La guerra, como sabemos los que hemos jugado a Fallout, nunca cambia. Aplica esta frase tanto a la guerra militar convencional como la guerra cultural, un fenómeno que, aunque nos puede sonar a nuevo, es más antiguo de lo que parece, y que describe la pugna entre diferentes ideologías por hacer que sus ideas dominen la sociedad. Y dentro de esta guerra, el mundo del arte, la literatura o el cine han sido un campo de batalla particularmente relevante. Tanto la izquierda como la derecha han entendido, desde siempre, la importancia de la cultura para extender sus ideales y si se revisan los últimos cien años de historia occidental, puede observarse como una y otra ideología han alternado su control sobre la cultura en diferentes periodos de tiempo, haciendo que en ocasiones parezca, equivocadamente, que durante un periodo de dominio de la una, la otra carece de influencia en dicho ámbito. Lo que sí es interesante, sin embargo, es la forma en que tanto uno como otro lado del espectro político reformula y regenera su narrativa, en especial durante las temporadas de no hegemonía, para adaptarlo a los nuevos tiempos. Acercándonos ya a un caso más particular, los finales de los sesenta y los setenta fueron, sin duda, una de las épocas en las que la cultura (y también la política) de Estados Unidos se escoró con mayor fuerza hacia la izquierda (o lo que en Estados Unidos se entiende por izquierda), empezando en los sesenta con el movimiento hippie, la lucha por los derechos civiles y el acercamiento de la academia anglosajona al izquierdismo de nuevos intelectuales franceses como Foucault (del que luego se descubriría que era un tonto útil de la CIA), coincidiendo también con una época de gran inestabilidad marcada por la derrota en Vietnam, la crisis del petróleo o el aumento del consumo de droga y la criminalidad a nivel doméstico. Ante este sentimiento de decadencia, los ochenta, de la mano de Reagan, fue la década del resurgimiento del movimiento conservador en EE. UU., iniciando un giro político a la derecha que solucionó los problemas heredados de la etapa anterior pero a la vez introdujo en la sociedad americana problemas de nuevo cuño. El cine no fue ajeno a éste contexto, y si en los años sesenta y setenta la explosión del nuevo Hollywood da lugar a un cine con mucha más crítica social, realista y cáustico con la sociedad estadounidense, los ochenta verán el resurgir de un cine que enaltece los valores tradicionales del país, como en el caso de Top Gun (Ídolos del aire) (Tony Scott, 1986). Sin embargo, si hay una película dentro de esta corriente que debamos destacar de forma notable tanto por su calidad artística como por su relevancia sociocultural (muchas veces infravalorada) esa es Conan, el bárbaro (John Milius, 1982).
La película nos lleva a la Era Hiboria, un periodo ficticio que estaría ubicado en la prehistoria, aproximadamente entre el calcolítico y la edad de hierro, y nos cuenta la historia de Conan, un joven que ve su aldea destruida por las hordas de Thulsa Doom, un hechicero líder de una secta religiosa que adora a las serpientes. Tras matar a todos los adultos, Conan es convertido en esclavo. Años más tarde, habiéndose ya liberado, el joven guerrero iniciará un camino de venganza contra Doom acompañado por un ecléctico grupo de amigos cuando reciba el encargo de rescatar a una joven princesa que ha sido atrapada por las garras de la secta.
El primer aspecto positivo a reseñar de la película (y por supuesto, del material en que se basa) es la decisión creativa de ubicar esta historia en la prehistoria en lugar de, como es habitual en este género, en la Edad Media. Como todo el mundo sabe, la prehistoria, por su lejanía cronológica y la ausencia de textos escritos, es un periodo mucho más desconocido que el medieval y, por lo tanto, uno que por su naturaleza encaja mejor en las narraciones de espada y brujería y en el que se ajustan de forma más natural elementos sobrenaturales. Acompañando a esto está el hecho de que la película se atreviera a abordar el mundo de la fantasía desde una perspectiva oscura y realista que no escapa de cuestiones como la violencia o el sexo, algo que a día de hoy nos es bastante habitual gracias a ficciones como Berserk, Canción de hielo y fuego o La saga de Geralt de Rivia, pero que en su momento resultó revolucionario para el género.
