En escena un chef de apariencia intensa, rodeado de un séquito que trabaja sin descanso siguiendo lo que parecen las indicaciones de un perfeccionista patológico. Hay mucha comida, jamones que cuelgan del techo, cabezas animales desolladas preparadas para ser convertidas en arte culinario. Del mismo modo se percibe cierta tensión, perturbación, incluso desazón. La música incomoda, los alimentos son conceptualmente apetitosos, pero en pantalla generan rechazo. Fundido a negro.
El punto de partida de El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019), ganadora del premio a mejor película en el Festival de Sitges 2019, es ejemplar. Se nos presenta a Ivan Massagué en el papel de Goreng, un hombre que se despierta en medio de lo que parece ser una celda cúbica con un enorme agujero en medio desde el que se pueden ver, arriba y abajo, infinidad de celdas exactamente iguales. Por compañero, un extraño individuo que atiende al nombre de Trimagasi (Zorion Eguileor absolutamente hipnótico) con una extravagante tendencia a responder a toda pregunta con un «obvio». Pronto descubrimos que el generoso orificio que preside la estancia es en realidad el hueco por el que discurre una plataforma cargada de los más maravillosos manjares, que se va viendo consumida y violentada por cada piso que atraviesa, obligando a los habitantes de los pisos inferiores a comer las sobras de los que están en los pisos superiores.
A pesar de beber estéticamente de obras como Cube (Vincenzo Natali, 1997) o Saw (James Wan, 2004), desde el principio podríamos establecer una analogía con el cine de Bong Joon-ho, tanto en la temática social como en el uso de las alturas y las distancias como metáfora visual. En este caso, sustituye la horizontalidad que el coreano proponía en Snowpiercer por la verticalidad más absoluta. Si en aquella la huida era hacia delante, y con un punto de vista que obligaba al espectador a situarse en un continuo —esto es, siguiendo al grupo de la rebelión, capitaneado por el personaje de Chris Evans— que incitaba a empatizar siempre con el mismo segmento poblacional, El hoyo propone un ascensor social, donde tu mirada va a viajar entre los diferentes estratos obligándote a ver, con impotente mirada, como el individualismo y la estulticia social se terminan el plato de comida en igualdad de condiciones éticas —la cinta se afana en presentar que la igualdad individual es total, no pretendiendo establecer diferencias de clase en base a la procedencia de cada uno de los individuos—. De este modo, en su afán dicotomizador, juega también con el frío y el calor —si te quedas comida una vez se ha ido la plataforma, la temperatura se elevará o reducirá hasta calcinar o congelar, al azar—, dejando claro en todo momento que su interés principal recae en diferenciar dos realidades usando para ello los extremos.
La propuesta de Gaztelu-Urrutia se podría descomponer en tres grandes subgrupos teóricos, funcionando cada uno de ellos de forma desigual de cara a sus interpretaciones. Así, tendríamos las vertientes psicológica, sociológica y política.
Philip Zimbardo, psicólogo, realizó en 1971 el conocido como experimento de la cárcel de Stanford. Trataba de obtener un por qué a los conflictos que se desataban en las prisiones, y para ello metió en una cárcel ficticia a 24 voluntarios y los segmentó en guardias y convictos, de manera completamente aleatoria. El resultado final fue que tuvo que cancelar el experimento al sexto día, pues los sujetos experimentales mostraban enormes desordenes emocionales, conductas sádicas (los guardias) y sumisión y desesperación patológica (los reos). Zimbardo descubrió, en un experimento irrealizable hoy en día por sus implicaciones éticas, morales y latrogénicas, que el poder que les otorgó de un modo circunstancial y efímero a los voluntarios, terminó sedimentando en su personalidad en muy poco tiempo, llegando a definirlos más allá de su vida anterior.
