Tiene algo en la mirada Jonás Trueba que hace que incluso cuando se trata de narrar lo —en apariencia— intrascendente, el conjunto adquiera una dimensión profunda, prácticamente inefable. El cineasta viene de trastocar el formato de la docuficción con la imperial Quién lo impide (2021), en la que miraba hacia la adolescencia en una pieza que sobrepasaba toda expectativa; y ahora, con Tenéis que venir a verla (2022), continúa en su estudio de la realidad interpersonal de ese modo casi accidental, pero alterando por completo la óptica y también la generación: aquí, en el centro del relato hay treintañeros, y la obra en su conjunto no se percibe como una gran sinfonía, sino como una pequeña pieza de cámara, íntima, que interpela solo con estar delante de ella, con la capacidad de sentirse profundamente personal con cada una de sus variaciones. La excusa argumental es la una pareja de jóvenes que invita a otra a ver su nueva casa —«tenéis que venir a verla», dirán—. Y ya. Y ahí está toda la belleza del universo, en las conversaciones sobre nada en particular, en correr acera abajo porque se escapa el camión de la basura, en jugar al pimpón como si nada más importara, en ir de un andén a otro y de una calle a otra. Y sobre todo, en representar. Representar una realidad casi sin proponérselo, poner voz a lo trivial que, en realidad, es fascinante e intenso. Rellenar las miradas con huecos en la voz, en la que el silencio de uno conecta con el sonido del otro. Y convertir en ensayo lo que era ficción, o quizá al revés.
Tenéis que venir a verla no es solo una llamada a la acción como, de nuevo, ya lo era Quién lo impide —¿quién lo impide?, nadie lo impide— sobre aquella maravillosa canción de Rafael Berrio; sino también un camino en el que las piedras son tan camino como el propio camino. Con sus largos planos estáticos, o de movimiento errático, Jonás Trueba se libera cada vez más de la sombra de la expectativa, y consigue acelerar por la vía rápida hacia el hambre de más y más razón, y más ser y más estar. Esos personajes, que en apenas una hora —lo que dura la película, como ya se encarga de anunciar el póster y el magnífico tráiler— ya son símbolos, consiguen desenvolverse entre el desarraigo y la búsqueda cansada de la felicidad sin que se interponga el miedo, dando por sentado que los que miramos también tememos los cambios, la vida que avanza inmisericorde. Itsaso Arana, Francesco Carril y Vito Sanz —los habituales del cine de Trueba, los «ilusos»—, a los que se suma Irene Escolar, se enfrentan a la nada: la nada de un guion tan simple que asusta pero que se rellena a sí mismo a base de pequeños matices y grandes preguntas; la nada de una puesta en escena sencilla pero infinitamente taciturna, construida de un modo que casi parece accidental, pero siempre cálida y de algún modo reconfortante; y la nada del artificio, porque no lo tiene, no lo necesita y no se le espera.
Sencilla pero infinitamente taciturna, construida de un modo que casi parece accidental, pero siempre cálida y de algún modo reconfortante.
Con Tenéis que venir a verla se siente que alguien por fin le ha puesto un apellido a la altura de las circunstancias, y no solo un nombre común, a la sensación de extrañeza que ha quedado flotando tras la pandemia, a una irrealidad existencial que aquí se aparta brevemente de prenderse de la sobreintelectualización, a la amistad en tiempos convulsos. Jonás Trueba, de hecho, hace que su película sea estructuralmente asequible, armónica, elemental incluso, pero se muestra muy generoso a la hora de llenar de ideas muy nutritivas la obra para que sea el espectador el que se haga un mapa de lo que sigue, o podría seguir. Como si alguien se imaginara qué es lo que tiene ante la vista esa figura desesperada de El grito de Edvard Munch, o ante quién sonríe La Gioconda, o qué está delante de los ojos de Saturno mientras devora a su hijo. Quizá es que con Tenéis que venir a verla imaginar es un ejercicio de humildad, porque lo que venía antes de ella lo podemos recordar, y lo que vendrá después solo tendríamos que proyectarlo. Lo que podemos tener claro es que estamos ante una película que no tiene ninguna cita de prensa en su cartel, y que está adornada con un laurel de mentira. Que se relaciona íntimamente con Peter Sloterdijk y con Olvido García Valdés. Que hace temblar de inquietud —y deseo de permanecer en un tiempo y un lugar, uno pasado tal vez, o uno futuro—, a todo el que se descubra a sí mismo vigorizando lo secundario para acabar con la ansiedad que nos persigue al mirar al frente. Y que quizá, y solo quizá, para eso lo que necesitábamos era una pequeña película de sesenta y cuatro minutos.
- Sloterdijk, P. (2012). Has de cambiar tu vida. Pre-Textos.[↩]