Hay un aspecto fundamental de cualquier producción cinematográfica o televisiva a la que no siempre se le presta la debida atención por parte de los creadores pero que, a la larga, muchas veces termina siendo uno de los factores clave para su éxito o fracaso entre el público: su respeto al género en que se encuadra o, en otras palabras, saber qué es lo que está contando y cuál es su tono. Algo que a primera vista puede parecer banal o innecesario adquiere importancia cuando se tiene en cuenta que las convenciones y particularidades de cada género cinematográfico (thriller, drama, comedia, terror, etc.) no solo garantizan que la historia que contamos se adaptará a lo que el público espera de ella, sino que además nos aportarán una serie de cánones narrativos que a lo largo de las décadas se han demostrado exitosos. Sí es cierto que existen producciones que se han atrevido a cuestionar o subvertir las leyes de determinados géneros y han dado como resultado obras excelentes, pero no son menos las veces que estas ambiciones han terminado en fracasos narrativos absolutos. Por otro lado, existe algo reconfortante y casi estimulante en las producciones que logran ejecutar las convenciones de un determinado género de forma precisa y dar una obra competente que todo lo que pierde en originalidad o impacto lo gana por otros lados. La lista final (David DiGilio, 2022) es un ejemplo de esto, una serie que sabe qué quiere ser, un thriller de acción, y lo que es más importante, sabe cómo ejecutarlo.
La serie nos narra la historia del soldado de élite James Reece, un Navy Seal estadounidense que pierde a casi todo su pelotón en una misión que sale mal en oriente próximo. Tras volver a casa, comienza a experimentar una serie de síntomas de estrés postraumático que dificultan su adaptación a la vida familiar mientras investiga las causas por las que su misión fracasó. Durante el curso de su investigación, Reece, junto con la ayuda de algunos de sus viejos compañeros de armas y de una periodista, comienza a percatarse de inconsistencias con respecto a la misión y sospecha que detrás de la muerte de sus camaradas había intereses ocultos. Cuando su familia es asesinada, Reece iniciará una sangrienta cacería de las personas implicadas en la conspiración para vengarse, descubriendo que los motivos de la muerte de sus seres queridos están relacionados con los intereses de grandes empresas privadas del sector militar así como de importantes políticos de la Casa Blanca.
DiGilio sabe sobradamente lo que quiere contarnos, una historia de venganza, y por lo tanto se ciñe de forma fiel a los arquetipos de este tipo de historia, los cuales se pueden resumir en tres puntos: en primer lugar, el protagonista ha de ser alguien al que le es arrebatado algo muy importante (generalmente algún ser querido) de forma injusta, como puede ser el caso de la familia de Máximo en Gladiator (Ridley Scott, 2000). Segundo, durante su búsqueda de venganza, el protagonista ha de tener una progresiva degradación moral que nos muestre cómo su obsesión con la venganza le convierte en un individuo capaz de la misma brutalidad que aquellos de los que se quiere vengar, siendo un ejemplo paradigmático de esto Encontré al diablo (Kim Jee-woon, 2010). Tercero, tras terminar su búsqueda de venganza, el protagonista ha de obtener algo que antes no tenía, ya sea algo positivo como la paz interior o superar el duelo por aquello que ha perdido, tal y como vemos en John Wick (Otro día para matar) (Chad Stahelski, David Leitch, 2014); o negativo, como el descubrir que la venganza no ha servido para llenar el vacío interior del protagonista, tal y como se muestra en La ley del más fuerte (Scott Cooper, 2013). La lista final sabe de la importancia de respetar estos hitos narrativos y los aplica de forma ortodoxa, en ocasiones sin demasiada originalidad pero siempre construyendo un tono narrativo sólido y sabiendo tomarse el suficiente tiempo para poner la atención en sus personajes. Vemos en Reece a un protagonista con el que es fácil empatizar tras la muerte de su pelotón y el asesinato de su familia y al que la serie elige representar de manera doble. Por un lado, con la fortaleza de un soldado de élite y por otra con la vulnerabilidad de un individuo que lo ha perdido todo y se encuentra emocionalmente destrozado y que además padece un severo caso de trastorno de estrés postraumático.
No pretende reinventar la rueda sino hacerla girar de forma competente. Sabe lo que quiere y sacrifica algo de originalidad para, a cambio, construir un tono coherente y personal.
Es quizá uno de los aspectos más interesantes de esta serie la forma en que maneja la cuestión de la salud mental de los veteranos de guerra. Si bien otras películas ya mostraron las consecuencias de estas secuelas psicológicas de forma externa (es decir, su impacto a nivel social o familiar), como puede ser el caso de El Francotirador (Clint Eastwood, 2014), esta serie se adentra todavía más en esta cuestión y nos hace ver la forma en que un veterano aquejado de esta dolencia psicológica observa el mundo. Desde las alucinaciones y los ataques de paranoia hasta los flashbacks constantes a los momentos más traumáticos, la ficción pone al espectador dentro de la piel de un protagonista con un evidente caso de TEPT que nos hace compartir las mismas sensaciones de desorientación, falta de confianza en la percepción propia y, en general, la impotencia de quien se ve traicionado por su propia mente. Este es quizá uno de los aspectos más interesantes de la serie, y es que durante su primera mitad nunca llegamos a tener claro qué parte de lo que está pasando es real y qué parte es fruto de la mente traumatizada de Reece, algo que sin duda juega a favor de la serie y de su habilidad para crear suspense en base a la dudosa fiabilidad del narrador. Una vez que la trama se hace más clara y la frontera entre realidad y percepción del protagonista se vuelve más evidente, la serie se convierte en un competente thriller de acción que en ocasiones remite de forma más que evidente (e incluso parece querer homenajear) a clásicos del género como Acorralado (Rambo) (Ted Kotcheff, 1982) o Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975), de alguna forma recogiendo el pesimismo del cine de la guerra fría y en particular de la etapa posterior a la Guerra de Vietnam para recontextualizarlo en las guerras estadounidenses contra el terrorismo en Oriente Medio del s. XXI.
