Tras el visionado de la película de John Michael McDonagh, la sensación que queda flotando en el ambiente es la de varios altibajos muy pronunciados, de subidas y bajadas de tema y tono. Y no en un sentido peyorativo, para nada, sino en uno ampliamente estimulante: Los perdonados (2021) propone un viaje cruzado, que parte de dos extremos, colisiona en el encuentro, y se distancia saludando por la ventanilla al mundo (des)conocido que deja atrás. Pero siendo concreto, lo que propone la obra es categórico y altamente satisfactorio: un matrimonio burgués al borde del divorcio viaja a Marruecos para disfrutar de una fiesta privada ostentosa en la mansión del desierto de unos amigos, pero se toparán con un problema en el trayecto que les hará reconducir su orden de prioridades. Lo cierto es que detrás de Los perdonados vive una sátira anticapitalista y un thriller turbio, una crítica agudísima hacia el derroche y la vacuidad moral que exprime al máximo su premisa, dejando que su mano negra acaricie las bajezas más execrables de las tendencias neoliberales que convierten al rico en aún más rico mientras las contrapone al ascetismo por necesidad de la población local, que vive despersonalizada alrededor del espectáculo bizarro del descontrol y la majadería y acusa con sus ojos la podredumbre y los frivolidades de los adinerados. Pero la verdadera razón por la que Los perdonados resulta en un ejercicio fílmico de altura es por el diálogo que establece con sus personajes, y a su vez, por la relación que atestigua entre esos personajes y los mundos que han construido: su mayor virtud, y probablemente la más estimulante a nivel intelectual, es el cruce que establece entre ellos: ella, Chastain, que parte de la moral —dudosa, cínica y engreída, pero moral al fin y al cabo—; y él, Fiennes, que comienza en la decadencia alcoholizada y déspota y busca algún tipo de redención. John Michael McDonagh disfruta colocando a su lamentable y odioso matrimonio en todo tipo de situaciones a cada cual más disparatada que la anterior para ir recogiendo cómo cada uno, en ausencia del otro, o en complemento del otro, va destripando su propia personalidad hasta alcanzar una verdad universalizada y tremendamente democratizadora, aquella que solo se descubre a sí misma cuando descansa bajo el sol de justicia del Sahara rodeada de otros ricachones, bebidas frías y un séquito de sirvientes.
Se gana su lugar porque compone una realidad particular que abraza un todo deshumanizado, que pone un rostro a la frivolidad y el cinismo y lo golpea hasta hacerlo añicos.
No obstante, y pese a que se va resolviendo con destellos de comedia negra y la exploración de temas muy serios pero tremendamente beneficiados por el enfoque que adopta, lo que más llama la atención de Los perdonados es el reverberante sentido de la tragedia que exporta, uno que no se contenta con hacer reír desde la tristeza, sino que logra invocar la decadencia que vive en el exceso, la que se palpa en el ambiente de personajes radicalizados pero insoportablemente representativos; tan asquerosos en su conjunto por la condescendencia, la arrogancia, la megalomanía y, finalmente y como no podía ser de otro modo, la absoluta y abierta estupidez. Entre sus temas: el machismo, la fidelidad, la moral, la violencia. No en vano, en determinados momentos me dio por pensar que la obra de McDonagh tiene algo en común con la de Ruben Östlund, tanto por el subtexto como por las inquietudes, aunque también es cierto que mientras que el sueco tira mucho más del escarnio, la escatología o la ridiculización, el británico se enfoca hacia lo lamentable, lo sórdido o lo abiertamente siniestro, aunque siempre se las apañe para arrancar una carcajada en medio del desierto de lo trágico. Los perdonados es una película que se gana su lugar porque compone una realidad particular que abraza un todo deshumanizado, que pone un rostro a la frivolidad y el cinismo y lo golpea hasta hacerlo añicos, dejando mientras tanto para el recuerdo una puesta en escena y un diseño de arte muy inspirados que hacen pensar que el autor se mueve como pez en el agua entre el esperpento a través de cierta aura de realismo, que se empapa de vigencia y verosimilitud apuntando al corazón del privilegio de clase y todas sus ramificaciones individuales y sociales. Aunque se reduzca a sí misma por pretender abarcar demasiado, algo así como un gin tonic con mucha tonic pero poca gin, lo cierto es que emborracha casi tan bien como si se bebiera alcohol puro a lingotazos, dejando la sensación, terrible y sofocante, de que su progresión dramática es densa y reflexiva, pero también de que sus maneras juegan a reírse del carcelero como si no tuviera un manojo de llaves colgando del cinturón. En realidad, supongo que reírse de los ricos es un deporte maravilloso, por más que sus excesos nos acaben mirando, en alguna ocasión más banal y más provinciana, directamente a los ojos. Algo así como si nos dejáramos llevar por ese je ne sais quoi que surge de mirar la paja en el ojo ajeno. Como si todo estuviera inundado de cierto sentido de la tragedia.