La mayor parte de la gente ve la historia como una línea recta de continuo progreso, pero esto no es necesariamente cierto. Sí que pueden existir áreas concretas en las que el avance sea relativamente lineal, como la tecnología, pero por lo general, la historia humana es más bien de carácter cíclico. Y por norma, existen dos tipos de grandes ciclos. El primero de los ciclos es uno en el que una situación de relativa estabilidad y prosperidad lleva a un progreso acelerado de nuevas ideas y estructuras sociales. Estas nuevas ideas, tras una etapa en la que funcionan positivamente, comienzan a tener un impacto negativo en las propias sociedades que las han creado, llevando en última instancia a su colapso y a un periodo de crisis. En ese periodo de crisis existe un resurgir de determinadas ideas conservadoras y tradicionales que logran traer la estabilidad a dichas sociedades, sentando las bases para un nuevo periodo de prosperidad y una nueva repetición del mismo ciclo. En la historia tenemos ejemplos varios de esta dinámica, ya sea en la antigua Grecia, en la que el desarrollo de la Polis y la Democracia, tras un periodo de florecimiento, lleva a una crisis de la que se sale gracias al establecimiento por parte de Alejandro Magno de una monarquía tradicional; o incluso en el Imperio Romano, en el que, tras una etapa de apogeo, se produce una brutal crisis que lleva a toda Europa a abrazar fórmulas como el feudalismo para garantizar su supervivencia, y esto a su vez crea los cimientos sobre los que se edificaría el renacimiento, el cual a su vez también tiene su etapa de crisis y regreso a valores conservadores en el s. XVII. En otras palabras, el retorno a ideologías conservadoras es algo habitual en tiempos de crisis ya que estas tienen la capacidad de crear sociedades estables y funcionales que, a la postre, hagan posible el progreso y la creación de nuevas ideas, las cuales a su vez culminarán en una nueva crisis que hará el retorno a posiciones conservadoras, de nuevo, necesario. Siendo esto una ley no escrita de la historia, no es de extrañar que terminara abriéndose paso hasta el género de la ciencia ficción.
La ciencia ficción nunca ha estado escasa de distopías, y tal como ya exploramos en un artículo, el ciberpunk es a día de hoy, sin duda, la más habitual de ellas en películas, libros u otros medios. Esto no ha de sorprendernos si tenemos en cuenta que este subgénero nació en los ochenta como una reflexión sobre las inquietudes de esa época (desde cuestiones como el avance tecnológico hasta aspectos más políticos como la debilitación de las naciones frente a empresas y corporaciones cada vez más poderosas) y en épocas actuales se ha convertido casi en un reflejo del mundo en que vivimos, un mundo con Inteligencias Artificiales manteniendo conversaciones, megacorporaciones influyendo en la política internacional más que muchos países y, lo que es más importante, una degradación de muchos de los principios éticos que hasta ahora se habían considerado inmutables. Sin embargo, en los últimos años otro de los subgéneros de las distopías de ciencia ficción, uno bastante más olvidado que el ciberpunk, ha cobrado un sorprendente protagonismo en la cultura popular. Hablamos del neofeudalismo.
«Neofeudalismo» es una palabra polisémica, que en su vertiente política significa un escenario en el que las democracias liberales occidentales y los estados nación tal y como los conocemos desaparecen para ser sustituidos por poderosas instituciones privadas (por lo general grandes corporaciones multinacionales) que aglutinan a la población convirtiéndolos no en ciudadanos con plenos derechos, sino en trabajadores y consumidores al servicio de unas élites económicas. Sin embargo, a nivel cultural, refleja algo en parte similar pero de distinta naturaleza: un contexto futurista en el que la sociedad ha regresado a las formas propias de la Edad Media a nivel religioso, cultural, político y estético, si bien conservando las tecnologías futuristas. Mundos en los que hay reyes y siervos, castillos y teocracias pero también naves espaciales, pistolas láser y hologramas. Dos ejemplos perfectos de esto serían las novelas de Dune (y evidentemente sus adaptaciones cinematográficas) o la franquicia de Warhammer 40.000. A un nivel menos evidente de neofeudalismo tendríamos universos como el de Star Wars, en el que tecnologías futuristas conviven con sociedades con órdenes religiosas (los Jedi) o planetas con castillos, emperadores y princesas. Ya en épocas más recientes, Mad Max: Furia en la carretera (George Miller, 2015) o la novela Red Rising de Pierce Brown serían otros ejemplos de neofeudalismo. Incluso universos de ciencia ficción más tradicionales, como los de Star Trek o Mass Effect, introducen sociedades neofeudales, como los Romulanos o los Krogan respectivamente.
