Lo reconozco, cuando tengo que acercarme a una obra que viene con el letrero, a modo de exaltación de una virtud, de «rodada en plano secuencia» me echo a temblar. Por lo general, los condicionantes técnicos utilizados como una bandera que agitar sobre las características intrínsecas de una pieza audiovisual se me antojan un destrozo previo, el mejor modo de crear una expectativa fuera de la jerarquía estrictamente fílmica que únicamente va a valer para mirar la película con los ojos de un script, o de un economista quizá, pendiente de las coreografías, de las posibles «trampas» —lo entrecomillo con toda la intención: lo que en una obra rodada en un sentido común asumimos como natural, en un filme acompañado de esta temible característica se convierte en algo a escrutar, el corte, el trampantojo—, abandonando, por supuesto, la esencia cinematográfica a un trágico segundo plano, en el que el alma, la puesta en escena, el guion incluso, se convierten en comparsas de lujo que se opacan bajo el tecnicismo, la complicación, la planificación que implica poner todo el aparato fílmico a funcionar bajo la premisa de «todo bajo el mismo plano», de renunciar a la temporalidad ambigua del cine, de esquivar el montaje, de sentir que lo visto, pese a todo, es una verdad a medias, que engaña pero que no miente.
Pero lo cierto es que Hierve (Philip Barantini, 2021) no es esa película resentida por las expectativas: a pesar de venir con su sambenito, destaca por un tratamiento efectivo y una narración firme que, sin que sirva de precedente, sí se beneficia de las particularidades de la toma única. Porque la vida diaria en un restaurante de alto nivel es estresante, agotadora y demandante, y encaja perfectamente con el agotamiento que la técnica sin cortes puede imprimir, más teniendo en cuenta que el total de la acción transcurre en un espacio cerrado en el que los personajes han de moverse como fieras enjauladas, en el que destaca una corporalidad que se complementa a golpes de comanda con los diálogos, acelerados y mordaces. Y claro, los intérpretes están magníficos, llenos de verdad y naturalidad, destacando, en primer lugar, al carismático Stephen Graham y su indomable acento, pasando por todo un elenco entregado a la causa en el que todos parecen haber nacido para vivir estresados y envenenados de angustia vital en un restaurante londinense. La planificación, por otro lado, y a pesar de todo lo que pueda parecer, es el punto bajo el que Hierve puede resultar en cierto modo una película caótica: Philip Barantini aglutina en apenas una hora y media de metraje lo que parece una vida entera de vicisitudes, de dramas familiares y laborales, que a pesar de beneficiarse del «tiempo real» que proporciona el plano secuencia en lo perceptivo, agota la carta de la verosimilitud desde el momento en el que los eventos parecen responder a lo escenográfico, o a lo transformador. ¿Quiere esto decir que el filme encalla por sentirse artificial, o impostado? En absoluto: la llegada a un pensamiento crítico que coloque a Hierve en un lugar alejado de lo plausible —no por sus términos cualitativos o cuantitativos, sino por la simultaneidad de todos ellos— surge en segunda instancia y tras haberla pensado quizá demasiado, pero nunca por ser poco orgánica o concatenada, sino más bien su opuesto: excesivamente desorganizada.
Una maravillosa sorpresa, un recorrido casi filosófico que conecta las diferentes variantes de ruindad social con el mundo paralelo del arte culinario.
Por otra parte, la sensación que deja sobre el discurso de los nuevos tiempos tiene gran valor, en el que influencers de pacotilla van con su jerga y sus followers a desdeñar la figura del prójimo, sea cual sea el prójimo y sea cual sea la propia figura; en el que lo profesional choca de un modo peligrosamente frontal con lo familiar, convirtiendo en elementos despersonalizados de una cadena trófica vacía de contenido a aquellos que creen que después de la tormenta vendrá la calma; en el que la condición capitalista del valor de mercado de la utilería humana, de la comparativa directa y literal entre los recursos personales y los fiscales, tan dibujados en esa pantomima andante que encarna y satiriza el personaje del gran Jason Flemyng, se frota como un felino adormecido contra la angustia vital; o incluso en la figura de la crítica gastronómica, que deja alguna bala para esos «destructores de mundos» estilo Robert Oppenheimer en que a veces nos convertimos en este sacrosanto sector —y que me trajo a la mente al temible Anton Ego de Ratatouille (Brad Bird, 2007), sea dicho— a veces más acomodados en ser propulsores de exabruptos que escritores con ojos y voces calmadas y argumentos legítimos. Hierve es, después de todo el humo y el barro, de toda la parafernalia y la mercadotecnia, una maravillosa sorpresa, un recorrido casi filosófico que conecta las diferentes variantes de ruindad social con el mundo paralelo del arte culinario. Un acierto que, de ser visto con una mirada detenida en un punto intermedio entre lo descreído, lo nihilista y lo soliviantado, se quedará en el recuerdo el tiempo suficiente como para que, sin pretenderlo, lleguemos a nuestro propio e intransferible punto de ebullición.