El hombre que pudo reinar
Una amistad cuyas risas siguen resonando

País: Estados Unidos
Año: 1975
Dirección: John Huston
Guion: John Huston, Gladys Hill (Historia: Rudyard Kipling)
Título original: The Man Who Would Be King
Género: Aventuras
Productora: Columbia Pictures, Devon/Persky-Bright, Allied Artists
Fotografía: Oswald Morris
Edición: Russell Lloyd
Música: Maurice Jarre
Reparto: Sean Connery, Michael Caine, Christopher Plummer, Saeed Jaffrey, Doghmi Larbi, Shakira Caine, Karroom Ben Bouih, Jack May, Mohammed Shamsi
Duración: 129 minutos

País: Estados Unidos
Año: 1975
Dirección: John Huston
Guion: John Huston, Gladys Hill (Historia: Rudyard Kipling)
Título original: The Man Who Would Be King
Género: Aventuras
Productora: Columbia Pictures, Devon/Persky-Bright, Allied Artists
Fotografía: Oswald Morris
Edición: Russell Lloyd
Música: Maurice Jarre
Reparto: Sean Connery, Michael Caine, Christopher Plummer, Saeed Jaffrey, Doghmi Larbi, Shakira Caine, Karroom Ben Bouih, Jack May, Mohammed Shamsi
Duración: 129 minutos

Elaborada por John Huston, en parte como inquietud personal y en parte como una producción de dimensiones mastodónticas, esta película es en esencia una fiel imagen de la verdadera amistad, protagonizada por los eternos Sean Connery y Michael Caine.

El pasado 31 de octubre de 2020, Sir Sean Connery, una de las figuras más relevantes y queridas del séptimo arte, nos dejó tras noventa años de una vida absolutamente aprovechada. Su compañero de profesión, Sir Michael Caine, que también comparte ese noble título impuesto por Su Majestad, se despidió públicamente de él con este mensaje en sus redes sociales: «Sean Connery: una gran estrella, brillante actor y un amigo maravilloso. El hombre que pudo reinar era EL REY». Con palabras similares, de carácter adulador y evocadoras de un pasado más próspero, comienza la película referenciada por Sir Caine. En boca de Peachy Carnehan, personaje que él mismo interpretó, resuena ese discurso que marca su aparición en escena, llena de impacto y misterio por su físico desfigurado y su aura extraña, iniciando así un relato inigualable sobre las grandes ambiciones y los destinos trágicos.

Este relato, originalmente escrito en 1888 por el famoso Rudyard Kipling, autor británico reconocido por obras como El Libro de la Selva (1894) o Kim (1901), fue llevado a la gran pantalla casi noventa años más tarde por John Huston, en parte como una inquietud personal y en parte como una producción de dimensiones mastodónticas, que contaba con un rodaje en amplias localizaciones exóticas, la participación de miles de extras y alguna que otra escena de riesgo sobre un puente colgante a más de ochenta pies de altura. El hombre que pudo reinar (John Huston, 1975) fue concebida como la despedida de su célebre director de los años dorados de las grandes producciones épicas. Los años de El tesoro de Sierra Madre (John Huston, 1948) o La reina de África (John Huston, 1951). De hecho, el argumento de El hombre que pudo reinar, que nos habla de soñadores henchidos por el éxito que poco a poco verían cómo su imperio se desmoronaba ante sus ojos, servía como ligero guiño a la situación de estos directores clásicos en aquellos tiempos cada vez menos prolíficos.

Pero ante todo, esta película es una obra sobre la amistad. Su historia, situada a finales del siglo XIX, gira en torno a Daniel Dravot (Sean Connery) y Peachy Carnehan (Michael Caine), dos suboficiales británicos destacados en la India que, cansados de sus trapicheos para subsistir en tal ambiente, deciden embarcarse en un peligroso viaje por el Himalaya con el objetivo de conquistar el legendario reino de Kafiristán, donde con algo de ingenio y suerte harán fortuna y pulirán los tronos que realmente se merecen.

Estos dos simpáticos señores, retratados con refinada apariencia inglesa pero talante pícaro, constituyen un verdadero par de lunáticos a ojos del mundo, capaces de igualar, sin siquiera despeinarse, sus descabelladas ambiciones a los hitos de las grandes leyendas del pasado. «Si un griego pudo, nosotros también», dicen cuando les hablan de un tal Alejandro de Macedonia. O «si un rey no puede cantar, no merece la pena ser rey» resaltando la honestidad y la sencillez con la que ambos deciden vivir el presente. Unas cualidades, mundanas desde luego, pero que no competen con su entusiasmo o la ambiciosa fantasía de un futuro prometedor para ambos, lejos de todo. Un devenir por el que desde luego merecería la pena forjar un contrato de amistad. Aunque ojo, un contrato literal, porque, si bien el compañerismo entre estos personajes es más que palpable, habría que asegurarse de que absolutamente nada se interpondría entre ellos hasta que esa relación diera sus frutos. No está de más prevenir.

