Paolo Sorrentino tiene una serie de inquietudes que, a lo largo de una filmografía consistente consigo misma, ha ido elaborando con el paso de los años: la banalidad, la propia futilidad de la existencia, el absurdo, la relación del ser humano con lo divino, lo cotidiano, lo inenarrable. La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013), sin ir más lejos, ejemplifica las inquietudes de estilo de un cineasta al que demasiadas veces se le ha acusado de abusar de la estética en detrimento de la sustancia: en aquella, la inacción y las relaciones superficiales disfrazadas de altos vuelos son objeto de la más feroz crítica, y Sorrentino se las apañaba para orquestar una obra descomunal que recogía desde la lejanía un modus vivendi cínico y autoencumbrado. Ahora, casi diez años después, el director ha madurado, ha evolucionado, se ha ido formando a sí mismo a través de un cine desestructurado y dialogado, que atraviesa conciencias y también intelectos, que toca corazones con la misma facilidad que ideales, y ha construido su película mas personal al volver a Nápoles, su ciudad natal, casi como hiciera Pedro Almodóvar en 2019 con su Dolor y gloria, y creado un icono de sensibilidad íntima tremenda, capaz de ejercer profunda fascinación a poco que uno se sienta atraído por sus señas de identidad. No faltarán diálogos mordaces, humor negro, familia, fútbol, mujeres ni, por supuesto, Toni Servillo.
Toca el corazón a pierna cambiada, y lo hace como solo Sorrentino podría hacerlo: con amor por el cine y algo de mala leche.
Fue la mano de Dios nos lleva al Nápoles de los años ochenta, con Maradona llegando al equipo de la ciudad, donde se sucederán una serie de eventos que lo cambiarán todo en la vida del joven protagonista, Fabietto Schisa, interpretado por un magnífico Filippo Scotti que viene de recoger el premio al mejor actor emergente en el Festival de Venecia. El destino, la realidad que queda después del trauma, la familia, el sexo, la religión, la interrelación del sentimiento de pertenencia con el miedo a abandonar la propia identidad, la que está ligada a un momento y un lugar, las expone Sorrentino aquí como si por primera vez se liberara de la losa de la pretensión, como si esta fuera su primera película, realmente, en la que ha hablado con su voz más depurada y menos afectada por elementos colaterales. Probablemente, por ello, haya un elemento dramático más acusado que en obras anteriores suyas, donde lo tragicómico, o directamente el enunciado de lo inútil, de un nihilismo reverberante, impregnaba cada plano y cada línea de diálogo. Aquí, en Fue la mano de Dios, ese componente de cinismo, el sarcasmo con el que el cineasta napolitano enfrenta su cine y las relaciones de sus personajes, tanto entre ellos como con el diálogo que establecen con el espectador, está tan diluido que incluso pareciera que estamos ante un subtexto completamente distinto a pesar de contar con los tropos habituales de su cine y su mirada: hay casi dulzura, amor por la realidad en lugar de agrio desencanto; hay indulgencia y tranquilidad donde había fuego y artificio, un vestido de esperanza que envuelve sus pasiones más íntimas y cerradas —fútbol, cine, familia, comida— y las lanza al mundo en una película que es imposible no sentir como algo personal y conmovedor. Fue la mano de Dios toca el corazón a pierna cambiada, y lo hace como solo Sorrentino podría hacerlo: con amor por el cine y algo de mala leche.