Aunque tradicionalmente siempre ha sido considerada esta película como una obra de serie B, jugando en una división similar a la de títulos de la época como Krull (Peter Yates, 1983) o El señor de las bestias (Don Coscarelli, 1982), en realidad está mucho más cerca de épicas como la trilogía de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-2003) en tanto que se atreve a realizar varias cosas que eran, hasta el momento, impensables en el género de la fantasía. En primer lugar, ha de mencionarse la valentía del director al apostar por un tono más oscuro y adulto para una película de este género, introduciendo escenas de sexo y de violencia que le dan a este mundo un realismo hasta el momento inexistente en otras películas similares. En segundo lugar, y más importante, es de reseñar como, al igual que la ciencia ficción hace con los contextos futuristas, esta película usa la fantasía para explorar temas profundos a través de personajes complejos.
Un tema fundamental para entender la película es, sin duda, la venganza. No es que la venganza sea un tema poco explorado por el cine, sin embargo, la originalidad de Conan, el bárbaro radica en que, en lugar de tratar de decidir si la venganza es algo bueno o malo, lo cual es totalmente absurdo, prefiere limitarse a entenderla como un aspecto más de la vida y de la naturaleza de sus personajes. La venganza, el deseo de retribución, es algo inherente a la condición humana, de forma similar a como el movimiento de rotación terrestre durando aproximadamente 24 horas es algo inherente al globo terráqueo. Es absurdo, por lo tanto, que una película que trate el tema de la venganza aspire a dar lecciones sobre si es buena o mala de igual manera que es absurdo debatir sobre si es algo bueno o malo que el día dure 24 horas. En lugar de eso, Milius trata este tema entendiendo que el deseo de venganza es propio del ser humano, y a través de su protagonista observa lo positivo y lo negativo de dicho deseo y, lo que es más importante, a través de él hace crecer a su personaje. Al inicio de la película, Conan está simplemente consumido por el deseo de matar a Thulsa Doom, sin embargo a lo largo de la cinta el personaje evoluciona y la enemistad entre ambos personajes se va haciendo más compleja.
Otro tema mayor de la película es el individualismo. Por individualismo, conviene dejarlo claro, no queremos referirnos a que la película presente cosas como el egoísmo o el comportamiento antisocial de forma positiva. Más bien, la visión sobre el individualismo que propone la obra nos lleva a la confrontación entre hombre y destino. Conan vive en constante conflicto con un mundo que parece haber impuesto sobre él un destino contra el que nuestro protagonista está en permanente lucha. Ya sean los esclavistas que le capturan al principio o la secta de Doom tratando de controlarle mentalmente, la lucha de Conan siempre es contra un mundo que intenta controlarle y dominarle, y es justamente ahí donde su lucha adquiere proporciones épicas. Porque Conan no lucha contra un mago malvado o un monstruo, lucha contra la tiranía del destino.
Visto esto no ha de sorprendernos, por lo tanto, el hecho de que hablemos de una película con un enorme talento detrás de la pantalla, con Oliver Stone escribiendo el guion y John Milius, que venía de escribir la obra maestra del cine Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), dirigiendo, algo que no ha de sorprendernos teniendo en cuenta que hablamos de una producción de Dino de Laurentiis, el legendario productor de cine italiano que siempre trató de mezclar en sus películas la vocación comercial con cierto nivel artístico. Milius nunca ocultó sus tendencias políticas conservadoras, que llegarían a su cenit cinematográfico dos años después cuando dirigiera Amanecer rojo (John Milius, 1984), pero que, curiosamente, caracterizó su carrera (o por lo menos los momentos más exitosos de esta) por trabajar en películas altamente políticas con otros creativos con posiciones políticas diametralmente opuestas, como Coppola o Stone. Y aunque el cine con mensaje político no era en los ochenta ninguna novedad, el director estadounidense lograría con la película que hoy nos atañe un logro solo a la altura de autores como Dalton Trumbo con Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) oEdward Neumeier y Michael Miner con Robocop (Paul Verhoeven, 1987): lograr que el mensaje político de una película no solo funcione a nivel temático, sino que también lo haga a nivel artístico.