¿Pero por qué tiene tanto éxito un subgénero que en principio es contradictorio ya que une futuro y pasado? En primer lugar, una de las claves del neofeudalismo es su capacidad para unir dos tradiciones narrativas en principio diferentes. Por un lado, los relatos de ficción medieval (o histórica en general) que forman una buena parte de nuestro acervo cultural. Todos los países tienen algún tipo de narrativa de origen medieval (o anterior) que forma parte de su identidad cultural, ya sea el Cantar del Mio Cid en España, el Cantar de Roldan en Francia, las Sagas Nordicas en Escandinavia o la leyenda de Robin Hood en Inglaterra. Si nos vamos fuera de Europa, civilizaciones como la India o la China tienen textos incluso más antiguos, pero que representan el mismo patrón. Incluso en épocas recientes, obras como El Señor de los Anillos recuperan esas tradiciones. Pero en el siglo XX ocurre una cosa interesante. Cuando EE. UU. se alza como la nueva superpotencia mundial, nos encontramos con un país que carece de una historia medieval y de una cultura ancestral, por eso ha de crearla tomando prestadas estas narrativas para crear sus propias historias. Sin embargo, y al ser un país que nace prácticamente al mismo tiempo que la revolución industrial y que nunca ha existido fuera de ella, no ha de extrañarnos que la ciencia ficción sea el género estadounidense por excelencia (si exceptuamos a pioneros como H. G. Wells o Julio Verne, la ciencia ficción tal y como la conocemos hoy en día es un invento profundamente estadounidense). Y es precisamente ahí donde entra este género, historias que toman las narrativas de la ficción tradicional (héroes, reyes, princesas, imperios y castillos) de las tradiciones de otras partes del mundo pero les da un giro propio al introducir elementos tecnológicos y futuristas, combinando por lo tanto lo antiguo con lo nuevo para dar como resultado unas historias que ocupan el rol de las grandes narrativas épicas de nuestro tiempo. Muchas veces se dice que Star Wars es a Estados Unidos lo que la Odisea es a Grecia o El Señor de los Anillos para Inglaterra, y no le falta razón a esta afirmación.
Pero entrado con más profundidad en el subgénero, no podemos evitar fijarnos en cómo estas historias recogen, las más de las veces, arquetipos narrativos que ya existían en las literaturas tradicionales. A fin de cuentas, Star Wars es la historia de un héroe que ha de rescatar a una princesa, pero ambientada en otra galaxia. Dune es la historia de un joven príncipe que ha de recuperar su reino, pero transcurre en el futuro. Warhammer es la historia de las cruzadas pero con alienígenas sadomasoquistas. Y es que casi por naturaleza, las narrativas humanas siempre tienden a regresar a estas historias, aunque sea reinterpretándolas o actualizándolas a los nuevos públicos, ya que son precisamente esas historias las que transmiten determinadas enseñanzas, valores e ideas que resultan importantes para crecimiento del ser humano.
