Tras el visionado de la última película de Kike Maíllo, entran muchas dudas, intelectuales y emocionales. Basada en la novela homónima de Amélie Nothomb, son muchas las sensaciones que acompañan a su visionado y que ofrecen una de cal por cada una de arena. Si bien la conclusión en nuestro caso va a ser muy positiva, hemos de dejar constancia de alguna suspicacia argumental que levanta pero que en absoluto enturbia el buen sabor de boca final que deja. En otras circunstancias más favorables para el cine y la cultura en general, no costaría imaginar a Cosmética del enemigo convirtiéndose con facilidad en un éxito de taquilla, a la vez que en un fascinante estudio de personajes que convence casi siempre, y cuando no lo hace encuentra un punto de equilibrio para justificarse y no manchar un colofón magnífico.
En aras de no estropear la experiencia, en cuanto a la trama solo diremos que seguiremos a un arquitecto de éxito que se encontrará casualmente con una adolescente que habla mucho y se comporta de un modo que incomoda con solo verla. A partir de ahí, el filme de Maíllo explora el laberinto emocional y el fondo del carácter de Jeremiasz Angust (así se llama el arquitecto) como un reloj suizo, entrando y saliendo de la realidad y la ficción, aunando escenas de poderoso calado estético —usando para ello tan solo dos/tres escenarios— con unas interpretaciones de primera categoría en las que Tomasz Kot marca la diferencia como de costumbre, y una desconocida y joven Athena Strates aparece como la gran revelación del filme. Al igual que el material del que parte, es una película muy dialogada, en la que casi totalidad de los hechos se presentan en boca de los intérpretes, pero usando para ello un cautivador sentido de la jerarquía cinematográfica: jugando con los recuerdos, lo subjetivo de la mente, la cárcel que suponen las convicciones y todo lo que ello implica, diferenciando con una gran belleza plástica el camino de ida del de vuelta, Cosmética del enemigo secuestra la razón del público al ahogarlo en una espiral particularmente psicologista.
Las emociones y lo que hacemos para controlarlas, o lo invalidante de los recuerdos aparecen como dos de sus grandes temas, así como la culpa asociada al trauma, la agresividad no manifestada, la jaula endógena que supone la historia de uno mismo. Sus idas y venidas a través de conceptos como el «crimen perfecto» o el «enemigo interior», de gran carga ética y por supuesto filosófica, explorados en consonancia con una puesta en escena y unas ideas visuales magníficas que aportan a lo narrativo un complemento y no un lastre, consiguen que sus muchas virtudes se sientan como un oasis en el desierto, y que sus extraños defectos —que como decíamos al principio, aunque desconcertantes, los tiene— queden en un segundo plano al focalizar completamente la atención del respetable en lo cautivador que resulta como relato y lo potente de su premisa —que no se llega a desinflar nunca—.
Debajo de su aparente sencillez estructural, esconde el verdadero monstruo: el retrato moral de una constante inalterable, la de lo humano.
Pero no sería de justicia no comentar sus desaciertos, aunque en este caso actúen de un modo de lo más curioso: no llegan a estropear el conjunto por más que uno sea consciente de ellos, entrando en el comprometido terreno crítico en el que cuesta contextualizarlos como puntos bajos cuando la propia narración parece ser consciente de ellos y aún así se permite abrazarlos con total transparencia —ruego disculpen esta pequeña digresión metacrítica—. Es fácil adivinar que la película de Kike Maíllo no va a seguir una lógica convencional, y que va a tirar por el terreno de lo sugestivo y lo mental, lo cual va a provocar que el espectador active temprano las alarmas de «aquí hay gato encerrado»: el principal asunto a comentar con respecto a ello es que no esconde su vocación, su carácter argumental, e incluso pareciera que renuncia a la capacidad de sorprender activamente con el único propósito de elevar la lógica interna, la sensación de obra completa. Existen no pocas películas que alargan hasta el tercer acto el golpe de efecto, el giro, la muerte inesperada, el cambio de motivación, lo que sea, tan solo para justificar los dos actos anteriores y dejar la sensación de engranaje perfecto; el caso es que Cosmética del enemigo pasa por alto esa convención narrativa, y se concentra en impactar en lo que se refiere al contenido en sí mismo, dejando en el aire la posibilidad de que se la considere previsible o simple. Y nada más lejos de la realidad, ya que debajo de su aparente sencillez estructural, esconde el verdadero monstruo, el retrato moral de una constante inalterable, la de lo humano.
Utiliza el relato original de Amélie Nothomb con sabiduría, y aunque modifica elementos básicos con la intención de adaptarlo a la pantalla, sabe representar esa «cosmética», ese psicologismo del enemigo como fuente de autoengaño de subyugante poder destructivo. Teniendo en cuenta que se apoya en unos personajes emocionalmente ambiguos que usan la estética como motor de sus acciones —ella con su fuerte presencia y su histrionismo y teatralidad, él como arquitecto preocupado por la representación espacial de las formas—, resulta particularmente estimulante enfrentarse a la moral, a la ética, desde una perspectiva tan plástica, de tanta belleza formal. Aunque no podamos abandonar la sensación, como decimos, de que algo no encaja, lo cierto es que esa sensación puede —o igual debe— formar parte de la experiencia de Cosmética del enemigo como si fuera una parte indisoluble de su esencia, y no seremos nosotros los que le quitemos la rotundidad, la frontalidad de su discurso.