La pregunta que flota en el ambiente, la más evidente, durante el visionado de lo último de Sebastián Lelio es la que atañe al continuo religión/razón. No por obvio está mal planteado, eso vaya por delante, pero lo cierto es que la obra del chileno tiene algún giro más bajo sus imágenes que también da con alguna pregunta interesante. Para empezar, el argumento: en un pueblo de las tierras intermedias de Irlanda, en el año 1862, hay una niña que no come. Y que lleva sin comer, aparentemente, desde hace cuatro meses. Para desentrañar el misterio de cómo es posible que la joven siga viva, envían a una enfermera —interpretada por Florence Pugh, que ofrece una de las mejores interpretaciones de su carrera junto a aquella maravilla que llevó a cabo en Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016)— y a una monja a vigilarla para constatar que, efectivamente, el asunto es un verdadero milagro. En esta tesitura, Lelio se desenvuelve en el ámbito de lo poético y lo sutil, tirando planos sugerentes a los que siempre se les intuye un trasfondo. Un tipo de cine muy sensorial con el que se conecta por la vía de la experiencia, que no exige demasiado en el ámbito intelectual pero sí en el emocional: conectar con la mirada del personaje de Pugh, y con la realidad de la niña, requiere recorrer el camino que formula la película sin ningún asidero real. Solo con la promesa de que en algún momento el tema va a cobrar una dimensión tangible y se terminará por definir en base a algo, ya sea un mensaje o una sensación.
Una obra intensa y poética, grácil por momentos y densa por otros, que nunca se pierde en el mar de sus premisas y que guarda en su interior delicadeza y también mucho barro.
Pero la verdad, es que pese a que a veces el avance puede ser plomizo, dando la sensación de que se mueve hacia delante de modo anárquico sin terminar de desarrollarse como uno cabría esperar, tiene momentos de inusitada belleza y también de trasfondo más que interesante, además de un comentario de género en absoluto impostado y que revela una sensibilidad muy trabajada para nada excluyente: por un lado, el ya mentado conflicto religión/razón, en el que choca frontalmente la creencia de que la chiquilla se nutre de divinidad y que no necesita nada más para respirar, y por el otro la lucha del personaje de Pugh por desenmascarar el asunto y demostrar que los rayos celestiales están muy bien para muchas cosas, pero que para alimentarse se quedan cortos. Desde esta perspectiva, El prodigio ofrece poco más al debate de lo que ya habremos visto en tantas y tantas piezas anteriores, aunque no por ello se siente obsoleto o poco trabajado, aunque quizá sí un poco simplificado como para mantener su esqueleto al completo sobre ello. Por otro lado, y dado su principal leitmotiv, pareciera existir entre sus líneas cierto comentario sobre los trastornos de la alimentación: aunque sea un tema que resulte tangencial en lo psicológico —el acto de no comer deriva de la fe y de otros factores que no vienen al caso—, sí acaba, puede que sin querer, hablando sobre las implicaciones físicas y el trauma que se genera, y de la obsesión que rodea a esa idea y cómo se perpetua casi sin que medien demasiadas razones claras. Por último, la presencia de la muerte en el concepto de la película rodea todas las decisiones que los personajes toman en ella, y aunque sea esta una dimensión que conecta directamente con el tema fe/razón, lo cierto es que habla sobre el duelo y la pérdida desde los márgenes, sin confrontar en lo explícito pero dejando un regusto de lo más interesante. Así, y después de todo, El prodigio podría ser una película que habla de las grandes cosas —muerte, fe, razón, psicología—, pero que se las apaña para no convertirse en una clase magistral condescendiente. Y lo que queda es una obra intensa y poética, grácil por momentos y densa por otros, que nunca se pierde en el mar de sus premisas y que guarda en su interior delicadeza y también mucho barro.