Ya en su arranque, la película nos muestra al protagonista, Conan, como el hijo de una familia nuclear tradicional con los roles de sus integrantes claramente definidos que es destruida por el culto de Thulsa Doom. Esto, que puede ser algo totalmente anecdótico, tiene una lectura totalmente diferente en la época en que se rueda en esta película, finales de los años setenta e inicios de los ochenta, momento en el que Estados Unidos tiene la mayor tasa de divorcios de su historia (para referencia, cerca del doble de la actual) y en el que existe un temor genuino en el país por las consecuencias sociales que a largo plazo puede tener el crecimiento de familias monoparentales. El tema de la importancia de la familia tradicional y los riesgos de su desaparición (en especial para la nueva generación de jóvenes) es un tema que se toca de forma muy tangencial y desde luego menos profunda que en la otra gran película conservadora de éste periodo, El exorcista (William Friedkin, 1973), pero sin duda, la puesta en escena de la secta de Thulsa Doom, el gran antagonista de la película, es el epicentro del mensaje político de la obra. Ya desde la primera escena se nos muestra como este antagonista (que luego veremos qué representa a nivel político a ojos del director) supone una amenaza para los cimientos de la sociedad estadounidense: la familia nuclear tradicional.
En los primeros compases del largometraje, esta secta es mostrada como un ejercito violento compuesto de soldados. Sin embargo, cuando los vemos más adelante, casi no hay rastro de dichos soldados y en su lugar se ha convertido en un movimiento religioso que logra corromper la sociedad no mediante la violencia, sino mediante la ideología. Esto encapsula la evolución que, a ojos de la derecha norteamericana, tiene el izquierdismo. Si durante la primera mitad del siglo XX la amenaza del comunismo y el marxismo venía de una posible revolución violenta al estilo de lo acaecido en Rusia, la segunda mitad de la centuria observa una transformación de esta amenaza, que en lugar de confrontar por la fuerza a las sociedades capitalistas, se infiltra en ellas usando elementos como la cultura, los movimientos sociales o el intelectualismo. Esta transformación de la izquierda, que pasa de ser un enemigo militar en territorio extranjero a un enemigo ideológico y cultural en territorio domestico, se plasma en la visión que Milius da del culto de Doom, una visión que guarda enormes similitudes con el movimiento hippie, que a fecha de rodaje de la película ya estaba prácticamente extinto pero había dejado su marca en aspectos de la sociedad estadounidense como el aumento del antimilitarismo o el incremento exponencial del consumo de drogas. En la película, vemos como este culto está formado esencialmente por jóvenes (particularmente mujeres) de ideales pacifistas y sexualmente liberales que, sin embargo, profesan una obediencia ciega y tóxica a un líder que está dispuesto a sacrificar la vida de todos sus seguidores a capricho. Para Milius, este grupo representa el éxito tanto del movimiento hippie como, en un sentido más amplio, del marxismo en el universo cultural de las generaciones jóvenes occidentales.