Daniel Dravot que, como Ícaro, se quemó por volar demasiado cerca del sol, encuentra su personificación en las facciones marcadas y la mirada profunda de Sean Connery.

Así, codo con codo, comienza esta aventura que en un principio no ofrece más que victorias. Pequeñas, pero victorias, a fin de cuentas. La enorme compenetración entre estos dos truhanes, reflejada en la notoria e inigualable química de su casting principal, hace honor a la camaradería en el sentido más estricto de la palabra: una relación cordial pero formal capaz de unir, organizar y sostener ejércitos enteros. Aunque Peachy y Daniel sean individuos independientes, en la batalla funcionan como uno solo. Un arte que al igual que se aprende, se puede enseñar y por ende, expandir. Solo así, como dice Dravot, se podrá vencer al enemigo como hombres civilizados.

Este progreso, lento pero fructífero, lleva inevitablemente a la insidiosa construcción de una fantasía de poder por la que es fácil dejarse llevar. Se dice que en el país de los ciegos, el tuerto es el rey, y estos personajes, que llegaron con mera intención de asentarse como conquistadores, empiezan a ver que tronos más altos y terriblemente más cómodos estarían a su disposición. Pasando peligrosamente por alto la inconsistencia de los pilares sobre los que estos se sostienen. A larga, sus límites, previamente invisibles a sus ingenuos ojos (y también a los nuestros), empiezan a dibujarse para dejar en evidencia, como decía aquel poeta, que «los sueños, sueños son».

«Dile que no somos dioses, sino ingleses, que es lo más parecido».

Peachy, ¿tú que opinas? ¿Hemos desperdiciado la vida?
— Eso depende de cómo se mire. No creo que el mundo haya mejorado gracias a nosotros. Ni tampoco creo que nadie llore nuestra muerte. No hemos realizado muchas buenas acciones… ¿Pero cuánta gente ha viajado lo que nosotros? ¿Y visto lo que nosotros? En este momento, yo no me cambiaba ni por el mismísimo Virrey si tuviera que olvidar mis recuerdos.

Daniel Dravot que, como Ícaro, se quemó por volar demasiado cerca del sol, encuentra su personificación en las facciones marcadas y la mirada profunda de Sean Connery. Un rostro inconfundible que constituye una imagen clásica asociada a lo varonil y también al poder que desprendían las pinturas y estatuas de los antiguos reyes que llegaron a ser leyenda. Sí, con unas prendas de flagrantes tonos morados y una corona de oro bien calzada, no es difícil ver en Sir Connery al sucesor de Alejandro Magno: Sikander II. Y casi pensándolo mejor, los atuendos sobran, porque la realidad que construyen estos compañeros es tan convincente en un sentido visceral que ni el mismo Dravot es capaz de discernir si esta hace realmente honor a la verdad. ¿Son las coincidencias los pasos del destino?, se pregunta este pobre hombre mientras le plantea a Peachy, su fiel amigo, la posibilidad de que tal vez el sueño que en un principio les unió ahora le está poniendo en la tesitura de elegir entre ser fiel al contrato que firmaron o seguir el camino que supuestamente le está reservado. La amistad frente al destino.

La película, que está plenamente convencida de cuál de las dos es más crucial en la vida, retrata estos momentos como claves en esta clase de relación. Siendo los baches los que dan sentido al recorrido de una amistad, porque, de ser este un camino de rosas, no habría mérito en cómo el acompañante alisa después el terreno para su compañero. Por eso, cuando los cimientos de su fantasía ceden y el desdichado Dravot suplica el perdón de su amigo, este es correspondido inmediatamente y sin dudar con un «puedo perdonarte y siempre lo haré». Esta amistad que traspasa la pantalla, entre dos pobres diablos que creyeron que sus ambiciones de conquistar el mundo les traerían la gloria, alcanza su punto álgido cuando ambos, al borde de un largo puente colgante, se despiden entonando el himno The Son of God Goes Forth to War. Con la cabeza bien alta. Aún cabe esperanza. No de escapar del horrible e inevitable final que les aguarda. Pero sí de que aquel noble gesto conserve el espíritu de sus sueños y ambiciones, tan loables como imposibles, por toda la eternidad.

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