En el arte, desde el cine a la literatura, existen esencialmente dos formas de usar la ironía. Una de ellas, la más conocida por todos, es la de decir una cosa con la intención de que se interprete la contraria. Otra, más sutil, es la de usar el lenguaje propio de una determinada ideología o corriente de opinión para, de modo disimulado, lanzar una crítica o una burla a dicha ideología o corriente de opinión. Starship Troopers: Las brigadas del espacio (Paul Verhoeven, 1997) es un ejemplo evidente de esto, una película que, adoptando el lenguaje del cine bélico y de ciencia ficción, hace una crítica al hipermilitarismo y autoritarismo que en su momento voló por debajo del radar de gran parte de la audiencia. Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos, 2023) hace lo mismo con temas como los movimientos de liberación de las mujeres de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI o el conflicto entre clases sociales, adoptando en la superficie una estética y unos temas que parecen acercarse al feminismo y al socialismo para crear, en última instancia, una película con un original (y seguramente deliberado) mensaje conservador.
La película está protagonizada por Bella Baxter, una mujer que, tras morir estando embarazada, es revivida por el doctor Godwin Baxter al más puro estilo Frankenstein, quien le pone el cerebro del feto en sustitución del de la mujer fallecida y la trata como a una hija. Cuando el nuevo ayudante del doctor, Max, la conoce, se enamora rápidamente de ella y Godwin propone que ambos se casen, pero a medida que el cerebro de Bella crece, esta comienza a tener un creciente deseo de pensar por sí misma, tomar sus propias decisiones y conocer el mundo exterior, por lo que escapa de su prometido y su sobreprotector padre/creador con Duncan, un abogado siniestro y de comportamiento abusivo. La relación entre ambos no tarda en volverse insostenible, pero por el camino, Bella conoce a un amplio repertorio de personajes que la ayudan a crecer como ser humano.
Para bien o para mal, Lanthimos es un director con un marcadísimo estilo personal y toda su filmografía comparte un conjunto de rasgos específicos. Su última película no es menos y su marca como director no solo está presente, sino que se eleva a la máxima potencia. Una forma de entender el cine de Lanthimos es que el director griego, ya sea por medio de la puesta en escena, el guion o las interpretaciones, nunca tiene miedo de dejar claro que se está viendo una película y que el universo de su cine responde a su propia lógica, no necesariamente similar a la de la realidad, y que en ocasiones puede llevar a situaciones peculiares o absurdas. Este absurdismo cinematográfico se manifiesta, por ejemplo, en diálogos irreales y profundamente teatrales entre los personajes, que no buscan reflejar una comunicación verbal realista, sino que sirven como vehículos para caracterizar la psicología y el mundo interior de dichos personajes, o en la plasmación en sus películas de situaciones distópicas o irreales que, paradójicamente, invitan a la reflexión sobre cuestiones como la naturaleza humana o las convenciones sociales.
Pobres criaturas abraza este absurdismo, estando presentes todas las características del director que ya conocemos pero, además, añadiendo un estilo artístico y una puesta en escena extremadamente irrealista y que bebe de diferentes fuentes, desde el cine de terror clásico o el estilo gótico de Tim Burton hasta el kitsch lejanamente influenciado por directores como Almodóvar o Leos Carax. Lanthimos apuesta por el exceso absoluto con una estética recargada que acentúa el carácter de fábula y de irrealidad de la película, y que si bien por momentos hace alarde de una refrescante originalidad, al final se termina haciendo un poco cargante y hasta gratuito, máxime cuando, en una película tan llena de ideas, personajes y temas, esta preocupación por una estética extravagante y recargada termina por momentos estorbando más que aportando a la historia. Sin duda habrá un público que disfrute profundamente de esta desmesura visual, pero por lo general esta obsesión con una estética barroca resulta excesiva y, hasta cierto punto, superficial. Esto no desmerece, por otro lado, las virtudes de Lanthimos en la silla de dirección, que son enormes. Como es habitual en sus obras, el director griego se apoya en tiros de cámara amplios, usando los primeros planos solo cuando es plenamente necesario, y se maneja excelentemente en el blocaje de los actores y la composición de los planos y los movimientos de cámara haciendo de cada secuencia una rica experiencia cinematográfica. A ello hay que añadir un manejo ejemplar del ritmo cinematográfico, dando el director seguramente su película más divertida y accesible al gran público de toda su carrera, y que en ningún momento da lugar al aburrimiento.
