Son of Sofia
Edipo, osito de mamá Rusia

País: Grecia
Año: 2017
Dirección: Elina Psikou
Guion: Elina Psikou
Título original: O gios tis Sofías / Ο γιος της Σοφίας
Género: Drama
Productora: Heretic, KinoElektron, Chouchkov Brothers, SIF309 Film & Music Productions, Stefi Films, Prosenghisi Film & Video Productions, Steficon SA
Fotografía: Dionysis Efthymiopoulos
Edición: Nelly Ollivault
Reparto: Viktor Khomut, Valery Tscheplanowa, Thanasis Papageorgiou, Artemis Havalits, Christos Stergioglou
Duración: 105 minutos

País: Grecia
Año: 2017
Dirección: Elina Psikou
Guion: Elina Psikou
Título original: O gios tis Sofías / Ο γιος της Σοφίας
Género: Drama
Productora: Heretic, KinoElektron, Chouchkov Brothers, SIF309 Film & Music Productions, Stefi Films, Prosenghisi Film & Video Productions, Steficon SA
Fotografía: Dionysis Efthymiopoulos
Edición: Nelly Ollivault
Reparto: Viktor Khomut, Valery Tscheplanowa, Thanasis Papageorgiou, Artemis Havalits, Christos Stergioglou
Duración: 105 minutos

Elina Psikou revisa Edipo con un imaginario onírico entre Jonze, la fábula y el musical. Conecta el sufrir la pérdida de la niñez con la de la patria. Parodia lo malcriado del nacionalismo y alerta contra el borrado cultural sobre gentes migrantes.

Un aparentemente inocuo vídeo casero abre la cinta, y el espectador avispado debería prestar atención a la mirada de Valery Tscheplanowa, en el rol de la madre que sostiene al recién nacido en su bautizo ortodoxo. Coros poderosos retumban en la iglesia, mientras la expresión de la pobre se debate entre la sonrisa que todos esperan de ella en tan señalado día y la mirada grave, en la que asoma la ansiedad y casi un querer salir corriendo. En cambio, los ojos del apenas recién nacido escrutan, desde abajo hacia arriba, el rostro del orgulloso padre. Sugieren ya la idolatría que el chiquillo profesará hacia su progenitor y que a lo largo del largometraje se extrapola hacia su entorno y cultura, con el pecho henchido de sovietismo, reacio a aceptar nada que contradiga esa educación, esos valores paternos. Semejante apertura rezuma la esencia de lo que promete —y cumple con creces— esta recomendabilísima película: para empezar, tensión cómica, o más bien, esa incomodidad e incluso vergüenza ajena risible que oscila entre los hermanos Coen y Lanthimos —la intensidad de los cantos ceremoniales de apertura, sin duda recogen el testigo de tan magnos cineastas—. Aunque no llega a ser tan sórdido como el cine de su compatriota, la obra de la ateniense Elina Psikou no se queda lejos en términos de crueldad, pese a suavizarlo con secuencias cortas, pese a lo cargadas de tensión y silencios, y con todo el entramado de cuento de hadas con destellos musicales, oníricos y cómicos. El resultado es una parodia que centra su mensaje en lo ridículo del patriotismo y el nacionalismo, del aferrarse a tradiciones ya obsoletas que no hacen más que oprimir a una gran parte del pueblo o ponerlo en riesgo —como es el caso de la pompa en torno a la militarización y la apología de la tenencia de armas, que sobrevuela constantemente la narración—. Sea en tierra comunista o en la cuna de la democracia, pues el relato se desarrolla en la Atenas de los Juegos Olímpicos de 2004, a la que Mischa, el preadolescente protagonista debe viajar para quedar a cargo de su madre, que se había marchado allí a trabajar. El resultado, tanto de la obcecación de la representación comunista como de la capitalista, es que las madres cargan con todo el peso de las machadas patriarcales y eso puede hacer que la querencia por la maternidad trastabille (y al ser narrada desde una perspectiva femenina, su plasmación viene desde una mayor comprensión del fenómeno y queda más enriquecida). Ya se le veía en la caruela a Sofía el día del bautizo, como si intuyera la terrible premonición que pendía sobre su hijo, y ansiara huir de su particular versión de Edipo rey, mito que es la pura bíblia del argumento de este guion.

