El 1 de septiembre de 1975 se estrena El Exorcista en España, dos años más tarde que en Estados Unidos. Del revuelo que se formó en torno a ella, por aquel entonces, se sabe tanto por círculos más abiertos que publicaban noticias de desmayos, infartos y ambulancias apostadas a las puertas de los cines; como más íntimos o familiares que relatan experiencias de impacto y congoja, incluso de noches en vela, que muchos prefieren no remover demasiado. Hoy, desde la perspectiva más fría y cómoda que ofrece la actualidad, cabe plantearse si el tiempo no ha hecho de las suyas desfigurando esas experiencias. Si todo son habladurías o exageraciones de gente supersticiosa con facilidad para el asombro. O puede que tal vez la vara de medir del terror vaya encogiendo a medida que pasan los años. Es curioso, porque la temática de la obra de William Peter Blatty, llevada a la pantalla por William Friedkin, también podría presumir de tales polémicas.
En cualquier caso, poco importa eso, teniendo en cuenta su repercusión y la innegable respuesta emocional de su público que refleja algo más allá de la supuesta veracidad de unos hechos que fácilmente pueden ser tergiversados. Y es que esta película, definida por su director como «una parábola sobre el cristianismo y la eterna lucha entre el bien y el mal», nos habla no tanto de la realidad sino de la verdad que esconden aquellos sucesos que, por su extraña naturaleza, rallan a nuestra comprensión. Suponiendo, incluso a día de hoy, una prueba de impacto para el espectador, magníficamente diseñada en torno a tres pilares que nutren su historia: la perspectiva desde la que se nos plantea, el ambiente que la envuelve y los personajes que la habitan. Tras cuarenta y cinco años de su estreno en nuestro en país, merece la pena pararse a contemplar y comprobar por uno mismo la solidez de esos pilares que han sostenido este clásico inigualable, sinónimo del terror más puro que se puede experimentar a través de una pantalla de cine.
Perspectiva
El Exorcista supuso un cambio dentro del cine de terror de la época al ser de las pocas obras del género que se tomaba concienzudamente en serio a sí misma. Con esto nos referimos, entre otras cosas, a que carecía de esa típica sensación de autoconsciencia que suelen tener los personajes de estar, de alguna manera, dentro de una película de terror. De hecho, en muchas producciones actuales y pasadas de la supuesta misma temática, simplemente hace falta que un lápiz se deslice solo por la mesa para pedir cita con el clérigo más cercano.
La obra de Friedkin deja a un lado todo eso, centrándose pacientemente en recrear, de base, un ambiente lo más próximo a la cotidianidad que todos conocemos, donde al espectador no le cueste trasladarse, para ir difuminando sutilmente los límites de la realidad y la ficción. Lo cual no es algo que se aborde simplemente a nivel técnico, sino que también toca a la construcción de relaciones sociales que nos resulten próximas y apacibles, como la familia y los vínculos que la unen. Este ambiente acogedor, cálido y jovial, donde las cosas brillan por su simpleza, resalta por ejemplo en aquella escena en la que Chris MacNeil (Ellen Burstyn), la madre de la joven Regan (Linda Blair), organiza una fiesta en su casa donde se reúnen todas sus amistades con la intención de disfrutar de una maravillosa velada en la que charlar, brindar y entonar alegres melodías acompañadas al piano. Así de bella es la vida, hasta que el plano se abre y Regan hace su aparición. Tras una fría sentencia de muerte y algo de orina sobre la alfombra, las sonrisas se apagan.
Cuando la amenaza se torna un absurdo a ojos de los demás y de uno mismo, el terror experimentado no difiere demasiado del de volverse loco.
De esa intrusión parte todo: el mismo Mal entrando inesperadamente y de manera despiadada en tu hogar, ante la mirada perpleja de aquellos que ven rota su cotidianidad. Algo que a su vez podría extrapolarse a la pobre Regan que sufre otro asalto brusco a su intimidad y autogobierno, demostrando que El Exorcista concibe el término «posesión» desde múltiples dimensiones, más allá del espectáculo de vómitos verdes y cabezas giratorias. En cualquier caso, este asalto, que ya supone un gran impacto emocional, cobra todavía más fuerza cuando sus personajes reaccionan ante él de forma corriente, lógica y desde luego, nada cínica. Como todos haríamos en una situación similar, se recurre a remedios, consultores y métodos actuales, basados en la evidencia científica, para progresivamente ir descubriendo que todas las soluciones que podrían suponer un consuelo aquí no son válidas. Puede que el problema que se plantea en la película resulte exagerado o poco creíble, pero desde luego deja en evidencia la innegable existencia de los límites de aquello en lo que confiamos ciegamente. Cuando la amenaza se torna un absurdo a ojos de los demás y de uno mismo, el terror experimentado no difiere demasiado del de volverse loco. Y eso, cuando menos, es inquietante.
Ambiente
Pero para inquietante, su atmósfera. El Exorcista no es de susto fácil y tono ligero, ni por asomo. Friedkin, que para entonces ya había dirigido la remarcable The French Connection, contra el imperio de la droga (1971), era más de construir ambientes cargados, densos, pesados que de manera progresiva, muy sutil, fueran asfixiando a los personajes y al espectador, sin tener apenas momentos donde descargar la tensión. Buena prueba de ello es su montaje, que se para lo justo y necesario en alertar de la presencia de lo extraño, dejando que sea el espectador quien ahogue un grito y maneje su inquietud ante lo que él ha podido ver y el personaje no. Desde luego es envidiable la sutileza de esta película. Una virtud que se pierde con facilidad en este género, pero que aquí abarca desde las ideas sonoras, que incluyen tenues sonidos de un enjambre de abejas durante parte del metraje para mantener inconscientemente alerta al espectador, hasta la estudiada disposición y delimitación de las localizaciones que les hacen cobrar entidad propia (recordemos aquella empinada escalera).