Mención especial merecen las escenas de contenido sexual (enormemente abundantes en la cinta) que han recibido el grueso de las críticas de los detractores de la película, siendo tildadas de cosificantes por algunos críticos (un pragmático descalificativo que, curiosamente, puede utilizarse para, potencialmente, cualquier escena que incluya un desnudo). Lo cierto es que, fuera del aspecto provocativo, estas críticas tienen muy poco recorrido cuando se observan las susodichas escenas con ojo cinematográfico, las cuales nunca caen en el pseudoerotismo innecesario, siendo en su lugar rodadas de una forma, por lo general, sobria y sincera, sin manierismos innecesarios y siempre respondiendo a las necesidades de la historia. Incluso se podría añadir que la sensibilidad y la solvencia como narrador de Lanthimos queda patente de forma especial en estas escenas, que en lugar de sentirse superficiales, están rodadas de forma tal que lejos de percibirse como gratuitas, aportan un valor narrativo y artístico al conjunto de la película que resulta imprescindible para que funcione.
La importancia del sexo en esta película radica en su conexión metafórica con los temas esenciales que trata el largometraje. Pobres criaturas es, en esencia, una fábula sobre la naturaleza humana, sobre la aventura de una protagonista que transita de niña a adulta pasando por la adolescencia y las demás etapas de la vida, y que crece a medida que descubre y se adueña de su propia sexualidad. Su pérdida de la inocencia es paralela a su adquisición de verdadera libertad, y esa es justamente la historia que el director nos cuenta mediante las escenas subidas de tono, pero también mediante su relación emocional con los diferentes personajes masculinos (y femeninos) e incluso (y principalmente) mediante las diferentes decisiones que el personaje toma a lo largo de la trama y que atestiguan su transformación. Parafraseando a Nietzsche, a lo largo de la película Bella se convierte en quien realmente es y no en quien el resto del mundo quiere que sea.
Una película que, con sus imperfecciones y sus excesos, sabe como invitar al espectador a la reflexión y escapa de los simplismos.
Por otro lado, hablar de Pobres criaturas es hablar de Emma Stone, que ofrece una de las grandes interpretaciones, sino la mejor, de su carrera, retratando con un universo de matices a este peculiar monstruo de Frankenstein. La actriz logra capturar las sutilezas de los diferentes estadios por los que su personaje atraviesa a lo largo de la cinta, desde la inocencia de la infancia en las escenas iniciales hasta su madurez en el tramo final. Es de admirar que la actriz logre aunar en el mismo personaje a una protagonista que en todo momento se siente coherente pero que a la vez atraviesa una grandísima transformación. El resto del reparto está a la misma altura, siendo particularmente destacables un más que correcto Willem Dafoe y un sorprendente Mark Ruffalo, que se aleja de sus roles habituales para darnos a su personaje más interesante de los últimos años.
Pero Lanthimos no sería Lanthimos si no usara el cine para abordar uno de los grandes temas de su filmografía, la opresión sobre el individuo por parte de la sociedad. Si bien este ya ha sido explorado de una u otra forma en gran parte de su filmografía, desde Canino (2009) hasta Langosta (2015), en su última película le da un giro de tuerca y nos muestra a un personaje que a medida que evoluciona está en un diálogo constante con el mundo que le rodea, ya sea rebelándose contra él, tratando de cambiarlo o simplemente entendiéndolo y aprendiendo. Que crece como ser humano a raíz de sus conflictos con el mundo exterior. Y es que si se analiza la película, es evidente que Lanthimos hace, a través de la metáfora, una lectura un tanto satírica de los últimos sesenta años de movimientos de liberación sexual femenina. Conocemos a la protagonista siendo una menor de edad perpetua bajo la tutela de una figura paterna sobreprotectora y autoritaria que toma por ella todas sus decisiones vitales en una metáfora no demasiado sutil de la mujer en las sociedades tradicionales. Tras esto, Bella es seducida por los cantos de sirena de otros hombres (en este caso Duncan) que vendiéndole la moto de la libertad y la exploración de la sexualidad, se aprovecha de ella y la somete a una relación abusiva, tal como hicieron con una generación de mujeres los Hugh Hefner, Charles Manson y otros Duncan de la vida real.
