Resulta muy fácil entrar en la propuesta de Christopher Alender, tanto en lo visual como en lo narrativo. Las premisas clásicas que necesita cualquier espectador para sentirse atrapado por un cuento de terror —en este caso, con tintes folk horror— pasan por un sentido estético acertado y poderoso, y una premisa inicial que atrape al respetable al mismo tiempo que le insta a acceder a un subtexto no necesariamente conectado con la línea principal del relato. En el caso de The Old Ways (Christopher Alender, 2020), y pese a determinados momentos de bajada en el ritmo, esto ocurre con facilidad prístina, tanto en lo que respecta al aspecto formal —una fotografía muy cuidada, juegos de cámara de alta precisión— como al más puramente artístico y sugestivo —cuenta con interpretaciones de altura y un valor alegórico de rabiosa actualidad—.
Presentado en la sección Panorama Fantàstic del Festival de Sitges, el filme nos cuenta la historia de Cristina —interpretada por una gran Brigitte Kali Canales, que se echa el peso del filme a las espaldas y no flaquea en ningún momento—, una periodista que huyendo de la frenética vida en la ciudad, se adentra en el México más profundo persiguiendo una historia ancestral llena de brujas y posesiones. Quiera la providencia —o más bien su espíritu rebelde— que acceda a una cueva sobre la que circulan turbias leyendas llamada La Boca, para acabar despertando encadenada en una casa regentada por un hombre parco en palabras y una anciana de aspecto intimidatorio. A partir de ahí, el asunto irá caminando por derroteros más o menos conocidos, pero con la suficiente entidad como para elevar al filme por encima del promedio. Para empezar profundiza, a un nivel interlineal, en el sentimiento de desarraigo, de no pertenencia tan vinculado al siglo XXI. Mientras Cristina cae en lo más profundo de sus raíces —esas que ella misma enterró durante veinte años— y se enfrenta a sus demonios —reales y metafóricos—, más entra el espectador en el juego que propone Alender —que comentamos ampliamente en la entrevista que publicábamos estos días—, ese que postula que la brutal desconexión del ser humano con la naturaleza, con sus orígenes, contaminan hasta lo más profundo el alma y las motivaciones de las personas, y que la integración de ambas realidades sociales —la que huye del pasado y la que no puede vivir sin él— será lo que al final consiga que alcancemos la redención.
Sus virtudes narrativas se ven reforzadas por el poderío visual que despliega el cineasta, que con muy poco —y un uso muy inteligente del fuera de campo— alcanza cotas de visceralidad muy interesantes.
El guion de Marcos Gabriel, pese a que, como decíamos, acusa algún momento aislado de bajada del ritmo, logra inquietar y divertir a partes iguales —consigue sacar alguna carcajada dentro del contexto perturbador (ese «I’m a motherfucking bruja»), y a la escena siguiente invocar una suerte de terror muy físico, casi anacrónico—. Sus virtudes narrativas se ven reforzadas por el poderío visual que despliega el cineasta, que con muy poco —y un uso muy inteligente del fuera de campo— alcanza cotas de visceralidad muy interesantes: la fisicidad que impregna a cada acción, que nos hace mirar con nostalgia a aquel cine de terror de los años setenta y ochenta —me viene a la mente El Exorcista (William Friedkin, 1973)— cuando en lugar de CGI había ingenio, convierte a The Old Ways en un ejemplo andante de cine de dispersión con mensaje. En todo momento se siente el mimo con que está tratado cada evento, cada línea de diálogo, hasta el punto de que aunque su visionado no resulte innovador en prácticamente ningún aspecto, se instaura en la memoria con desparpajo configurando un «recuerdo del día siguiente» de lo más agradecido.
The Old Ways es, en definitiva, una propuesta de magnífico sedimento que se disfruta con proverbial facilidad. Sus virtudes opacan con mucho a sus defectos al ofrecer un terror ligero de estética poderosa y un trabajo actoral de primera categoría. Christopher Alender ha conseguido crear un filme que atrae desde el mismo título, y que no decepciona al colocar en el mismo plano lo atemorizante de lo desconocido, de todo aquello que reprimimos para poder continuar con una vida hecha a medida de los tiempos, con lo tranquilizador de saberse en casa, iluminado por esas luces amarillas que saben a nostalgia y a cine.