De los efectos prácticos de El Exorcista se ha hablado bastante, no sin razón, al suponer una de las claves de su impacto. El vómito hecho a base de puré de guisantes, los arneses que lesionaron irremediablemente la espalda de Ellen Burstyn o la cámara frigorífica en la que se recreó el cuarto de Regan para aquel tercer acto donde el vaho de los curas era real. Sin embargo, poco se habla de la concepción visual de esta película y de su arte a la hora de saber qué mostrar y qué no. Friedkin quiso que su obra luciera con fuertes contrastes lumínicos, con escenas plagadas de luz y otras sumidas en la oscuridad, con tal de hacer honor a aquella lucha entre el bien y el mal que antes mencionábamos. Sin distinción temática entre ellas realmente porque el Mal que aquí plantean es una constante desde el principio, que va cogiendo una forma más definida a medida que avanza la película. Esto solo es posible gracias al conocimiento profundo de la fuerza que pueden tener determinados símbolos y de la naturaleza de lo grotesco. En definitiva, de saber qué es lo que nos cuesta mirar, usado como arma no recreativa, sino provocadora, que llama a la incredulidad del público. Permitiendo que imágenes como el tintineo de una bombilla resulte perturbador en un principio pero que te lleven a la desesperación cuando se transforma en «la cochina de tu hija» masturbándose con un crucifijo.
Personajes
Y sí, lo de Linda Blair es de otro mundo. Uno de estos macabros milagros que pasan una vez cada sexenio, capaz de llevar casi todo el peso interpretativo de una obra maestra a la tierna edad de doce años. Dotada de una madurez que de momento no ha tenido igual, era, como comentan muchos del equipo, una niña amable y simpática que pedía un heladito en los descansos y que cuando escuchaba «¡Acción!» se transformaba rápidamente en el mismo Demonio. No se le puede quitar mérito a semejante trabajo, aunque la Academia por aquel entonces opinase lo contrario. Sin embargo, aparte de la escalofriante interpretación de Blair, El Exorcista ejerce una concisa búsqueda de la humanidad en las interpretaciones de sus demás personajes. Una búsqueda que incluyó en su reparto un gran elenco de sacerdotes reales e hizo uso de métodos más que cuestionables por parte de Friedkin, armas de fuego y bofetadas por medio, pero que se podrían justificar hasta cierto punto, visto el apabullante resultado. Porque lo humano, alejado de lo divino, es débil, y es de nuestras debilidades de lo que trata fundamentalmente esta obra. Del amor que sentimos por nuestros seres queridos y del inseparable dolor que nos produce el verlos sufrir, más aún si nosotros solo podemos limitarnos a observar. También nos atormenta recordándonos las decisiones que nos corroen y las dudas y la falta de consuelo que nos asalta en torno a nuestro desesperanzado devenir. Encarnar todas estas flaquezas puramente humanas solo fue posible gracias a la empatía que desprende Ellen Burstyn como Chris MacNeil y al aura lúgubre, seca pero también piadosa del Padre Karras, interpretado por un no muy conocido Jason Miller.
Por otro lado, y aunque Blair, Burstyn y Miller sean los platos fuertes del reparto, también merecen especial mención el joven pero envejecido Max von Sydow como el icónico Padre Merrin, archinémesis del Mal, y Lee J. Cobb como el Detective Kinderman que tendría un papel más protagónico en la interesante y pionera en muchos sentidos El Exorcista III (William Peter Blatty, 1990) aunque ahí sería interpretado por George C. Scott.
En definitiva, El Exorcista perdura en nuestros días por múltiples razones que hacen de ella para muchos la mejor película de terror de todos los tiempos. Y esto último no es una exageración, dado que el aura atemporal de esta película se debe a que, muy sabiamente, aborda sus temas como temas trascendentales y, por ende, no responden a un tiempo concreto sino a todos. El terror que desprende emana directamente de nuestra condición humana y por tanto perdurará mientras sigamos siendo lo que somos.
En el sabio e importantísimo prólogo de esta película vemos cómo en las ruinas del lejano norte de Irak, el cansado padre Merrin se sorprende al descubrir la presencia de un mal antiguo, oculto bajo la tierra, cual serpiente ancestral. El miedo le envuelve y expone sus debilidades obligándole a tomar una de sus pastillas, aún con las manos temblorosas. Sabe que el momento se acerca. El ambiente se enrarece y las miradas acechan siniestramente. El silencio domina. Y de repente, el tiempo se detiene. «Desearía que no tuviera que acudir». «Es algo que debo hacer». Así, el anciano sacerdote parte solitario hacia el desértico campo de batalla donde le espera su inevitable enemigo. Aún lastrado por el agotamiento, está preparado para un nuevo asalto dentro de una lucha que no entiende de épocas. Una vez más. El dolor y el alivio. La incredulidad y la fe. El miedo y la esperanza. El Bien y el Mal.
Confrontados.
Eternos.