Los directores anteriormente mencionados dejan buena impronta en el tono de la narración, pero en lo plástico, Spike Jonze y Michel Gondry son referentes inevitables para definir la atmósfera de realismo mágico que desprende la cinta, la fantasía onírica en que el personaje principal se aferra a ser el osito de peluche de su madre. La iconografía de este tipo de juguetes es omnipresente en la obra escrita y dirigida por Elina Psikou. Por otra parte, la profundidad y las diagonales de los planos, los puntos de fuga utilizados, son dignos de Kubrick. Y en cuanto al colorismo, ya al principio de la cinta podemos percibir también cierto aroma a Wes Anderson, sobre todo al inicio de la obra, cuando el pequeño llega al aeropuerto ateniense y en la cinta transportadora se acumula el equipaje deportivo de los atletas rusos que desembarcan en la sede olímpica, enfundados en unos chándales rojos con listas blancas indisociables de los Tenenbaums.

Una elegía onírica por la infancia perdida y la cruda vida del menor extranjero, narrada en clave de fábula musicada.

La intencionalidad crítica del guion pone el foco en manifestaciones distintas de los mismos rasgos que se reproducen tanto en ese perfil griego más ultraderechista como en los países exmiembros de la URSS —pues entre el elenco de inmigrantes, madre e hijos terminarán por verse más comprendidos por otros oriundos de países como Ucrania y Georgia, con quienes establecerán vínculos, como si reunieran los sóviets en el país de acogida—. La cuna de la civilización europea ha quedado relegada a una Grecia venida a menos, que ve en las Olimpiadas un mínimo atisbo de recuperación de la victoriosa civilización que un día fue. Actitud que toma cuerpo en un personaje carcamal, que vive del recuerdo de las viejas glorias: las propias y las de su amada tierra. Y eso, a la vez, es la punta del iceberg de la Europa acomplejada y supremacista, encarnada en este viejo veterano del ejército que pretende hacer madurar e integrar por la vía tajante al niño desorientado y que se niega a abandonar la seguridad de la infancia mimada. El desconocimiento de la lengua del país de acogida, aumenta su dependencia de la madre. Pero el viejo también depende de ella, son polos opuestos que, a la vez, se reflejan el uno en el otro. Lo que evidencia una construcción de los personajes más que sólida, completada por unos secundarios de lo más originales —sin dejar de ser reales y tangibles—, eficaces para terminar de apuntalar del retrato del choque cultural y la visibilización del riesgo de exclusión de los menores inmigrantes. Como los extremos se tocan, decíamos, veremos que el rival de esta suerte de Edipo por el amor de la madre, tiene su propia nostalgia en sus infantilismos personales, relacionados con el mundo del espectáculo y los personajes que encarnó en su día en un programa didáctico infantil. El guion traza un hábil cambio de tornas que refleja las biologías y psiques del niño que se niega a ser hombre hasta que lo abraza en contraste con el viejo que se niega a dejar de ser hombre y añora la infancia. Y en lo macro, esas evoluciones de personaje son una metáfora de las de sendos países.

Despertar a la realidad de la vida adulta, cuando a los niños rusos se les comienza a tratar como tales apenas entrados en la adolescencia, puede ser muy duro. De ahí el impacto que producirá sobre el espectador que se naturalicen ante él los aspectos más perturbadores de las posibles sexualidades. Es algo que ya señalamos en su día con Masha (Anastasiya Palchikova, 2020). Tampoco ayuda que las señales por parte de los adultos a su cargo sean siempre contradictorias: se le hace expreso el mensaje de que crezca y se comporte como un chico mayor, pero los peluches inundan su vida. Cuánto más difícil se vuelve el mundo del menor inmigrante cuando todos los locales se empeñan en atentar contra la propia cultura e identidad, metiendo en el mismo saco a personas de diferentes nacionalidades que el ignorante asume como la misma. Si un rasgo sobresale en todo el entramado de denuncias, es el del borrado cultural, tan agresivo como el que se aplica sobre la inocencia infantil. En ese sentido, la melancólica música rusa que empapa las secuencias más emotivas, es a la vez vehículo de acceso al aroma de la tierra lejana y a la vez artífice del vínculo empático para con el devenir del personaje principal. Y ese efecto empático sobre el público remata su eficacia gracias al rostro del angustiado del niño Viktor Khomut, a quien le bastan unas pocas líneas de diálogo para arrastrarnos a su pesadumbre gracias a una cara de congoja creciente que es un poema. Es espectacular lo muerto en vida que es capaz de mostrarse y su manera de transpirar odio con apenas una leve, pero precisa, alteración de la expresión facial. En resumen, Son of Sofia es una elegía onírica por la infancia perdida y la cruda vida del menor extranjero, narrada en clave de fábula musicada. Un Edipo rey moderno y tragicómico. Y dispara con el cuento de hadas contra el borrado cultural e identitario del inmigrante con la excusa de su integración.

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