Revista Cintilatio
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Censor (2021) | Crítica

Y saldrá el arcoíris
Censor, de Prano Bailey-Bond
La galesa Prano Bailey-Bond debuta con una película inclasificable, oscura e hipnotizante que explora los traumas y los laberintos de la mente a través de una apuesta estética convincente y un núcleo temático que va más allá de lo convencional.
Sitges | Por David G. Miño x | 8 octubre, 2021 | Tiempo de lectura: 4 minutos

Hay determinadas películas que se suman con facilidad a las filas del cine contradictorio, el que recorre un camino que convence en determinadas facetas y, por otro lado, suscita reacciones desconcertantes cuando asume sus premisas y las explora. Censor tiene un poco de esto y un poco de aquello, teniendo en cuenta que su punto de partida y su desarrollo mantiene una extraña y poderosa simbiosis que será la que, posiblemente, mejor resuma y recoja lo que late detrás de sus imágenes y su estética: la conjunción perfecta entre el contenido y el continente, aunque no indique esto necesariamente —aunque en cierta manera, sí: he ahí la discordancia— que lo narrado y el envoltorio que lo rodea logre trascender sus potentes conceptos más allá de su plano teórico. En lo argumental, seguiremos a Enid, una censora de películas que, en el Reino Unido de la década de los ochenta de Margaret Thatcher, se encarga de «proteger» al público del sadismo y la barbarie del cine y propiciar lo que se conoció históricamente como video nasties. Su trabajo: aceptar, denegar, cortar, modificar o cualquier otro tipo de alteración de la obra que ella y su organización consideren para que así el filme pueda llegar al mercado. Por otro lado, Enid arrastra un pasado oscuro del que no puede escapar, relativo a su hermana desaparecida. Dicho esto, la conjunción entre la forma de Censor —la estructura que encaja con la métrica, la sensación de que falta algo, el pálpito de que asistimos constantemente a una obra censurada recortada aquí y allí, igual, por otra parte, que la mente de Enid— y el fondo —la propia narración que se encarga de hacer encajar las piezas del trabajo de la protagonista, encargada de preservar la integridad mental de las personas y salvaguardar el buen funcionamiento de la sociedad liberándola del sadismo y la violencia fílmica, y cómo ello encaja con el subtexto— se entrelaza constantemente y se siente como un organismo vivo que muta y se complementa con el paso de los minutos aunque, como decíamos, y pese a la perfección con la que ensambla, cae a veces en cierta reiteración que le resta impacto y hace que la obra en su conjunto se perciba con momentos de estancamiento, o de ralentización en su discurso.

Una película de estética portentosa, un ensayo implacable sobre el miedo a la pérdida y la culpa, que se tambalea sobre una narración irregular pero que sabe recompensar más allá de sus inconsistencias.

Niamh Algar es Enid.

Por su parte, otro de sus grandes temas conecta, aparte de con la memoria del trauma, la realidad alternativa que se construye alrededor de una identidad fraccionada, con la influencia de los medios de comunicación en la percepción de la realidad, capaces de transformar una película en la culpable de un asesinato, o a una persona en la responsable de algo de lo que ni siquiera era consciente: la descomposición en sus partes de la unidad individual, aunque a veces ciertamente rudimentaria, se señala en Censor como uno de los puntos álgidos de su disertación. Prano Bailey-Bond, mano a mano con la muy orgánica y por momentos fascinante interpretación de Niamh Algar en el papel principal, logra trabajar y encajar las piezas de lo personal, lo familiar y lo laboral mientras construye una fábula pavorosa que proyecta un mundo tanto o más preocupado de encontrar al culpable que de solucionar el problema, una sociedad que dedica más recursos a sentirse mejor consigo misma que a atacar el mal en su origen. Censor enseña un escenario que hace temblar la mano de la ficción con mucha más rotundidad que la de los medios de comunicación y su carta blanca para informar en base a criterios subjetivos, y representa un mundo —y a unos individuos— que no necesita mucho para agarrarse a un clavo ardiendo y alterar lo obvio para acomodarlo a lo soportable. Una película de estética portentosa, un ensayo implacable sobre el miedo a la pérdida y la culpa, que se tambalea sobre una narración irregular pero que sabe recompensar más allá de sus inconsistencias. Y con un tercio final que, de por sí mismo, justifica el visionado y nos deja con una duda: ¿saldrá el arcoíris?