Wendy
Un góspel salvaje y desesperado por perpetuar la infancia

País: Estados Unidos
Año: 2020
Dirección: Benh Zeitlin
Guion: Benh Zeitlin, Eliza Zeitlin
Título original: Wendy
Género: Fantasía, Drama
Productora: Cinereach, Department of Motion Pictures, Court 13 production
Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen
Edición: Scott Cummings, Affonso Gonçalves
Música: Dan Romer
Reparto: Devin France, Gage Naquin, Gavin Naquin, Yashua Mack, Shay Walker, Tommie Lynn Milazzo, Lowell Landes, Ahmad Cage, Romyri Ross
Duración: 112 minutos
Festival de Sitges: Sección Oficial (2020)

País: Estados Unidos
Año: 2020
Dirección: Benh Zeitlin
Guion: Benh Zeitlin, Eliza Zeitlin
Título original: Wendy
Género: Fantasía, Drama
Productora: Cinereach, Department of Motion Pictures, Court 13 production
Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen
Edición: Scott Cummings, Affonso Gonçalves
Música: Dan Romer
Reparto: Devin France, Gage Naquin, Gavin Naquin, Yashua Mack, Shay Walker, Tommie Lynn Milazzo, Lowell Landes, Ahmad Cage, Romyri Ross
Duración: 112 minutos
Festival de Sitges: Sección Oficial (2020)

Hablamos de inocentes. Una niña precaria sostiene casa, economía familiar y hermanos sola con su madre. Huye de la inminente asfixia de la vida adulta. La comprende el niño negro en tierra racista. Juntos nos apelan a cuidar los sueños y la naturaleza.

La crítica de habla inglesa depositaba en Benh Zeitlin altísimas expectativas tras su exitosa Bestias del sur salvaje (2012) y ha vapuleado esta nueva obra, a la que acusan de ser una muestra del sueño de alguien que ni comparten los demás adultos ni es recomendable para niños. Claramente, se trata de una de esas obras filmadas desde lo más personal, desde la absoluta pasión, con un gran cuidado en la imagen que a cierto público puede recordarle a Terrence Malick pero que tiene, tanto en lo estético, como en el sufrimiento y el trastorno y en todo lo perturbador del relato, sin duda alguna, grandes dosis de Terry Gilliam. Si bien es cierto que la narración pierde el ritmo hacia mitad del segundo acto, enredándose en la vida contemplativa y los juegos infantiles destructivos porque sí, sería demasiado injusto que el precedente de la obra popularísima devorase las vísceras de esta más que válida revisión del Peter Pan de James M. Barrie, puesto que al margen de la reivindicación feminista y negra anti Trump, respeta y remueve esa serie de sentimientos universales de la lectura original. Pero además pone el dedo en la fea llaga del sectarismo implícito en ciertas corrientes pseudo psicológicas del mundo occidental, muy en boga actualmente, y tan cuquis y monetizables como pilares del capitalismo más voraz.

Mamá ha roto tu taza de nubes rosas, como a ella le rompieron la suya. La Wendy de esta versión apenas llega a la barra del bar de su madre, pero ya lleva con soltura la bandeja, esquivando a sus animalescos hermanos gemelos, que son un huracán de continuas carreras, platos rotos, risas y más suciedad y desorden con el que ellas dos deberán cargar. Además de tener que encargarse ellas de solucionar sus estropicios, sabemos tan fuerte el vínculo entre los gemelos que ella no encuentra un igual en su día a día: a menudo se ve excluida de sus juegos o desmerecida en sus habilidades para la aventura. Siendo menor que ellos, se solidariza con su madre sola y arrima el hombro para tirar de la casa, la economía y la familia. Está en el camino de convertirse en su reemplazo. Cuando se le revela que su madre, a su edad, apuntaba a sueños de futuro fantásticos y emocionantes, se le truncan las esperanzas en los misterios de su porvenir como adulta. Esa dolorosa ruptura de la inocencia la lleva a aferrarse a la infancia, querer congelar su proceso de crecimiento. Y nos debería recordar lo atroz que es el trabajo infantil y que aún existe en muchos países. Y que es lo que permite que mucha gente en Occidente esté renovando móviles y vestuario cada dos por tres.

Captura de Wendy.

El paisaje es el de la Louisiana aldeana, obrera, y cerrada, la etiquetada como red neck  y que podríamos ubicar como contemporánea de un Tom Sawyer o un Huckleberry Finn que se ocultan entre los trigales y surcan los mares. No solamente nos localizan en esa época los cortes de pelo y las ropas: es la expresión en la cara de Wendy y sus hermanos cuando toman el tren hacia Nunca Jamás: su encuentro con Peter Pan deja patente que es la primera vez que ven a un niño negro. En semejante entorno, ¿qué otra clase de niño iba a conservar tal comunión con la naturaleza y ese ansia por reivindicar su derecho a la infancia? ¿Cómo no patalear contra el absurdo mundo adulto y también racista? Sí, un Peter Pan negro en la época que el KKK estaba dándolo todo con su basura. Y es todo un carismático líder. Muy elegante y digno pese a no tener camiseta, ataviado con la chaqueta de los domingos, la de la misa y el coro de góspel, la de ir a escuela (en su caso, la de la vida). Puede ser el uniforme de un dirigente político, de un Malcolm X guiando al pueblo volcado en cánticos —góspel— de fe. Del mismo modo que puede encarnar al predicador sectario y la inflexibilidad de las normas de su anarquía, en una metáfora de lo infecto del poder y lo brutal de un mundo superpoblado de testosterona: en la convivencia asalvajada, empieza a primar la fuerza bruta como fuente de credibilidad, sin llegar a la gravedad de El señor de las moscas de William Golding, a lo que contribuye que apenas hay alguna niña más que Wendy haciéndose valer y el pensamiento supersticioso/mágico —también presente en dicho libro—.

