Cineastas de ciencia ficción española
Bradbury teatralizado, antihéroes del espacio y apocalipsis mustios
Escasean las obras de ciencia ficción de autoría nacional. Y, cierto, son muchas más de las aquí reseñadas. Pero las seleccionadas merecen conocerse, sea por su valiente iniciativa, por su excelente labor... ¡y humor!, o por lo que pudo ser y no fue.
¿Por qué el cine español produce ciencia ficción con cuentagotas? ¿Temor a presupuestos astronómicos? Este argumento hace aguas si nos fijamos en un buen puñado de obras extranjeras independientes, más apoyadas en la magia del guion que en los FX, reduciendo costes notablemente. Para muestra, Coherence (50.000$, James Ward Byrkit, 2013), Primer (7.000$, Shane Carruth, 2004), Cube (365.000 C$, Vincenzo Natali) o Moon (5.000.000$, Duncan Jones, 2009). España, sacudida por guerras, pandemias y crisis económicas, suma la aún arraigadísima tradición cristiana y una dictadura de cuarenta años como claros enemigos de la ciencia ficción, pues ella —y cualquiera de sus variantes— a menudo cuestionan el orden establecido por Dios y el Estado. Y no se puede negar que este país nunca ha brillado por volcarse económicamente en el fomento de la cultura. Seguramente por eso, un alto porcentaje de lo que podría filmarse en casa, acaba siendo co-producción internacional, si no se convierte directamente en una fuga de cerebros al extranjero.
En la línea de su contemporáneo Georges Méliès, el turolense Segundo de Chomón ya había hecho sus pinitos de fantasía en Barcelona, agigantando y encogiendo personajes con sus efectos ópticos (Pulgarcito y Gulliver en el país de los gigantes, ambas en 1903). Pero el primer atisbo de ciencia ficción española sucedería al servicio de la productora francesa Pathé con El hotel eléctrico (1908), filmado y protagonizado por el propio aragonés y la actriz Julienne Mathieu, quien fuera su cónyuge. El cortometraje embelesó al público con el menaje de una habitación que desvestía y acicalaba a sus huéspedes, guardándoles las ropas en cajones que se abrían y cerraban solos, para luego desenredarles cabello y barbas con enseres voladores. Estas maravillas atribuidas a la ciencia futura eran animadas por la técnica del paso de manivela, consistente en tomas fotograma a fotograma que creaban la ilusión de comprimir el tiempo.
Si alguien revolucionó la televisión española, fue Chicho Ibáñez Serrador. Maestro del terror, se adelantó a Los chicos el maíz (relato de Stephen King de 1977, filmado 1984 por Fritz Kiersch) con Quién puede matar a un niño (1976). Su santo grial sería el programa de TVE Historias para no dormir, sobre el que recién se anuncia nueva entrega con directores como Paula Ortiz, Paco Plaza o Rodrigo Sorogoyen. Compuesto por diferentes largometrajes de corte siniestro, casi siempre sazonados con ese humor ácido y tan negro con que el regidor y guionista presentaba las filmaciones, optaría por un tono más sobrio, incluso nostálgico, cuando las narraciones futuristas más trascendentales lo exigiesen, brillando con los efectos más rudimentarios. Ya era así en sus teatrillos filmados para la televisión argentina, en la serie de ciencia ficción Mañana podría ser verdad (1962), alternándose como actor y realizador con su padre, Narciso Ibáñez Menta. De su episodio más aclamado, Los bulbos, se aseguró que hasta el infame dictador español se había enganchado.