Tal como sostiene el neogramscianismo, las instituciones, al igual que las personas, tienen una determinada ideología política que irradian hacia la sociedad. De igual manera que, por ejemplo, ciertas organizaciones económicas como el FMI o la OMC han trabajado durante la segunda mitad del siglo XX para implantar en la sociedad determinadas ideas y políticas neoliberales, a Milius no se le escapa que otras instituciones, como pueden ser las universidades estadounidenses han, durante el mismo periodo, hecho lo mismo con el neomarxismo y, así, inspirado por este fenómeno, construye un antagonista que supone una amenaza no por sus fuerza, sino por su capacidad de introducir en la sociedad sus ideas y corromperla desde dentro. Milius, al igual que Gramsci antes que él, descubre que el verdadero poder de sus enemigos ideológicos no está en la represión violenta, sino en la capacidad de usar como arma la ideología y, en consecuencia, construye una película en la que el antagonista no usa la fuerza bruta sino la manipulación.
Así surge Thulsa Doom, un hechicero que recurre a la magia y al control mental para hacer que sus seguidores hagan aquello que él ordena, y que funciona como una metáfora del nuevo soldado con el que el comunismo ataca Estados Unidos, que no es un militar ni mucho menos soviético, sino un intelectual, alguien que usa las palabras como arma y que impone su autoridad no mediante la fuerza sino mediante el adoctrinamiento y el engaño, una posición absolutamente definitoria de lo que será, a partir de los años ochenta, la conflictiva relación entre la derecha y el intelectualismo en Estados Unidos. Este movimiento, tal como vemos en la película, controla la sociedad a base de extender su ideología entre los jóvenes y hacer colapsar a dicha sociedad desde dentro, tal y como vemos cuando el Rey Osric le encarga que rescate a su hija y le confiesa que la joven no fue raptada por Doom, sino que se fue con la secta por propia voluntad después de que su cabeza se llenara con sus ideas (casualmente, otra familia tradicional rota por Thulsa Doom, empieza a ser un patrón).
Una película que no solo se ha convertido en un clásico de culto dentro de la fantasía, sino que hizo que el género dejara de ser visto como infantil.
Frente a ésta amenaza, Milius presenta a su protagonista, Conan como el arquetipo de héroe americano. Tal como argumenta Susan Jeffords en su libro Hard Bodies, el cine de la era Reagan se caracteriza por un retorno de protagonistas masculinos de acción que personifican elementos como el individualismo, el militarismo, la libertad y el heroísmo. La presente película pone esto de manifiesto al encarnar en su personaje protagónico dichos valores. Por un lado, tenemos a un guerrero extremadamente fuerte y capaz en el arte de la guerra que refleja el militarismo y la masculinidad del reaganismo. Más interesante si cabe es el tema del individualismo. Desde la cita inicial de Nietzsche hasta el momento en que Conan le reza a su dios guerrero para, acto seguido, culminar la oración mandándole al infierno si es que rehúsa prestarle su ayuda, todo en la película regresa a la idea del poder del individuo para enfrentarse al mundo. Este tema queda patente en especial en el tramo final. La secta de la serpiente, el antagonista principal de la cinta, se caracteriza por lavar el cerebro a sus miembros y robarles su libre voluntad y su individualidad a través del control mental. La forma en que, en última instancia, Conan derrota a Thulsa Doom, es logrando, gracias a su fuerza de voluntad, preservar su individualidad cuando éste trata de hipnotizarle en un desenlace que es una carta de amor al poder del individuo frente aquellas fueras externas que tratan de fagocitarle.
No menos interesante resulta, sin duda, la forma en que trata a las mujeres. Milius gesta esta película durante los últimos coletazos del movimiento conocido como Revolución Sexual, un fenómeno social que, como vimos en otros textos como en el que tratamos el rol de las mujeres en la saga de James Bond o en nuestra reseña de Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos, 2023), tenía un lado positivo, el de permitir que las mujeres pudieran experimentar su propia sexualidad de una forma más libre e independiente, pero por otro lado, también eliminaba determinadas normas sociales que protegían a dichas mujeres de situaciones peligrosas. El director estadounidense no escatima escenas de contenido sexual en la película que le permiten hacer una analogía con el momento que atravesaba la sexualidad en Estados Unidos en aquella época.
