Val
El niño que aún filma todo

País: Estados Unidos
Año: 2021
Dirección: Ting Poo, Leo Scott
Título original: Val
Género: Documental
Productora: A24, Boardwalk Pictures, Cartel Film Production, Cartel Films, TwainMania
Fotografía: Val Kilmer
Edición: Ting Poo, Leo Scott
Música: Garth Stevenson
Reparto: Val Kilmer
Duración: 109 minutos
Festival de Cannes: Cannes Premiere (2021)

País: Estados Unidos
Año: 2021
Dirección: Ting Poo, Leo Scott
Título original: Val
Género: Documental
Productora: A24, Boardwalk Pictures, Cartel Film Production, Cartel Films, TwainMania
Fotografía: Val Kilmer
Edición: Ting Poo, Leo Scott
Música: Garth Stevenson
Reparto: Val Kilmer
Duración: 109 minutos
Festival de Cannes: Cannes Premiere (2021)

Sobresaliente y tierno documental casi autofilmado sobre el auge y caída de un grande que además fue sex symbol. Val Kilmer contra su perfeccionismo. Lo que cada personaje da y quita al actor. Amor puro, por la familia y por el cine, más allá de la salud.

Las redes están llenas de artículos basura con titulares clickbait invitando a cotillear qué fue del «protagonista de» o cuál ha sido el brutal cambio físico que ha sufrido una u otra celebridad sex symbol engullida por los años de no filmar y el olvidadizo público siempre ávido de caras nuevas. O al menos eso fomentan los grandes estudios hollywoodienses. A eso podría sonar el sacar ahora de la chistera a Val Kilmer, amor platónico de legiones de gentes que se criaron partiéndose de risa con la absurda Top Secret! (Jim Abrahams, David Zucker, Jerry Zucker, 1984) o siguiendo las aventuras del malote Madmartigan dulcificándose en Willow (Ron Howard, 1988), una aventura que sin ser un lucimiento de película, logró sobradamente el entusiasmo de toda una generación de chiquillería ochentera. Y sin embargo, el documental dirigido por Ting Poo y Leo Scott causaría sensación en la edición 2021 de Cannes.

Sin duda, su físico apolíneo le daría al joven actor acceso a muchos roles en intentos de (y efectivamente, algún que otro verdadero) blockbuster, pero al César lo que es del César: su solidez interpretativa estaba ahí, junto a una vocación y compromisos totales. Y son dos motivos por los que una nostalgia hacia su figura, ya tan alejada de los estudios, es más que comprensible. Pero de haberse tratado en el tono inadecuado, este reportaje podría haber resultado morboso e incluso repulsivo. Juzgando los estragos en su apariencia física provocados por la enfermedad que le ha privado de voz, algo que visiblemente le frustra a diario, ya no por haber supuesto su alejamiento de los escenarios —seguía haciendo teatro— sino por la dificultad comunicativa que conlleva en su día a día. Atreviéndose, tal vez, a pasar por el cruel rasero de lo aceptable por las modas su repentina ostentación de joyas con piedras enormes, algo que el propio documental muestra, sin palabras, respetando la gran carga emocional que hay tras esos abalorios. Son fruto del apego emocional que traslada ahora a esos objetos, como siempre ha hecho con las cintas de vídeo: intenta retener el presente que se le escapa entre los dedos como arena.

El retrato de un buen hombre. Una metáfora de todo lo que está vivo y predestinado a irse dañando, caerse, levantarse, y poco a poco marchitarse hasta morir algún día.

Las claves para que este recorrido por la vida y sentir de Kilmer haya resultado todo lo contrario es que se ha filmado desde el respeto y la ternura. Para empezar, porque sus hijos, Mercedes y Jack, han sido parte muy activa de este homenaje —y con cuánto amor se le hace este regalo mientras él ha podido verlo y no a título póstumo—. De hecho, este último es quien dobla aquellas reflexiones más recientemente escritas por su padre, ahora que se ve limitado a la cánula de la traqueostomía, y ofreciendo cierto descanso al espectador de la congoja que produce escucharle luchar por hablar en estas condiciones a las que el cáncer de garganta lo ha relegado. La descendencia ha velado claramente por un mimo y respeto hacia la persona tras el intérprete, tampoco indivisible del actor. Porque si algo nos queda claro tras este visionado es que el cine ha estado siempre en cada poro de su ser, que lo necesita como el aire. Y de ahí que su situación actual duela tanto.

