Es complicado conectar con la dualidad, con el personaje que se describe en base a la mutación de su esencia, que surge de un lugar para terminar en otro distinto que modifica completamente el entendimiento que, como público, teníamos de sus motivaciones. Claro que puede haber infinidad de catalizadores para que su viaje vital dé la vuelta, y no se puede decir que habitualmente dispongamos de un abanico amplio de ejemplos satisfactorios de este tipo de crecimientos que no se sientan artificiales, o como mínimo, poco creíbles. Pero para eso ha venido Alexandre Moratto y su desgarrador drama sobre la esclavitud del siglo XXI, la que no nace alrededor de un amo y señor, sino la que se hace desde la pobreza y la necesidad; la que no entiende de lucha de clases, sino de paradigmas que van de un lugar a otro siempre en base a una motivación férrea y al espíritu de autoconservación. La realidad social que expone el cineasta brasileño-estadounidense, en la que nada importa salvo el resultado, en la que retrata un mundo que tiene la habilidad innata de apartar la mirada siempre y cuando pueda disfrutar de un agradable desconocimiento de causa —qué belleza esos planos de São Paulo en los que solo vemos cables y más cables, torres de alta tensión y edificios que, como gigantes de hormigón, miran altaneros y despreocupados la desgracia de los que separan el cobre del aislante con una pistola apuntándoles a la sien— destaca como virtud número uno de una película compleja, que varía y explora la realidad de los que buscan apenas unos reales que mandar a sus casas empobrecidas mientras venden su vida, sin saberlo, al que tal vez una vez partió del mismo lugar.
Un grito ahogado, la representación de una alcantarilla social y humana que brilla con cada mirada y cada movimiento de cámara.
Porque 7 prisioneros (2021) no se equivoca al contar, y describe un fragmento de la vida de esos siete, que empezaron como cuatro, y que puede que terminen siendo o mil o cero: abandonan sus hogares con la promesa de un trabajo honrado con el que ayudar a sus familias, y se encontrarán en medio de esa gran ciudad en la que conviven todos los contrastes atrapados en una pesadilla de la que no podrán escapar. De este modo, el personaje protagonista, Mateus (Christian Malheiros), y su terrible contratista y captor, Luca (enorme Rodrigo Santoro), iniciarán una relación desigual y antagónica, pero que sentará las bases de una paradoja fundacional que crecerá en los adentros del pobre chico de interior que se debate entre su sentimiento de pertenencia al grupo, el que se debe a sus amigos y a sus ideales, y la realidad que percibe de que la avaricia y la inmoralidad suenan más a grito desesperado cuando se mira desde el otro lado del cristal. 7 prisioneros es una gran película precisamente porque no se queda atrapada dentro en un compartimento estanco y proporciona movilidad a sus personajes, que se mueven en el continuo de la dualidad sin faltar nunca a la verosimilitud: el brutalismo con el que se expone, la magnitud de sus silencios y sus metáforas, la fiereza con la que se pueden ver los procesos emocionales de Mateus, firme y siempre dubitativo ante un mundo que desprecia pero que, con terrible pesar, puede comprender. O el mecenazgo de Luca, el terrible lugarteniente que forma parte de la rueda pero que nunca está verdaderamente definido, y que junta bajo su presencia todas las piezas de la ambivalencia. De este modo, y sin plantear un juicio frontal o una sentencia inflexible, sino un dolor esquivo del que no se puede escapar, la película de Alexandre Moratto es un grito ahogado, la representación de una alcantarilla social y humana que brilla con cada mirada y cada movimiento de cámara, que cambia la percepción de una emoción al enfrentarla al conjunto de lo vivido, y que se muestra siempre indeterminada a pesar de jugar con las respuestas en primera línea de cámara. Y que, después de todo, demuestra que lo que da miedo es el revolver y la mano que lo sostiene, no las balas que lleva dentro.