Los chicos del maíz
Los niños que adoraban a las plantas

País: Estados Unidos
Año: 1984
Dirección: Fritz Kiersch
Guion: George Goldsmith (Relato: Stephen King)
Título original: Children of the Corn
Género: Terror
Productora: Angeles Entertainment Group / New World / Cinema Group / Hal Roach Studios / Inverness Productions / Gatlin / Planet Productions
Fotografía: Raoul Lomas
Edición: Harry Keramidas
Música: Jonathan Elias
Reparto: Peter Horton, Linda Hamilton, John Franklin, Courtney Gains, Robby Kiger, R.G. Armstrong, Julie Maddalena, John Philbin
Duración: 93 minutos

País: Estados Unidos
Año: 1984
Dirección: Fritz Kiersch
Guion: George Goldsmith (Relato: Stephen King)
Título original: Children of the Corn
Género: Terror
Productora: Angeles Entertainment Group / New World / Cinema Group / Hal Roach Studios / Inverness Productions / Gatlin / Planet Productions
Fotografía: Raoul Lomas
Edición: Harry Keramidas
Música: Jonathan Elias
Reparto: Peter Horton, Linda Hamilton, John Franklin, Courtney Gains, Robby Kiger, R.G. Armstrong, Julie Maddalena, John Philbin
Duración: 93 minutos

El fanatismo religioso y los hipnóticos campos de maíz del interior de EEUU dan vida a esta fantástica obra de terror.

Antes que un país de perritos calientes y hamburguesas, los EE. UU. son un país del maíz. Se dice que el cultivo y el comercio de maíz fue la espina dorsal de las civilizaciones amerindias. Hoy en día, los EEUU son el mayor productor global de la planta, aunque su cultivo está concentrado en apenas un puñado de estados interiores. Los paisajes de algunos de estos estados, como son Iowa o Nebraska, están tan extensamente poblados por el cultivo del maíz que las plantaciones de esta característica planta se funden con la propia textura del paisaje, haciéndose inconfundibles con la misma extensión del territorio. Esta poderosa asociación del maíz con el corazón, tanto geográfico como económico, de la historia estadounidense, y la sobrenatural visión de su extensión hasta el horizonte en las regiones interiores de su geografía, es el primer elemento que sirve de inspiración para el relato de Stephen King, Los chicos del maíz, de 1977, y de su posterior adaptación a la gran pantalla, de mano de Fritz Kiersch, en 1984.

Si el primer elemento que inspira Los chicos del maíz es este corazón «material» de los EE. UU., el maíz, el segundo será su corazón «espiritual»: el fanatismo religioso, que imbuía las primeras colonias europeas en Norteamérica y que empujó su colonización del Oeste, en tanto que muchas de estas comunidades protestantes huían de la persecución religiosa y buscaban formar sociedades regidas por estricta obediencia teológica en la nueva tierra prometida. El personaje central de Los chicos del maíz, el joven «predicador» Isaac Chroner (interpretador por John Franklin), encarna este demonio interno de la cultura norteamericana, a medida que se hace con el control de los niños y jóvenes de la pequeña población de Nebraska, Gatlin, y le convence para acabar con la vida de todos los adultos. En algún otro momento hemos escrito sobre la importancia de la figura de los niños como representación del futuro y las promesas de prosperidad de una sociedad, y como su desaparición o cooptación suele contener ansiedades en torno a la extinción y el fin del mundo. El caso de Los chicos del maíz no es diferente, en tanto que extrae gran parte de su carga simbólica de los peligros que siempre han sobrevolado a la sociedad estadounidense, mucho más religiosa y espiritual que las europeas, de sucumbir ante el fanatismo desatado o ante los embrujos de un hábil demagogo.

Sarah y Job (Anne Marie McEvoy y Robby Kiger), los únicos niños de Gatlin que no han caído bajo la influencia de Isaac, sirven de reflejo y contrapunto a la pareja de protagonistas adultos.