Las principales fuentes de Historias para no dormir fueron Poe (para lo gótico-fantasmagórico y psicopático) y Ray Bradbury. El autor de Farenheit 451 y Crónicas marcianas nutrió episodios sobre terribles contactos con entes extraterrestres (La bodega) y viajes al espacio exterior ( La espera, El cohete), siendo estos de tinte más reflexivo y melancólico. En lo distópico, destaca El asfalto (Carlos Buiza), interpretada por un conmovedor y tragicómico Ibáñez Menta, en un único decorado de estética tebeo, tan desenfadado que preludia a Ruperta y el plató de 1,2,3. Chicho firmaría infinidad de guiones como Luis Peñafiel, incómodo por la omnipresencia de su nombre real en los créditos, así de polifacético y multidisciplinar era. Cualidades que, sumadas a su paladar noir, le convertirían en el Hitchcock hispano.
Acción Mutante (Álex de la Iglesia,1993). Se trata de la encarnación del esperpento en todas sus acepciones. Y para otorgarle credibilidad a ese costumbrismo, hay que jugar en casa. El universo futurista genéticamente perfecto creado por el director vasco junto a su mano derecha, Jorge Guerricaecheverría —guionista omnipresente en la filmografía española— nada comparte con la aséptica y armoniosa distopía Gattaca (Andrew Niccol, 1997). Nos topamos con una deleznable jet set de estética kitsch de pasarela ruiz-de-la-prada-almodovariana (no en vano fue producida por los susodichos hermanos, Agustín y Pedro). La resistencia la conforman unos deformes, lisiados y no muy inteligentes terroristas, que sembrarán el humor negro y el caos a ritmo de Def Con Dos y salpicarán todo de sangre, con especial esmero sobre el busto de la superviviente explosiva de turno.
El icono sexual femenino entre el feísmo contrahecho y garrulo gestan el embrión de lo que serían Plutón BRB Nero (Alex de la Iglesia, 2008-2009) para RTVE y su alienígena Rosswell (Enrique Villén). El habla culta, el odio infinito y un cuerpecillo ridículo pero letal, son los ingredientes de uno de los mejores villanos imaginables y un gran recurso para una obra de humor macabro que homenajea a la Guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams —o a su descendiente, Futurama (Matt Groening, 1999-2013)—, Star Trek (Gene Rodenberry, 1966-1969) o Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979). El bar (Álex de la Iglesia, 2017) retoma ese elenco coral al que le sobreviene el paciente cero de una pandemia —igual no es buena idea verla ahora mismo—. Dicha alerta vírica indeterminada es la excusa para retratar lo miserable (y lo irreversible) de una cuarentena militarizada y las relaciones interpersonales en semejante crisis, como estamos comprobando en vivo. Aquí el estilo del cineasta y su co-guionista ya se nos muestra más maduro, menos recargado —sin perder su esencia transgresora— y mucho más centrado en el costumbrismo negro español, con sus estereotipos urbanitas de la capital, en este caso.
España, sacudida por guerras, pandemias y crisis económicas, suma la aún arraigadísima tradición cristiana y una dictadura de cuarenta años como claros enemigos de la ciencia ficción.
El milagro de P. Tinto (Javier Fesser, 1998), coescrita con su hermano Guillermo. Otro par de amantes de lo cañí caricaturizan sus estereotipos nacionales al estilo tebeo y con acción de dibujos animados clásicos: una caída de bombona en la cabeza puede dejar apenas un chichón pero, alerta siempre, con la fijación por los trenes de los Fesser. De nuevo la ciencia ficción satisface los anhelos paternales de un Luis Ciges entrañabilísimo. Y lo hace con una locura de viajes en el tiempo, naves espaciales y unos míticos «marcianitos» (Javier Aller y Emilio Gavira).
Los cronocrímenes (Nacho Vigalondo, 2007). Una manera burda de resumir la trama de esta resultona pieza de viajes en el tiempo con presupuesto mínimo, sería decir que Karra Elejalde —de nuevo al servicio del humor negro— es un señor que se destroza a sí mismo y a su mujer por correr al encuentro de unos exuberantes pechos jóvenes. La obra no solamente ofrece una lectura interesante y evidente sobre la crisis masculina de los cuarenta, y sobre la rutina del matrimonio maduro; también es un excelente ejercicio de guion, que narra los viajes en el tiempo de manera eficiente y sin necesidad de esos retruécanos tan espectaculares como complejos que plagan Tenet (Christopher Nolan, 2020). Vigalondo retomaría este ejercicio de saltos en el tiempo y crisis de pareja, ya con mayor inversión y más empapada en lo siniestro, con un muñeco diabólico y matices de psiquiatría en Pooka (2018, dentro de la serie Into the Dark) y cuya secuela, en manos de Brugués, sería un slasher de calidad discutible y ya sin relación con el tema que nos ocupa.