En su parte de thriller de acción la serie no defrauda, ofreciendo escenas de tiroteos profundamente realistas que contrastan con su crudeza con la producción de acción promedio. Reece no es el típico héroe de acción capaz de entrar en una habitación y matar a quince personas sin despeinarse, sino que se nos muestra a un protagonista enormemente capaz pero con sus limitaciones y talones de Aquiles que ha de usar recursos tácticos y aprovecharse de la planificación para poder sobrevivir a sus confrontaciones. Incluso así, la serie no duda en mostrar a un personaje principal que en numerosas ocasiones sufre heridas en combate, se agota físicamente o necesita tiempo para recuperarse, acentuando su carácter casi documental cuando se trata de plasmar la realidad de la violencia. En este sentido, la interpretación de Chris Pratt es si no excelente sí bastante sólida, mostrando a un protagonista que alterna austeridad y estoicismo en la forma en que expresa sus emociones (algo inmediatamente reconocible como realista para todos los que alguna vez hemos conocido a algún veterano de guerra) con un descenso moral y un viaje al infierno psicológico del personaje que prueba la capacidad de este actor para interpretar papeles más oscuros y dramáticos que los que generalmente la industria le ofrece. No le queda a la zaga una sorprendente Constance Wu que deja atrás los papeles ligeros que han marcado su carrera para demostrar su talento representando a un personaje más maduro y serio y que sin duda le abre la puerta a un interesante futuro actoral.
La serie además sabe tomarse su tiempo para dejar respirar a sus protagonistas, para saber cuándo dejar a un lado la acción para centrarse en el drama de manera tal que los personajes que vemos en pantalla tienen la suficiente tridimensionalidad como para sentirse como seres humanos reales y la serie, en su conjunto, no depende de las escenas de acción para mantener el interés, sino que sabe tener unos diálogos y un estudio de personajes lo suficientemente interesantes como para que esta historia nos importe a nivel humano y no solo por su espectacularidad. El único momento en el que el guion muestra sus flaquezas es en su parte de conspiración política: hay un tramo en que la serie trata de querer ser algo parecido a House of Cards (Beau Willimon, 2013) e introducir una subrama de corrupción en el gobierno, el pentágono y las empresas militares privadas que nunca llega a funcionar del todo y que tampoco trata de explotar todo lo que sería posible. Afortunadamente, esta subtrama sí que sirve para explorar a los antagonistas, otro de los aspectos interesantes de la misma, y que ofrecen un panóptico interesante, en ocasiones haciéndonos empatizar con algunos de ellos y entender (y casi compartir) sus motivaciones. Es sorprendente que en una época en que la simplificación de los antagonistas es algo tan lamentablemente habitual una serie se tome el tiempo suficiente para humanizar a estos personajes y para mostrarle al espectador los matices de un enemigo que puede haber actuado de forma negativa, pero motivado por intereses relativamente nobles.
Hace un tiempo, el protagonista de esta serie, Chris Pratt, explicó en una entrevista cómo, a su juicio, el Hollywood actual no estaba haciendo producciones para la clase media trabajadora americana. Aunque rápidamente buena parte de la prensa no dudó en dar la vuelta a estas declaraciones para dar a entender unas inexistentes connotaciones sexistas o racistas (porque a día de hoy esa puede que sea la mayor contribución de los medios a la sociedad) lo cierto es que no falta verdad en las palabras del actor. En la actualidad se ha producido una división de audiencias en la que la pantalla grande se ha centrado en producir entretenimiento (generalmente superheroico) destinado a adolescentes mientras que los servicios de streaming se han focalizado en audiencias urbanitas y de clase acomodada y la televisión tradicional se queda con las personas de edades más avanzadas. Esto deja un hueco no pequeño, el de personas de mediana edad y clase trabajadora, que carecen de un entretenimiento dirigido a ellas. Es en este contexto en el que ha de entenderse una serie como La lista final, como una serie que no pretende reinventar la rueda sino hacerla girar de forma competente. Que sabe lo que quiere y que sacrifica algo de originalidad para, a cambio, construir un tono coherente y personal y, lo más importante, que es consciente de las expectativas de la audiencia y en lugar de tratar de tratar de subvertirlas lucha (y en su mayor parte logra) satisfacerlas. Ante todo, esta serie nos devuelve a una época no tan lejana en la que los directores, productores y guionistas de Hollywood creaban historias para satisfacer al público en lugar de para alimentar su propio ego de artista.