Desde la más tierna infancia, como parte de un juego constante y compartido con su hermano Wesley, con quien filmaba remakes de sus taquillazos favoritos o incluso se inventaban sus propias películas. Esto proporciona una cantidad de pensamientos interesantes y conmovedores que el propio actor ha podido narrar con su propia voz a lo largo de los años para que el equipo no haya tenido que montar el puzle tirando únicamente de archivo de televisión o make of. Los quilómetros de metraje almacenados en casa del propio Val Kilmer son impresionantes y este ha sido otro factor determinante de cara a que el relato se haya orquestado con tan sumo respeto, algo que también se debe al excelente trabajo de montaje de todos esos pedazos de una vida filmada casi por completo y a un saber acompañar las emociones de la música adecuada: nada de dramatismos excesivos —que la historia ya porta su buena carga—,  sin buscar la lágrima fácil, pero ambientando en la medida adecuada al color de la vivencia. En dichos audios no podían faltar The Doors, quizá el papel por el que más se le reconoce y, a la vez, en el que más se diluyó su persona —en el documental se aprecian algunos daños colaterales que sufrió por ese mimetismo casi absoluto entre personaje e intérprete—. Rol que también avivó la llama de su categorización como sex symbol, al estar siendo la encarnación de alguien tan mitificado como Jim Morrison, que ya había levantado insanas pasiones a su vez. Pero cabe mantener presente que dentro del caos psicotrópico del vocalista, había una suerte de filósofo y poeta obsesionado con la muerte y la decadencia, pensamientos recurrentes de alguien que está en la lucha contra el cáncer y que teme la muerte del sueño que ha sido su carrera. La isla del Dr. Moreau (John Frankenheimer, 1996) tendría un gran efecto en su vida, pero en el polo opuesto, mucho más devastador. El público tendrá ocasión de ver imágenes del grado de tensión en el set, filmadas de extranjis por el propio Val Kilmer en contra de la voluntad de Frankenheimer. De esa tanda de vídeos, se extraen varias conclusiones útiles para cualquier cineasta, como lo imprescindible que es un buen guion, pero también una dirección segura. Pero también una imagen de cierto valor documental a la par que espeluznante en una simple toma de un Marlon Brando que, con todo lo que ya se sabe de él y sus tejemanejes execrables con Bertolucci, se mece con una mirada siniestra en una hamaca, con la actitud de una deidad horrenda e intocable. Estas dos películas —junto a las ya mencionadas que le vieron nacer como estrella, en especial Willow, que lo uniría a la mujer de su vida, Joanne Whalley— serán las que se nos mostrarán como verdaderos giros argumentales en el trayecto ya no solo profesional, sino vital, de Val. Y luego fue Mark Twain en los teatros, respondiendo a su eterna necesidad de ser un narrador más allá de alguien caracterizado, una pieza. Pero eso es pasado, aunque no lo aparta, y la supervivencia no está siendo fácil.

Agradecido con sus logros, pero deseoso de haber tenido la ocasión de filmar algún verdadero nuevo gran clásico, le honra que no ha querido ocultar la realidad de su manera de ser, su fama de perfeccionista que le colgó el sambenito de ser indisciplinado y un actor que hacía difícil el proceso de rodaje. Repasa en qué se equivocó, cómo su carrera se ha visto interrumpida de manera tan abrupta y cómo su psique se ha estado viendo bombardeada por las desgracias familares: defunciones repentinas y tremendamente dolorosas, su divorcio, precipitado por su autoexigente nivel de compromiso con su trabajo, y alguna que otra traición que gestionó en su día con un poner mejillas bíblico. Su madre y la fe que ella le inculcó siempre han sido pilares en su autorrealización y, ahora, cuando más lo necesita y todo parece desaparecer, son esas creencias las que le mantienen dentro de una cierta cordura y con un ánimo de seguir viviendo. Porque esa sería el mensaje que pretende lanzar Val, el documental: es una metáfora de todo lo que está vivo y predestinado a irse dañando, caerse, levantarse, y poco a poco marchitarse hasta morir algún día. El retrato de un buen hombre, alegre pese al dolor de la pérdida, que se fundía en sus personajes hasta perderse en ellos a veces. La historia de un niño que no soltaba la cámara ni ya hecho adulto, para que no se le escapara el preciado presente y su gente. Para que quedara contado. Una reflexión sobre el hecho de que, por perfeccionistas que seamos o por mucho control que ansiemos tener sobre la vida, la cinta de vídeo se va desgastando y al final se acaba la película. Hay que disfrutarla mientras dure. La película, nuestra gente y la salud. Qué bien traído ese The End de The Doors.

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