Retrata las dependencias emocionales y sus alteraciones con la agonía que realmente implican. Mostrando que eso tan deseable a veces —y tan de moda— del desapego no es para nada tarea fácil.

Wendy y sus hermanos son criados en el blancor más aislado e ignorante, el que demoniza el tono de piel que les es ajeno, artífice de perlas imperecederas como ese «es que nos vienen a quitar el trabajo (y a acostarse con nuestras mujeres, a robar…)» que aún plagan Europa y la América blanca. Por eso, su primera reacción ante Peter es de temor. Pero pronto se vuelcan en su recuperada esencia, libre y salvaje. En los siete años que le ha llevado al director rodar su soñada película, da como para empaparse de rechazo al presidente más tonto —y de los más dañinos— de la historia estadounidense. Uno cuyo tratamiento de la diversidad racial ha regresado, claramente, a la época en que se ambienta este filme —más de lo que la gente ética esperaría del siglo XXI—.

No, esta no es una película de ni para peques. Aquí las criaturas son la cámara: esta les sigue con la lengua fuera en sus arrebatos de euforia atlética, pero además constituyen los ojos que retratan el bodrio de vida adulta que llevamos como sociedad: detectan a nuestro alrededor esa trampa que nos envejece y corrompe, y a la que podríamos bautizar como Islas de Productividad y Amargura. Un mundo en que una madre no tiene tiempo de contarle cuentos a su hija, es una mierda: hablemos con propiedad. Tanto peor si las responsabilidades que te arroja la sociedad hace que ella se relacione con su hija como si fuera adulta, con las misma expectativas puestas en ella, la única salida es huir a vivirlos ella misma, como la bandada de pájaros que, entre otras metáforas naturales de la fotografía, dibuja ese vuelo. Y el trote hacia la aventura es musicalizado con potentes marchas de chelos marciales, delicia obra de Dan Romer en conjunción con el propio director. El mensaje pretende ser de una trascendencia y tristeza con la que no conviene deprimir a la chiquillada. Por mucho que el final abrace que toda criatura va a tener que pasar por ese proceso y que la niña (que es Wendy o una misma) perdura viva en el interior mientras haya esperanza. Pero sobre todo, mientras seamos capaces de conservar el vínculo con las amistades más importantes concebidas en la infancia y el amor y respeto a la naturaleza, que aquí se contempla como algo inherente a la infancia que se diluye hasta desaparecer en la vida adulta.

La pérdida como tal — sea de la amistad o la defunción de un ser querido— son acertadamente representativas del envejecimiento súbito, de la muerte de una parte de nuestro ser. El duelo más desgarrador es terriblemente puesto en imágenes muy gráficas que, sí, podrían traumatizar a un niño. Y a un adulto que no soporte esta clase de visiones. Pero resulta en una hábil transformación de personaje y no muestra nada que no hubieran narrado ya los cuentos de la tradición oral, tan amantes de los detalles sádicos. En ese aspecto, obra sin paños calientes. Lo que concuerda con cierto poso anti-mindfulness que puede extraerse de todo ese refugio en la nube engañosa del «siempre positivo-nunca negativo» de tintes sectarios y que parece huir de afrontar los duelos y los dramas, sentirlos, llorarlos y procesarlos al ritmo que requieran. Ahí no hay infantilismos que valgan. Retrata las dependencias emocionales y sus alteraciones con la agonía que realmente implican. Mostrando que eso tan deseable a veces —y tan de moda— del desapego no es para nada tarea fácil. Y según en qué tipo de vínculos tan biológicos como emocionales, ni siquiera natural.

La pérdida que más miedo podría dar es la de Madre: la gigantesca criatura abisal responsable de la preservación de lo salvaje y libre de la infancia: la naturaleza, la vida en estado puro. Y si no se cuida, su ira será como la de mamá cuando te portas mal y está hasta arriba de trabajo; como la erupción de un volcán real: y es que, literalmente, la isla donde se ha rodado, cuenta con uno en erupción. El temor a que algo pase a Madre también plasma la ansiedad infantil a la desaparición de sus progenitores, como teme Wendy. Pero es, en una muy mayor medida, una alusión a los destrozos que nos estamos ya ocasionando por cargarnos la naturaleza. Y la infancia es su mayor aliada y protectora ante el desastre adulto.

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