Es de suponer que Kenneth Branagh es un cineasta incansable, y también singular. Aunque no será por ello por lo que lo podré recordar. Tampoco por sus innumerables y certeras, según cada cuál, aproximaciones a Shakespeare, o a su maravilloso sentido escénico, uno reconocible y atenorado, sensible. No. A Kenneth Branagh se le tiene en estima por su alma, por su sencillez, porque en el fondo, es un verdadero sentimental, que da igual que se plante el bigote más inverosímil en el rostro para vérselas en el pellejo de Hercule Poirot o que se lance a reinterpretar a Charles Perrault. O que se líe la cabeza dejando su impronta en el universo Marvel con aquel Thor (2011) fundacional. Kenneth Branagh es un cineasta old school, ecléctico como pocos, un narrador nato de los que crean historias y las animan con gusto por la alegría y por la tragedia, que esta vez se ha ido a su esencia, a su infancia, a su propia identidad. Un cine de esos que acerca al hombre visto desde sus propios ojos, casi como aquella Fue la mano de Dios (2021) de Paolo Sorrentino, una pieza autobiográfica llena de espíritu y voluntad, de brillante cinematografía e interpretaciones magníficas —con particular énfasis en Jude Hill, Caitriona Balfe y la entrañable dupla Judi Dench/Ciarán Hinds—. Puede que no sea perfecta —qué lo es, dirá el lector, con razón—, sobre todo si atendemos a algunos aspectos aislados de su organización fílmica como podría ser cierta tendencia al histrión narrativo, algo que está hermanado con el gusto por lo teatral del cineasta irlandés, claro, pero que en absoluto sirve para empañar el resultado final de una obra muy fuerte, quizá la más grande con la que se ha visto entre manos el propio Branagh en muchos años. Y que no va a ser suficiente para doblegar el talante ni el tono de esta crítica, que se va a mantener siempre firme en los valores positivos, tal y como es de justicia, como no podría ser de otro modo, tras el visionado de Belfast.
Kenneth Branagh compone su película más personal desde la generosidad en un relato que celebra las ilusiones, los futuros y los pasados, a las personas, y que habla de despedirse, pero siempre volver a encontrarse.
Decía que el de Belfast le canta a Belfast, a sus orígenes. Y que lo hace con esmero, fijándose en los detalles, recordando la infancia y guiñando el ojo al Tornatore de Cinema Paradiso (1988), entre tantos otros. Kenneth Branagh compone su película más personal desde la generosidad, dando espacio a los personajes para desarrollarse con amplitud y no con constricción, donde se mueven en el espacio, en los encuadres —genial esa Judi Dench metida en los cuadros— como dando contexto y fuerza a la historia vital de ese jovencito de apenas diez años que tanto querría quedarse en Belfast como salir pitando de allí, que tanto querría ser el mejor futbolista del mundo —el fútbol «de verdad, no esa cosa rara que hacen por ahí»— como el apasionado amante de la niña que se sienta en el pupitre de delante. El enclave, el de los disturbios entre católicos y protestantes de 1969, está retratado tanto como telón de fondo como si de una primera capa de aproximación se tratara, y está tan visto desde la mirada del niño como del adulto, haciendo que la película sea tan disfrutable desde la inocencia como desde la tragedia, con tantas ganas de hacer sangre como de quitar hierro: siempre, el punto de vista, el que manda. A pesar de dejarse absorber por determinada rimbombancia dialogada, esa que comentaba al inicio, Belfast es tan sencilla y está tan atenta a que la observemos como niños, que las miradas desde el vano de la puerta y las escapadas furtivas a la ventana representan un premio en sí mismos. Un agasajo que llevar con uno mismo que trae de vuelta ese cine que enuncia una vida y no se siente culpable por ello, un relato que celebra las ilusiones, los futuros y los pasados, a las personas, a la familia, a los amigos, y rechaza las luchas y a los que ven un arma en la concordia; Belfast hace de sus posibles defectos una bandera blanca que agitar ante los vientos de guerra, recuerda el primer amor y lo hace con respeto y cariño, habla de frenar dragones con tapas de cubos de basura, y de despedirse, pero siempre volver a encontrarse. Porque la casa de un irlandés, dicen, siempre está donde haya un teléfono y una Guinness, aunque en este caso sea más fácil encontrarla mirando hacia el blanco y negro de lo que habremos dejado atrás.