Pero el rol del pasado dentro del futurismo va más lejos de eso. De hecho, la ciencia ficción siempre ha sido particularmente cercana a elementos bastante tradicionales, como la religión y la espiritualidad. Matrix (Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1999) es quizá el ejemplo perfecto de ello, una película en la que una historia futurista con realidades virtuales y robots se mezcla con reflexiones espirituales, la filosofía platónica o influencias del zoroastrismo. Si luego ya nos vamos a clásicos de autor como Solaris (Andrei Tarkovski, 1972) la influencia de la religión y la espiritualidad es incuestionable. Incluso en otros medios, como los videojuegos, nos encontramos con historias futuristas que se detienen específicamente a tratar sobre la naturaleza y la existencia del alma humana y qué es lo que hay más allá de la muerte, como en el caso de Death Stranding o Cyberpunk 2077. Si se piensa detenidamente, tiene todo el sentido del mundo que la ciencia ficción sea uno de los géneros más abiertos a incorporar elementos tradicionales como la religión o la espiritualidad. A fin de cuentas, la religión es aquello que existe cuando el ser humano llega al límite de su conocimiento y necesita dar explicación a aquello que escapa a su comprensión. En un género como la ciencia ficción, que busca llegar más lejos que el límite del conocimiento científico actual, tiene sentido que cuando se llega a la frontera de lo que se pueda entender se vuelva a recurrir a aquello a lo que recurríamos cuando carecíamos de estos conocimientos. Si la espiritualidad es aquello a lo que el ser humano recurre para explicar aquello que no entiende científicamente, es lógico que cuando llega al final del camino de lo que la ciencia pueda explicar se recurra de nuevo a la espiritualidad.
Pero si esto puede explicar que la ciencia ficción tome prestados determinados aspectos, todavía no está claro por qué el neofeudalismo ha tenido tanto éxito en las últimas décadas, y es que en los últimos tiempos se ha visto un resurgir de este subgénero del que los dos exponentes más evidentes son quizá el enorme éxito de Dune (Denis Villeneuve, 2021) o el brutal crecimiento en todo tipo de medios (libros, series, videojuegos, etc.) que está experimentando actualmente la franquicia Warhammer 40.000. ¿Por qué motivo el público encuentra estas historias más cercanas ahora que hace treinta o cuarenta años? Quizá si observamos el lore de estos universos obtengamos una respuesta. Dune tiene lugar sobre el año 20.000, después de que el dominio de avanzadas tecnologías llevara a que los humanos pudieran conquistar toda la galaxia. Sin embargo, a consecuencia de los avances tecnológicos, los humanos crearon una serie de inteligencias artificiales y robots altamente avanzados (o máquinas pensantes, como se les conoce en el universo Dune) en las que delegaron todas sus tareas hasta que, hacia el año 10.000, se alzaron contra los humanos, iniciando una cruenta guerra que se saldó con la victoria humana en la Yihad Butleriana, un movimiento religioso y antitecnológico de guerra santa que aboga por la destrucción de todas aquellas máquinas pensantes que pudieran suplantar al cerebro humano. Es por eso que en este universo, los ordenadores han sido sustituidos por seres humanos que usan la modificación genética y la Especia Melangue para desarrollar capacidades de cálculo y computación similares a las de un ordenador y la sociedad se reconstruyó de una forma prácticamente medieval, con señores feudales que dominan planetas, un emperador galáctico que justifica su autoridad a través de la religión y un conjunto de creencias religiosas que limitan estrictamente el desarrollo tecnológico.
¿Y si el neofeudalismo fuera una respuesta a los problemas que plantea el futurismo tradicional? ¿Y si el regreso al pasado fuera la solución a los problemas que el futuro trae consigo?
El lore de Warhammer 40.000 es bastante similar. Tras expandirse por todo el universo por medio del uso de tecnología y de máquinas controladas por inteligencias artificiales capaces de crear cualquier objeto imaginable de la nada, la humanidad accidentalmente, y por culpa de su uso excesivo de la tecnología, abrió las puertas del infierno y liberó a un conjunto de criaturas malvadas que, unidas a la amenaza de los xenos (criaturas extraterrestes) destruyó casi por completo a la raza humana hasta que el Emperador de la Humanidad, un humano (presuntamente) con poderes psíquicos, creó un nuevo imperio de tipo teocrático para proteger a la humanidad de las numerosas amenazas del universo, pero que también supuso el regreso a una sociedad de carácter casi medieval, con estructuras feudales, una gran importancia de la religión e incluso una estética que remite a la Edad Media. En este universo la tecnología también está limitada, y es manejada por el Adeptus Mechanicus, una iglesia que controla todo el desarrollo tecnológico.
