugar más ingrato, y la sensación de que algo va a salir terriblemente mal están representados siempre desde la veracidad, y aunque introduce sus juegos visuales de gran valor escénico —esa escena de tiempo congelado: qué absoluta maravilla—, jamas llega a abandonar un sentido de la existencia, de la sustantividad que brilla en cada plano.
Una película portentosa, capaz de arrancar sonrisas y lágrimas, reflexiones y divisiones morales desde la ligereza sin perder densidad ni discurso.
De este modo, y siguiendo a esa treintañera interpretada por Renate Reinsve —me repito: qué trabajo actoral el suyo, qué magnetismo, qué exceso— que vaga por una vida a la que no acaba de cogerle el punto, en la que encuentra sitio para la verdad y la mentira, la vida y la muerte, la alegría y la pena, podremos seguir desde este lado de la pantalla la transformación del «puede» en «tengo que hacerlo», aunque las consecuencias sean terribles y la marcha atrás no sea una opción válida, aunque el último cartucho posible ya se haya quemado. Joachim Trier salta de una situación a otra en una estructura partida en capítulos —doce más un prólogo y un epílogo, para ser precisos—, de la que se informa desde el principio, casi como pretendiendo avisar del final desde el arranque, como dando muestra de su intención de narrar un viaje con destino inconcluso desde la certidumbre de que el tiempo es una variable inevitable: la maternidad, el feminismo, las dudas de la adultez, la propia femineidad, todos encuentran un lugar dentro de la autodeterminación que expone Trier desde la voz y la fisicidad de Reinsve, que salva cada escollo que pudiera encontrar la obra —cierta tendencia en el discurso, algo inevitable, por otra parte— por la propia sinceridad que sabe transmitir la actriz y la fuerza del guion. La peor persona del mundo es una película portentosa, quizá dentro de lo mejor que ha dirigido un autor que de por sí tiene una filmografía única, capaz de arrancar sonrisas y lágrimas, reflexiones y divisiones morales desde la ligereza sin perder densidad ni discurso. Y entregar, desde que su tiempo se congela, o sus relaciones se forman, otra capa más a la insoportable duda de la esencia.