La película contrapone dos tipos de mujer. Por un lado, vemos a las seguidoras de Thulsa Doom, mujeres jóvenes y atraídas por los cantos de sirena de una secta que propugna ideales de libertad y amor, pero que demanda de ellas que pongan su sexualidad al servicio de dicha ideología y terminan siendo convertidas en esclavas sexuales del líder del grupo. Estos personajes se ven adoctrinados por una falsa libertad sexual que las reduce a poner su sexualidad al servicio de un hombre poderoso que anula su libre albedrío y las utiliza para su diversión en multitudinarias orgías, reflejando la triste realidad de las numerosas jóvenes estadounidenses que durante la década anterior, atraídas por la libertad sexual de determinados movimientos, terminaron siendo objetos sexuales de ciertos líderes de sectas, siendo Charles Manson quizá el más tristemente célebre, pero desde luego no el único. Por contraposición a esto, el modelo de mujer que Milius propone como positivo tampoco cae en la imagen que podemos tener de mujer tradicional. Muy al contrario, el interés romántico de Conan, Valeria, es una guerrera no menos mazada que el protagonista masculino y que de alguna forma captura el ideal femenino de la derecha occidental tanto ochentera como contemporánea, una mujer que huye del Ángel del hogar como de una reliquia del pasado y que lleva más allá su independencia y libertad, escapando tanto de las limitaciones de los roles tradicionales como de la alienación de las nuevas ideologías que propugna la secta de la serpiente (o sus equivalentes del mundo real) para, en su lugar, encarnar una versión feminizada de los mismos ideales que representa el propio protagonista masculino.
Pero las cosas que Milius aspira a decir sobre el género no se limitan a las mujeres, y la masculinidad es también un aspecto fundamental de la película. Es evidente que, desde las primeras escenas, Conan nos es presentado como un personaje hipermasculino. Contrariamente los hombres que vemos formando parte de la secta de Doom son, en su mayoría, bastante afeminados o incluso abiertamente homosexuales (cosa que el protagonista usa a su favor para infiltrarse). Curiosamente, esa misma secta está controlada por dos guerreros igual de hipermasculinos y casi tan fuertes como el propio Conan, por lo que no es el caso que el director estadounidense haga una diferenciación entre masculinidad tradicional y masculinidad alternativa entendiendo la primera como buena y la segunda como mala. Milius es más sutil, y nos da a entender que los modelos masculinos modernos que no encajan con los roles tradicionalmente asociados a los varones (protección, fuerza, etc.) generan a un tipo de hombre que, al no poder ejercer su rol social de protector (en este caso los seguidores de Doom), está indefenso frente a aquellos que sí tienen poder (en este caso, el propio Doom). La película, por lo tanto, identifica las masculinidades no tradicionales con una suerte de vulnerabilidad aprendida que beneficia no a quienes la aceptan para sí, sino quienes las promueven para otros pero no para sí mismos. En otras palabras, la visión de Conan, el bárbaro sobre la masculinidad se resume con una máxima: el hombre fuerte puede elegir entre la guerra o la paz, el débil (o blandengue, que diría El Fary) solo puede elegir la paz, generalmente en los términos impuestos por el fuerte.