En su constante exploración del monstruo interior y la pareja, el guionista y director con Colossal (Nacho Vigalondo, 2016) lanza su guion más original. Esta vez, aplicando esa crisis de la llegada a la vida adulta, el compromiso y las responsabilidades a una Anne Hathaway totalmente fuera su zona de confort interpretativo, con resultados tan cómicos como entrañables (sin olvidar describir eficientemente la relación tóxica de pareja y el perfil de maltratador psicológico). La criatura terrible encarna la adicción y una inconsciencia que pueden tener consecuencias irreversibles sobre nuestro entorno. Entre esa riqueza de matices psicológicos encierra, además, una habilidosísima crítica a aquellas altas esferas que, en su egoísmo y excursiones de lujo, pueden generar daños tremendos en miembros de la sociedad sobre quienes ni son conscientes. La disculpa pública de la protagonista es un gran guiño al pueblo español, y un dardo acusador y paródico hacia nuestro particular tiranosaurio rex y sus destrozos a lo Godzilla.
Con respecto a Miguel Llansó y sus co-producciones etíopes, su universo de afro-futurismo con juguetes de los 80, videojuegos retro, hombres-mosca con rayos láser, apocalipsis, espías de cuerpos contra todo cánon estético socialmente aprobado, comunistas, nazis con orejas de ratón animado…. En definitiva, para conocer sus inacabables referencias a la infancia de quienes nacimos en los 80, os recomendamos ahondar en el loco imaginario a través del análisis de Jesus Shows You The Way To The Highway (Miguel Llansó, 2019) en La Ciclotimia, que también incluye pinceladas de Crumbs (Miguel Llansó, 2015). Requiere capítulo aparte él solo, pues sus fines del mundo nada comparten con aquellos a los que nos ha acostumbrado el cine español.
Fin (Jorge Torregrossa, 2012), está en la lista de ciencia ficción por la elucubración de un apocalipsis por impacto de meteoritos —detalles sin los cuales se quedaría en mero suspense— pero, realmente, no resuelve la intriga más allá de las cavilaciones de sus protagonistas. No profundiza en sus psicologías —algo que ya se le criticaba a la novela original— ni atina a proporcionarles unos rasgos más allá de las estereotipias habituales del grupo de amigos que se reúne tras años sin verse. A su favor cumple un fugaz y modesto uso de un CGI que cumplió decentemente para estrellar el aerolito y espolear las masas de bestias en fugas a lo Jumanji (Joe Johnston, 1995). Elementos que, sin ser novedosos, resultarían atractivos. Aunque no logran evitar que la buena idea caiga en el despropósito, por un guion inconcluso, algo que puede sorprender al contar con la participación de Jorge Guerricaechevarría, que cuenta con varios Goyas al mejor texto y que ha puesto las expectativas con las nubes gracias a 30 Monedas (Álex de la Iglesia, 2020). La definición de los personajes no deja margen de lucimiento a alguien de la talla y talento de Maribel Verdú. Y tampoco contribuyen algunas actuaciones noveles, faltas de naturalidad, y los diálogos, poco creíbles. Si bien es cierto que se basa en la novela de David Monteagudo y hubo cierto debate —el habitual— sobre si fallaba su adaptación o si el libro en sí ya cojeaba.