En el caso de El hoyo, los reclusos son o bien voluntarios —es el caso del protagonista, que entra con la pretensión de dejar de fumar y leer el Quijote— o bien involuntarios —aquí, la prisión subterránea actúa como elemento castigador—, pero lo que la obra comparte con el experimento de Zimbardo es su cualidad modificadora, pues los «habitantes» adoptan las normas como un mantra, y se descubren a sí mismos concursando en un juego macabro en el que la comida es el centro, poniendo en valor las necesidades fisiológicas por encima de todas las demás —como ya hiciera Maslow en su famosa pirámide—. Es fácil pensar en Goreng como uno de esos participantes del experimento de la cárcel, que acaba viendo como su vida se adapta —siguiendo esas fases de negación y aceptación— a una realidad incómoda y que encuentra en Trimagasi a ese contrapunto perverso que todo ser humano lleva dentro. Las implicaciones psicológicas de la obra se sitúan en un punto en el que su lectura resulta más o menos obvia, siendo estimulantes a pesar de no resultar innovadoras en lo puramente teórico.
La propuesta de Galder Gaztelu-Urrutia no es breve a la hora de mostrar una sociedad egoísta y cortoplacista, y ofrece una visión que invita a la reflexión social con acierto.
Por su parte, la lectura sociológica es quizá la más interesante. Como decíamos, utiliza la altitud y el espacio como salto de línea social, ejemplificando de un modo muy visual cómo lo que empieza arriba íntegro y bello, llega abajo consumido y desintegrado. Goreng, dibujado como una figura mesiánica —el que llega para salvarlos a todos—, trata de convencer a los de arriba y a los de abajo para que sean respetuosos con la comida, para que ingieran únicamente lo necesario, pero obtiene rechazo e insultos: nadie está dispuesto a renunciar a aquello que «les pertenece», ya que no saben dónde van a estar situados el mes que viene —recordemos que su posición en el hoyo varía de forma aleatoria cada 30 días, y cuanto más abajo estés, menos comida (o ninguna) llega—. La incertidumbre futura pareciera justificar moralmente el abuso social, de un modo casi alegórico con la sociedad en la que vivimos.
Cuando nos muestra esa batalla por la comida, esa superioridad momentánea ante los que están por debajo, y esa resignación ante los abusos de los que están por encima, la cinta adquiere la forma de falacia petitio principii, de la que no es posible salir porque se contiene a sí misma. Para romper la dinámica sería necesario que todos los eslabones de la cadena se pusieran de acuerdo en beneficio de un bien común, pero los presos del hoyo no están dispuestos a pasar por eso. Prima la necesidad instantánea, el pan para hoy y hambre para mañana. De este modo, la propuesta de Galder Gaztelu-Urrutia no es breve a la hora de mostrar una sociedad egoísta y cortoplacista, y ofrece una visión que invita a la reflexión social con acierto.
Pero —casi siempre hay un pero—, la cosa no termina ahí, y es que El hoyo termina metiéndose en aguas turbulentas y poco definidas. Su discurso político es el más evidente —en el mal sentido de la palabra— y el menos logrado, diluyéndose en el reduccionismo al interrelacionar malevolencia con altitud, en el que mezcla raza, género, enfermedad, edad, y lo convierte en un alegato político poco convincente e irritantemente unidimensional. Juega con la mentira y el escaso acceso a la información (no saben realmente cuántos niveles de profundidad tiene el hoyo), con las corruptelas, con los funcionarios desinformados (magnífica, por otro lado, Antonia San Juan en el papel de Imoguiri), con la sumisión ante el mandamás. Y lo hace todo de un modo tendencioso, estableciendo una correlación demasiado estridente entre el acto del mandato y la perversidad.
Esforzándose demasiado en ser transgresora, no haya un equilibrio convincente entre lo potente y lo escatológico (esa escena protagonizada por el personaje de Emilio Buale y los residentes del nivel superior, que tanto recuerda al Julio Médem de Caótica Ana), y pierde fuerza discursiva cuando pretende aleccionar al espectador. No obstante, y pese sus excesos y carencias, El hoyo se eleva como un propuesta de alto contenido, y a pesar de que, a su final, acaba fallando en las formas al cambiar la obviedad semántica que había ido mostrando a lo largo de todo el metraje por el cripticismo, atesora las suficientes virtudes como para considerarla una obra a tener en cuenta. Su desigual aproximación a las problemáticas psicológica, social y política son razón suficiente para enfrentarse a ella con ánimo desprejuiciado y el estómago preparado; y es que después de todo, El hoyo tiene mucho de metáfora, algo de truco de magia, y nada de trivial.