Puede parecer que estas similitudes son meras coincidencias, tal vez fruto de la influencia de Dune sobre los autores de Warhammer, pero lo cierto es que el esquema narrativo de un futurismo que regresa a un estado de feudalismo como consecuencia del colapso de una sociedad altamente tecnológica es algo que se repite en muchas de estas obras, desde El vuelo del dragón de Anne McCaffrey (que por cierto es una novela que daría para peliculón, ahí lo dejo) hasta Red Rising de Pierce Brown, pasando por el Honorverso de David Weber o la saga de Fundación de Asimov. ¿Y si el neofeudalismo fuera, precisamente, una respuesta a los problemas que plantea el futurismo tradicional, y en particular sus variantes más distópicas? ¿Y si el regreso al pasado fuera la solución que estos autores dan a los problemas que el futuro trae consigo?
Como recordarán de nuestro artículo sobre el ciberpunk, este subgénero planteaba esencialmente dos inquietudes sobre el futuro. Por un lado, una de las ansiedades del ciberpunk es que el avance tecnológico genere sociedades donde las empresas privadas canibalicen al estado nación y transformen a la sociedad en una distopía en la que una pequeña élite tiene el poder tecnológico, político y económico casi en su totalidad. Para ser honestos, ese es un temor que precede al ciberpunk y ya existía desde la excelente Metropolis (Fritz Lang, 1927), pero no es menos cierto que desde los años setenta y ochenta determinadas transformaciones socioeconómicas han hecho estas ansiedades extremadamente relevantes. Por otro lado, el segundo gran miedo del ciberpunk es algo más filosófico: la pérdida de humanidad a causa del transhumanismo. Es muy común ver en estas obras una mezcla entre ser humano y máquina que da como producto resultante algo nuevo que no es ni lo uno ni lo otro, ya sea esto en forma de máquinas que replican a los humanos hasta ser indistinguibles (o incluso más humanos) de ellos, como en Blade Runner 2049 (Dennis Villeneuve, 2017), humanos fusionados con máquinas hasta el punto de que resulta imposible delimitar cuando termina uno y empieza el otro, como en Robocop (Paul Verhoeven, 1987), inteligencias artificiales que se vuelven contra sus creadores, como en Terminator (James Cameron, 1984) o directamente humanos cuya consciencia es transformada en código digital e insertada en una realidad virtual, tal y como vemos en Matrix.
El neofeudalismo es consciente de estos dos temores, en parte porque son historias que generalmente transcurren después de que la sociedad haya llegado a estadios similares a los que vemos en las obras de ciberpunk. Todas estas historias tienen lugar en mundos que ya han pasado por etapas de transhumanismo, de desarrollo de tecnologías como la inteligencia artificial o el viaje espacial, y esas etapas han culminado en el colapso. Tal y como decíamos al inicio de éste artículo, un periodo de crisis lleva al retorno a ideologías conservadoras, y la ciencia ficción sigue este precepto al solucionar la crisis derivada del ciberpunk con el retorno a sociedades de valores e ideologías preindustruales, como puede ser la Edad Media, lo cual, en efecto, soluciona los dos grandes problemas de las distopías futuristas.