Los últimos días (Álex y David Pastor, 2013). Destaca como el más digno y mejor desarrollado apocalipsis estatal. La visten de credibilidad las consistentes interpretaciones de Quim Gutiérrez, José Coronado y, de nuevo, una enternecedora y maternal Marta Etura. Pero, aquí sí, las conversaciones le otorgan un extra de realismo, puesto que le imprimen esa cotidianidad que usaría Tarantino para hacernos veraces sus personajes. Los de los hermanos Pastor hablan con la naturalidad con que ellos bien saben que un castellano-parlante y un catalano-parlante afincados en Barcelona mezclan ambas lenguas, o saltan de la una a la otra, en el día a día, según el contexto o los nervios que nos llevan a buscar arrope verbal en nuestra materna. Su hábil juego con la luz, la distorsión de la imagen, emborronándola para exponer el malestar físico y visual, permite que el territorio de acción del CGI se pueda acotar a explosiones y fuegos. Cumple con el viaje del héroe y su arco de transformación concuerda con la aventura que resuelve su trama. El mensaje es claro y con moraleja: todas las generaciones hasta la de los que estamos en edad de procrear somos quienes han dañado tantísimo a este planeta que convalece por nuestra culpa y que nos pretende expulsar de manera espástica. Podríamos vincularla con El incidente (M. Night Shyamalan, 2008) y con la situación de pandemia actual. Aunque en ese terreno encaja más literalmente —y de manera menos brillante—, una obra anterior de los propios hermanos Pastor en territorio estadounidense: Infectados (2009), protagonizada por Chris Pine.
Segundo Origen (Bigas Luna y Carles Porta, 2015). Se basa en la novela, también apocalíptica, Mecanoscrito del segundo origen de Manuel de Pedrolo. Bigas Luna falleció dejándola inconclusa y Porta transmite su homenaje al difunto proyectando iconografía de su obra en un momento emotivo. Contrastan las ciudades destruidas de Lleida y Barcelona con el paisajismo preciosista, con puestas de sol como metáfora del fin de una era y amaneceres para sugerir esperanza y reinicio de la vida.
Al margen de eso, la novela sufre un enfoque empalagosamente cuqui que desvirtúa el fuerte carácter que se le debería haber respetado a la protagonista femenina, quien muestra bastante menos picardía y dotes de supervivencia que la heroína que representa. También se ven harto suavizadas las amenazas a las que se enfrenta en el Mecanoscrito de Pedrolo. Quizás el fallecimiento de Bigas Luna y el consecuente tributo, tiñera el filme de un candor que minimiza la gravedad de la situación narrada, y que en absoluto desprende el texto original, lo que se echa de menos mucho en su adaptación. La aparición de Sergi López nos puede sugerir los problemas que se avecinan, por una cuestión de costumbre de verle en la piel del villano… Pero el papel encarnado no hace justicia a sus dotes interpretativas: la personalidad difuminada del rol no compensa la ausencia de aquellos peligros del libro: necesitaría ese poder y una actitud coherente. El subtexto de estas obras coincide en el miedo a la paternidad y a las responsabilidades de esta y del compromiso familiar/de pareja. Muestra que, cuando se cierne el inminente fin de la especie, la madre y su fortaleza son constantes ligadas a la esperanza de supervivencia. Si hubiera héroe masculino, es el padre que se duele del instinto de protección incomprendido en casa, percibido en ella como necesidad de alejamiento y huída de toda responsabilidad. Rasgos que afloran también en los siguientes relatos de ciencia ficción.