Parte de estas ansiedades se reflejan en la irritación de los protagonistas de la película, Burt y Vicky, interpretados por Peter Horton y Linda Hamilton, cuando no logran sintonizar en la radio de su coche más que las emisoras religiosas del interior norteamericano, a medida que cruzan los infinitos campos de maíz en dirección a Seattle, donde Burt se ha asegurado un nuevo trabajo como médico. Una serie de imprevistos dramáticos y otras circunstancias misteriosas sumergen a la pareja en un laberinto de carreteras secundarias y caminos de barro a medida que tratan de escapar del encanto sobrenatural de los campos de maíz, en unas primeras y extensas escenas donde el suspense de la película incrementa de forma tendencial y orgánica, internándonos gradualmente al interior de la pesadilla. Casi por accidente la pareja acabará atrapada en las abandonadas calles de Gatlin, cuyo paisaje de pueblo fantasma aparece si cabe más encantado a medida que se revela que la única vida que habita entre las ruinas es la de los niños fanáticos armados con hoces, y rituales pseudo-paganos sangrientos y crucifijos de maíz.

Mientras que la película se embarra en ocasiones en algunos de sus momentos intermedios en la metáfora simplona y la pedagogía plana, una amplia escalada de sus apuestas de guión y de producción en sus momentos finales nos proporcionarán una resolución digna del mejor cine del género.

Gran parte del encanto de Los chicos del maíz se debe a este grupo de jóvenes asesinos, entre los cuáles sobresalen el fanático lugarteniente Malachai (Courney Gains) y el ya nombrado Isaac, cuyos discursos furiosos y sus exabruptos proféticos elevan su pequeña figura de baja estatura y apariencia endeble a la calidad de villano emblemático del cine de terror. La figura de Isaac será central en la ya mencionada fina línea que la película trata de dibujar entre el fanatismo religioso y el delirio asesino y sectario, que veremos connotado continuamente con una diversidad de elementos que transitan por la fina membrana de lo sagrado y lo terrorífico: cuentos para niños sobre el infierno y el pecado, la retórica bíblica sobre la obediencia ciega a la voluntad divina y, de forma muy señalada, una banda sonora que evoca las formas de la música sacra.

Linda Hamilton pasaría a la historia como Sarah Connor en Terminator (James Cameron, 1984), en el mismo año del estreno de Los chicos del maíz.

Pero sería altamente imprudente creer que Los chicos del maíz no es más que una fábula algo escabrosa sobre los peligros del fanatismo religioso. Gran parte del cine de terror nos tiene acostumbrados a esta fórmula condescendiente, donde un relato terrorífico, de cariz sobrenatural y mágico, va dando lugar a una explicación naturalista y una conclusión pedagógica que nos enseña que, en definitiva, los terrores de los que hemos sido testigos no son más que una metáfora inofensiva sobre los peligros de tal o cuál fenómeno de nuestra vida cotidiana. Pero lo que supone la genialidad central de Los chicos del maíz es presentarnos una inversión de esta idea, conduciéndonos a partir de un relato relativamente naturalista (la sumisión inconsciente de los niños y jóvenes de una población a la retórica profética de un predicador) a una serie de revelaciones finales que ponen en primer plano la naturaleza sobrenatural y fantástica del fenómeno terrorífico al que nos enfrentamos. Mientras que la película se embarra en ocasiones en algunos de sus momentos intermedios en la metáfora simplona y la pedagogía plana, una amplia escalada de sus apuestas de guión y de producción en sus momentos finales nos proporcionarán una resolución digna del mejor cine del género.

Los chicos del maíz no deja de ser una pequeña producción del cine de terror de serie B de los años 80, eclipsada por muchas otras producciones, a pesar de que cuenta con el dudable mérito de haber dado comienzo a una serie casi interminable de secuelas y reboots, casi todas estrenadas directamente en vídeo o en la televisión. Se podría decir que, al partir de una serie de premisas un tanto inverosímiles y no demasiadas pretensiones, no es muy difícil cumplir las expectativas. Pero Los chicos del maíz sorprende precisamente porque se atreve a cambiar las expectativas habituales del género, y aunque bebe de un importante afluente metafórico material (maíz) y espiritual (el fanatismo religioso) y su fundamental relación simbólica con el corazón de los Estados Unidos, se atreve a pasar por encima de la alegoría sencilla y encomienda ese capital a una gran conflagración final enteramente desenfadada pero comprometida y fiel al terror sobrenatural, llena de una imaginería espeluznante y momentos emblemáticos. Mientras que demasiados ejemplos del género olvidan con facilidad alguno de los dos polos (el meramente metafórico y el decididamente sobrenatural), Los chicos del maíz logran con éxito un equilibrio entre ambos aspectos y subvierten nuestras expectativas en un resultado final encomiable, entretenido e irreductible.

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