Hay un límite capitaneado por dos espantapájaros venidos a menos, que casi son más dos cruces a las que solo falta el inri. Después de ese límite, dicen en El páramo (David Casademunt, 2021) que solo vive el mal de los hombres: una vez traspasada la línea imaginaria que dibujan las dos estructuras, solo pueden pasar cosas malas. En la película de Casademunt no hay espacio para la literalidad, al menos no en un sentido narrativo, en tanto en cuanto la búsqueda de un terror, o la solución a una angustia adquieren una dimensión corpórea, tangible, que sale fuera de los muros de la casa aislada en que viven los protagonistas. No. Hay sitio para buscar un quizá, o una pesadilla desconocida que solo aflora cuando se la invoca: el estudio de los miedos más arraigados en el ser humano adquiere con El páramo el carácter de ensayo, que dedica todo su metraje a explorar todas las caras de un poliedro tan cambiante como es, al final de todo, el propio acto de temer algo. David Casademunt apenas sale de esa vivienda claustrofóbica y parca que, a pesar de estar edificada sobre un espacio abierto y diáfano, representa la cerrazón y el pavor de unos personajes que bien podrían ser alegoría o emisarios de todos los que, en algún momento, han temido. El miedo al miedo, sin más, encuentra en El páramo su máximo esplendor: una obra que juega con los sentidos, con lo que se percibe, y que va construyendo poco a poco una bajada al infierno que tira de mitología propia para componer unas escenas de terror verdaderamente inspiradas y una atmósfera cargada que sabe manejar a la perfección el continuo expectativa/resultado.
La pieza de David Casademunt se va haciendo hueco poco a poco, y va sedimentando componiendo su cosmogonía particular y realzando sus virtudes desde el terror más psicológico y existencial.
Pero, después de todo, ¿qué nos está contando El páramo? La historia de una familia de tres, que con los rostros de Inma Cuesta, Roberto Álamo y Asier Flores sobreviven en medio de la nada en la España rural del siglo XIX. Nada alrededor más que tierras baldías. La familia, así, se enfrentará a las leyendas, a las pesadillas, al pasado, al germen de lo inefable. Al miedo. Y así es como la pieza de David Casademunt se va haciendo hueco poco a poco, y va sedimentando componiendo su cosmogonía particular y realzando sus virtudes desde el terror más psicológico y existencial: desde lo atmosférico hasta lo puramente escénico, la película brilla en todos sus apartados, desde su tratamiento de los miedos y las fortalezas que manan de la maternidad, a los traumas vinculados al pasado, a la sensibilidad en la infancia, al acto irrenunciable de tener que crecer, de golpe, en apenas un segundo. Si es posible nombrar algo desde el comentario crítico incisivo, sería cierta tendencia a la reiteración que acusa durante su segundo acto, que se vuelve sobre sí mismo en varias ocasiones con el fin de fortalecer sus conceptos subyacentes en el espectador, pero que puede llegar a provocar cierta desconexión por abandonarse a sus simbolismos sin introducir ningún elemento nuevo que haga avanzar la trama hasta la catarsis. No obstante, una vez enfrentado el tercio final, el cómputo global se junta como un puzle sombrío y metafísico, y todo defecto o virtud de su apartado diegético pasa a tener un valor anecdótico que deja de pender de un hilo en el mismo momento que el espectador comprende que todo lo visto pertenece al reino de lo innombrable, y que solo desde la introspección se puede alcanzar la simbiosis con el mensaje que, latente, deja El páramo. Para superar el miedo a perder, a ganar, a tener, a desposeer, a caer, a ser. Al miedo.