Llegados a este punto, es imprescindible preguntarse el motivo por el que esta película es exitosa a la hora de canalizar todos estos mensajes políticos y hacer que funcionen no como un contrapunto a su faceta artística y narrativa, sino en tándem con ella. La respuesta es simple: Milius demuestra su habilidad y, en lugar de caer en la propaganda lisa y llana y, lo que es peor, en la alegoría de los mensajes políticos que como director quiere transmitir, recurre a deconstruir dichos mensajes hasta llegar a los valores subyacentes que hay debajo de esos mensajes, ya que, mientras que un mensaje es algo que funciona solo en un contexto concreto, los valores son universales. Pongamos un ejemplo, la película Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962) trata sobre el problema del racismo en EE. UU. de blancos a negros. Esto es un mensaje que puede funcionar en el contexto de la sociedad estadounidense, pero dirá muy poco, por ejemplo, a alguien que viva en la India, en donde la discriminación se produce entre personas de la misma etnia pero de diferentes castas, o en Afganistán, donde la discriminación se produce por motivos religiosos. Sin embargo, el valor que hay detrás del mensaje antirracista de la película de Mulligan, en este caso que todos los seres humanos han de ser tratados por igual, es universal y puede ser entendido igualmente por una persona estadounidense, afgana o hindú. Milius entiende eso y no hace en su película una analogía directa con sus ideas políticas o con los temas candentes de su época y país, algo que por un lado haría que el mensaje político se sintiera forzado, antinatural, anacrónico e incluso en conflicto con la historia que la película nos cuenta (como pasa en ciertas obras actuales), sino que va directamente a los valores que él entiende que hay detrás de esas ideas políticas (familia, libertad individual, honor, etc.) y que son universales, que valen tanto para los Estados Unidos de la era Reagan como para la Era Hiboria.
Dejando ya a un lado el aspecto político, con el que unos coincidirán y que otros denostarán, hablamos de una película prácticamente fundacional dentro del género de la fantasía en el sentido de que fue la primera en apostar de una forma exitosa por tramas oscuras y adultas, temas profundos y contenido desacomplejadamente violento. El estilo de dirección de Milius, si bien en ocasiones un tanto impersonal y genérico, acierta a la hora de apostar por una narración taciturna que nunca explica anda en demasía y que evita el uso excesivo de exposición y diálogos para, en su lugar, transmitir información a través de la narración visual. A ello hay que añadir una poderosa banda sonora a cargo de Basil Poledouris y unas interpretaciones excelentes de todo el reparto, en especial James Earl Jones.
Hace años disfruté de la oportunidad de conocer a un director que había dirigido una película protagonizada por Arnold Schwarzenegger cuyo título no diré, pero en la que algún que otro personaje termina soltando algo de vapor, y comentaba el buen hombre que Arnold, contrariamente a la opinión popular, puede ser un gran actor siempre y cuando el director sepa cuál es su registro. Evidentemente, cualquiera que pretenda que Schwarzenegger recite a Shakespeare mientras llora va a tener un problema, pero por otro lado es un actor que tiene una presencia, una fisicalidad y una capacidad de actuar con su corporalidad y sus gestos que le hacen un actor idóneo para este personaje. Además de ello Milius sabe perfectamente el tipo de actor con el que está tratando y adapta el guion de una forma en que sus debilidades actorales no solo no sustraen de la historia, sino que añaden a ella. Un ejemplo sería la escena en la que su amada muere y Conan la vela en silencio mientras otro personaje, llorando, dice «él es Conan, un cimmerio, no llorará, así que yo lloro por él». En lugar de intentar sin éxito que Schwarzenegger llore delante de la cámara, algo que no está en su registro actoral, la película recurre a una elegante solución para no solo solventar ese problema, sino además añadir profundidad y mithos al personaje y mostrar su dureza. Cine artesanal.
Conan, el bárbaro es una película que, sin aparentarlo, esconde un trasfondo profundamente político, pero que, independientemente de sus ideas, sienta cátedra sobre como los temas políticos han de ser tratados en el cine para evitar caer en la propaganda y, en su lugar, utilizarlos como un alimento para agrandar la calidad artística de la obra. Tal vez por esto, o simplemente por el talento de todos los involucrados en su creación, hablamos de una película que no solo se ha convertido en un clásico de culto dentro de la fantasía, sino que hizo que el género dejara de ser visto como infantil y, en su lugar, se entendiera que tenía el potencial de contar historias serias, adultas y con potencial artístico. Puede decirse que Conan, el bárbaro caminó para que, años después, obras como la trilogía de El señor de los anillos o Juego de Tronos (David Benioff, D.B. Weiss, 2011) pudieran correr.