La interpretación de la segunda mitad de la película es, si cabe, más interesante. Una vez que Bella toma el control de su propia sexualidad, decide prostituirse. No solo eso, sino que esta prostitución se plasma en la película como un triunfo del personaje, el momento en que alcanza la verdadera independencia y la madurez intelectual. ¿Está Lanthimos haciendo una defensa del trabajo sexual como la máxima expresión de la libertad sexual? ¿Muestra su pesimismo hacia un empoderamiento femenino que desemboca en el prostíbulo? ¿Ambas quizá? La película prefiere dejar que el espectador se haga preguntas antes que dar mascadas las respuestas. Donde sí da respuestas de forma bastante contundente el director griego es en su tramo final. Durante toda la película, Pobres criaturas se siente bastante cómoda con un discurso de aparente corte feminista sobre el empoderamiento femenino y la liberación sexual de la mujer, sin embargo, en el tramo final, cuando Bella ha alcanzado su pleno desarrollo intelectual, rechaza este camino y esta vez por decisión propia, se reconcilia con su sobreprotector padre y acepta la vida que al inicio de la película este le quería imponer porque comprende que es lo mejor para ella. Desde luego hay una diferencia notable entre elegir un camino o recorrerlo solo porque ha sido impuesto, pero el hecho de que el proceso de crecimiento de la protagonista termine precisamente con ella abrazando el estilo de vida que la película, en principio, identifica como patriarcal (y lo que es más, abrazándolo por voluntad propia tras haber realizado un viaje de autodescubrimiento) da cuenta de como Lanthimos juega con el espectador para poner en su mente ciertas ideas mientras, aparentemente, está diciendo lo contrario.
En otras palabras, en su último acto, la película se deshace de la retórica feminista con la que había coqueteado hasta ese momento y en su lugar ofrece un desenlace de corte conservador, casi como si a través de esta película, Lanthimos mirase con pesimismo las últimas décadas de idealismos sociales de Occidente y, tirando de cinismo, usase el lenguaje de las ideologías progresistas para explicarle a esas mismas ideologías progresistas que la solución a sus problemas actuales están en no otro lugar que en el retorno, no sin matices, a unas posiciones más conservadoras. Una tesis con la que el espectador puede o no coincidir, y con la que no es necesario hacerlo para disfrutar de la película al igual que no hace falta ser comunista para disfrutar de El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925), pero que sin duda ofrece una conclusión provocadora para una película de naturaleza igual de provocadora.
Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, siempre ha sido una de mis novelas inglesas del siglo XIX favoritas, y paradójicamente, siempre ha sido una de las que más me ha frustrado cuando se ha llevado al cine, ya que generalmente ha sido malinterpretada como una historia de terror cuando, en verdad, es un tratado sobre la naturaleza humana disfrazado de novela. Curiosamente, es la adaptación de otra obra (aunque evidentemente inspirada en el trabajo de Shelley) la que ha terminado haciendo justicia al libro de Shelley. Pobres criaturas es una película compleja, con varias lecturas y que está hecha para provocar y polarizar al público. Pero lo más importante, es una película que, con sus imperfecciones y sus excesos, sabe como invitar al espectador a la reflexión y escapa de los simplismos. Una cinta que aborda numerosos temas, desde la sexualidad hasta la relación entre individuo y sociedad, y que seguramente aquellos que la vean dentro de una década entenderán y apreciarán más de lo que la apreciamos los que la vemos hoy en día.