Por un lado, la cuestión social y económica en el que empresas privadas hipercapitalistas explotan al ser humano sin que este tenga a ningún estado ni institución política dispuesto a protegerle se soluciona con un regreso al sistema de estamentos en los que la sociedad se divide en Oratores (aquellos que se dedican a actividades religiosas y espirituales, así como a trabajos de carácter artístico, intelectual y cultural), Bellatores (aquellos que proveen protección a través de las armas al resto de la población) y Laboratores (aquellos que trabajan para proveer alimentos a los otros dos estamentos). A ojos actuales esta distinción en tres clases nos puede parecer un tanto ridícula, pero cobra todo el sentido si la entendemos dentro de un mundo en constante crisis. Cada una de las clases provee de algo a las otras dos, generando un equilibrio que, si en ocasiones es desigual, al menos garantiza la estabilidad social. Mientras que la gran corporación del capitalismo tardío que vemos en obras de ciberpunk se aprovecha del trabajo de la persona común sin darle nada a cambio (o dando lo menos posible) y solo busca maximizar sus beneficios, el señor feudal también se aprovecha del trabajo del campesino, pero a cambio está religiosa y moralmente obligado a proveerle de protección y de asegurarle un determinado nivel de bienestar. De esta manera, por ejemplo, la economía depredadora por parte de élites como la Tyrell Corporation que vemos en obras como Blade Runner (Ridley Scott, 1982) es sustituida en Dune (Denis Villeneuve, 2021) por otra en la que las grandes casas feudales, como los Atreides, tienen unas determinadas obligaciones y responsabilidades morales que incluyen garantizar su bienestar y su protección a cambio de su obediencia y trabajo. Un ejemplo sería la escena en Dune en la que Leto Atreides arriesga su vida para rescatar a los trabajadores de una cosechadora que está siendo atacada por un gusano, algo que sería impensable ver hacer a un personaje como Niander Wallace del universo de Blade Runner, ya que mientras el segundo vive en una sociedad capitalista en la que la relación con sus trabajadores es esencialmente monetaria, el primero vive en una sociedad que, aunque futurista, es de valores feudales y en la que, como señor, le debe a sus siervos protección dado que ese es su deber moral y su rol social.
Pero más interesante si cabe es la respuesta que el neofeudalismo da a la segunda de las inquietudes del ciberpunk: el transhumanismo y la desaparición del ser humano como resultado del borrado de las líneas que separan a hombre y a máquina. Esta ansiedad es particularmente relevante hoy en día dado que vivimos en una época en la que las inteligencias artificiales comienzan a ser capaces de imitar al intelecto humano, tenemos dispositivos conectados a internet que nos han transformado por completo a nivel psicológico y la tecnología empieza a experimentar con la idea de conectar el cerebro humano a microchips y ordenadores. Es una tarea difícil señalar cuándo la mezcla de tecnología y humanidad pone en riesgo la preservación de la propia naturaleza humana. Nadie en su sano juicio cuestiona que una persona a la que por algún motivo le falta una pierna o un brazo y recibe algún tipo de prótesis robótica para sustituir dicha extremidad, si bien técnicamente es un cíborg, sigue siendo un ser humano en sentido pleno de la palabra, y lo mismo puede decirse de alguien aquejado de algún tipo de parálisis cerebral a la que el implante de un determinado microchip en la médula o el cerebro le devolviera la capacidad de moverse. Sin embargo una vez que estos elementos tecnológicos sirven no para reparar determinadas lesiones y permitir a personas con algún tipo de discapacidad tener las mismas capacidades que un individuo ordinario, sino para ampliar o modificar sus capacidades y su consciencia más allá de lo que es inherente al ser humano, como vemos, por ejemplo, en el caso de Robocop, en el cual los implantes tecnológicos mejoran las capacidades físicas del individuo pero reducen su libre albedrío o El cortador de césped (Brett Leonard, 1992), en donde la realidad virtual modifica la inteligencia de una persona con una deficiencia intelectual más allá del límite de lo humano, es cuando el transhumanismo comienza a mostrar uno de sus grandes peligros: el del borrado del ser humano tal y como lo conocemos.