Eva (Kike Maíllo, 2011). En este caso, el hombre a la fuga carga con una parte de culpa, fruto de unos sentimientos que pueden hacer daño a las personas que más quiere, pero también va ligado a la responsabilidad de quien juega a ser el Doctor Frankenstein. Daniel Brühl interpreta, con su eficiente dramatismo habitual, a un ingeniero muy consciente de su deber, pero no por ello ajeno a sus propias debilidades. Unos FX válidos y el excelente reparto refuerzan la obra de Maíllo. La siempre enternecedora Marta Etura funciona muy bien en este tipo de narraciones, pero puede resultar extraño ver a alguien de la excelencia y gravedad teatral de Lluís Homar involucrarse en un rol más cercano al mimo o al clown. Se echa en falta que se explote más su genialidad actoral. Si bien se comprende que la relación entre este personaje y la niña protagonista amplían el espectro de público a uno más familiar. La pieza reabre debates como hasta qué punto es legítimo satisfacer el deseo de engendrar a toda costa, cómo cada ser está determinado por su naturaleza y no la traicionará —por muchas oportunidades que se le concedan a quien carece de empatía: no nos engañemos—, lo que entronca con la bioética de crear seres artificiales con sentimientos y, no tan de soslayo, el cuestionamiento de la bondad supuestamente inherente a la infancia.
Autómata (Gabe Ibáñez, 2014), co-escrita con los guionistas Javier Sánchez Donate e Igor Legarreta, fue protagonizada y producida por Antonio Banderas. Con lo amado que es tanto en su tierra natal como en Hollywood, podría haber sido un taquillazo. Tiene algunos grandes aciertos estéticos, como los más que decentes ingenios que dan nombre a la película. Si bien no es nada original en una paisajística urbana que copia totalmente la propia de la saga Blade Runner (Ridley Scott, 1982) pero que reproduce correctamente, al igual que los parajes desoladores totalmente Dune (David Lynch, 1984), Mad Max (George Miller, 1979) e incluso, en alguna ocasión, tipo WALL•E (Andrew Stanton, 2008). Su fotografía recuerda a Denis Villeneuve: los tonos fríos tan propios de La llegada (2016), Enemy (2013) en los ocres: las estructuras de largas patas recuerdan a las arañas que se ciernen sobre la ciudad en esta última. Pero la historia hace aguas: entre otros detalles, las frases que se dan a Banderas no alcanzan la solidez que él merece, sensación que remata un soliloquio inverosímil. Así como el pequeño rol que se otorga a Melanie Griffith parece metido con calzador.
Ivan Massagué en El hoyo.
El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019) ha supuesto claramente la catarsis española en el género distópico, que siempre arremete contra la desigualdad social. Como puede apreciarse en el análisis que en su día ofreció La Ciclotimia, denuncia especialmente la injusta y pésima distribución de los alimentos y los recursos entre la población (global, podríamos extrapolar). Cuenta con un potente guion de David Desola y Pedro Rivero, una fotografía tétrica-óxido cuando debe repugnar y obscena en el mimo de los menús pantagruélicos, además de lucir grandes interpretaciones (Ivan Massagué, Zorion Eguileor, Antonia San Juan). Desde que triunfara en Sitges 2019, ha recabado innumerables galardones y ha logrado ser la película de habla no inglesa más vista en el mundo este año. Es, sin duda, el mayor éxito de la ciencia ficción española.
Pero no es el único grito contra los abusos del sistema que ha registrado la producción nacional. La caja Kovak (Daniel Monzón, 2007) vuelve a contar con la co-escritura de Jorge Guerricaechevarría. Toma el patrón de la clásica novela best-seller de complots, resultando en una obra entretenida —sin más— de acción, combinada con la manipulación psicológica y unos primero planos de agujas, condicionamiento pavloviano y onírica de las carnes extrañas que son un claro guiño a David Cronenberg. Lo realmente interesante de la pieza protagonizada por Timothy Hutton —pues es co-producción con Gran Bretaña— y Lucía Jiménez, es que se trata de un meta-relato en torno a la función del escritor de ciencia ficción como surtidor de ideas malignas para la punta de la pirámide socio-económica. Reflexiona, mediante una especie de Watergate futurista, sobre cómo el sistema se sofistica de manera que sus enemigos opten por autocensurarse: he ahí su mayor victoria, como se reflexionaba hace poco en la entrevista de Gerard Escuer y César Strawberry acerca de las leyes Mordaza con motivo del documental Tijera contra Papel (Gerard Escuer, 2016). Y es que, la realidad, ya lo dicen, a menudo supera la ficción.