Tal y como hemos visto en el cine ciberpunk, estas modificaciones del ser humano suponen un riesgo, el de que a medida que, a través de la tecnología se añaden capacidades al ser humano, se termine eliminando aquello que le hace humano en primer lugar. Si en el mundo del ciberpunk se observa un desdén casi total por la naturaleza humana, a la que se la ve solo como algo que mejorar a través de la tecnología, en el mundo del neofeudalismo ocurre todo lo contrario, y a través de la religión existe una veneración hacia la naturaleza humana. La forma de luchar contra una ideología extremadamente materialista que ve al ser humano como un organismo inherentemente defectuoso y susceptible de ser mejorado a través de la tecnología es otra ideología que entiende que el ser humano tiene valor por sí mismo, y no ha de ser modificado de manera artificial porque la prioridad no es la mejora de sus capacidad, sino la preservación de su naturaleza. Mientras que los universos ciberpunk nos llevan a unos mundos en los que el avance tecnológico y el deseo de conseguir dinero ha llevado a la eliminación de todo límite ético, el neofeudalismo nos lleva a todo lo contrario, mundos en los que las consecuencias negativas de esta filosofía de vida han llevado a la creación de sociedades con férreos límites morales diseñados para proteger al ser humano de sí mismo.
Por ese motivo, es infrecuente encontrar en el neofeudalismo robots, ordenadores particularmente potentes o inteligencias artificiales, y todas las tareas propias de estas máquinas son realizadas, en cambio, por humanos que han sido desarrollados a tal fin. En Dune, mediante el uso de la especia, se crean seres humanos con grandes capacidades mentales que sustituyen a los ordenadores, mientras que en Warhammer los humanos modificados genéricamente conocidos como Space Marines. Si bien estos individuos son más fuertes, o más inteligentes que un ser humano ordinario, siguen siendo seres humanos en los que únicamente se ha agrandado una serie de capacidades que ya estaban ahí, preservando por lo tanto su naturaleza humana. En otras palabras, tanto en lo social, con el regreso a una economía y organización política medievalista y con gran influencia de la religión; como en lo humano, con el rechazo al uso de tecnología para transformar al ser humano, vemos en el retorno a estilos de vida y valores tradicionales una forma de sobrevivir a los horrores creados por el futurismo distópico. La solución a los problemas del futuro está en el pasado.
Es así que, a la postre, el neofeudalismo existe como una consecuencia del ciberpunk, como una representación de lo que hay después, de la clase de sociedad que el ser humano crea como forma de combatir los excesos del avance tecnológico y la degradación ética que vemos en el ciberpunk. El de Dune es la clase de mundo que surge cuando el ser humano rechaza el mundo de Blade Runner, cuando este colapsa y la única forma de los humanos para solventar la crisis derivada del avance tecnológico y de vivir en una sociedad distópica y sin principios es, como ha sido siempre a lo largo de la historia, regresar a una serie de valores tradicionales que den la oportunidad al ser humano de protegerse a sí mismo.
En conclusión, el neufeudalismo y el ciberpunk son dos caras de la misma moneda, el ciberpunk siendo una distopía en la que el avance tecnológico y la desaparición de ciertos límites morales llevan a una sociedad distópica y el neofeudalismo siendo el mundo que va justo después del ciberpunk, aquel que casi destruido por las consecuencias negativas del ciberpunk, revierte su curso y abraza un rechazo a la tecnología y unos férreos valores religiosos como estrategia de protección. Y dado que hoy en día vivimos en un mundo en el que el alzamiento de nuevas tecnologías amenazan más que nunca a la sociedad y a la naturaleza humana, ya sea por su sustitución (máquinas que hagan al ser humano obsoleto), por su imitación (tecnologías que sean capaces de hacer lo mismo que hace un ser humano sin que sea posible diferenciar a uno del otro) o por su transformación (implantación en el ser humano de dispositivos y tecnologías que transformen de forma irreversible su naturaleza), el neofeudalismo encaja con las ansiedades y preocupaciones de nuestro mundo de una manera excepcional, tal vez incluso ofreciendo una idea de cómo enfrentarnos a dichas amenazas de cara al futuro.