Historia del cine de ciencia ficción (II)
Los años cincuenta
A la luz de la bomba atómica, la ciencia ficción explotó en el Hollywood de mediados de siglo con una cascada de producciones de invasiones extraterrestres y gigantescos monstruos mutantes, en la que sería la Era Dorada del género en la gran pantalla.
La llegada de la Era Atómica
Contaba Ray Bradbury, autor de Crónicas marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953), que cuando escuchó la noticia de que Truman había ordenado el lanzamiento de la bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, pensó para sus adentros: «Sí, por supuesto. Ya está aquí». Su falta de sorpresa se debía a que los escritores de ciencia ficción llevaban décadas publicando historias sobre la bomba atómica. H.G. Wells había escrito una historia en 1914 que resulta escalofriantemente cercana a la realidad. Pero cuando Isaac Asimov afirmó que Hiroshima había «rescatado el respeto» de los escritores de ciencia ficción, no quería decir que estos ahora fueran considerados profetas indiscutibles, sino que la bomba había iluminado una afinidad muy particular que el género, que hasta ahora se había desarrollado en la esfera de la «baja cultura», en particular del cómic y del pulp, con este momento histórico.
Aunque todavía habría que esperar un poco para que la ciencia ficción se emancipase de ese estigma de cultura baja y juvenil, de mal gusto y calidad dudosa, la era inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial favoreció enormemente su popularidad y expandió su alcance como nunca. Esto se debió a dos fenómenos paralelos que guardan entre sí la misma relación problemática y llena de aristas que comúnmente ha existido entre la ciencia ficción literaria y la cinematográfica. Por un lado, en los años cincuenta coinciden buena parte de la producción y popularización de la obra algunos escritores de ciencia ficción que hoy en día son considerados como pioneros indiscutibles: los mismos Bradbury y Asimov, pero también Arthur C. Clarke, Richard Matheson, Robert A. Heinlein, en parte Philip K. Dick y muchos más. Por el otro, esta década da pie a una de la que es considerada como la Era de Oro del género, su primera gran etapa de éxito y popularidad en la gran pantalla.
Todo ello a su vez se debe al profundo impacto que marcó la Segunda Guerra Mundial en la conciencia colectiva en torno a las ideas de progreso y de innovación científica, núcleos narrativos tradicionales de la ciencia ficción. Tras la explosión de la bomba atómica, esta vez en la vida real, quedó descubierta la posibilidad de una muerte absoluta y fugaz de toda la especie, una extinción a nivel planetario, de darse una guerra atómica abierta. El perenne miedo a la muerte se veía así amplificado a un nivel global: ya no era la muerte individual o colectiva la que se temía, sino la total. Pero lo que era más importante todavía: esta posibilidad había sido auspiciada por el propio desarrollo tecnológico de la humanidad, que hasta ese momento había estado casi siempre ligada a las ideas utópica del bienestar material y la excelencia moral, la redención de la humanidad por la ciencia y la historia. Si bien este mito había tenido sus no pocas grietas hasta ahora, como exploramos en la anterior entrega, el lanzamiento de las dos bombas atómicas lo hizo añicos de forma casi irreparable.
En este contexto es donde nació la ciencia ficción tal y como hoy la conocemos: como un género distintivo implantado en el centro de la cultura popular que porta, ante todo, un particular escepticismo ante el progreso científico o, al menos, una relación ambivalente. Como veremos, si bien muchos de los monstruos terribles y mutaciones asombrosas que pueblan este artículo son despertados por pruebas nucleares fallidas u otros desarrollos inesperados de la innovación tecnológica, suele ser un invento científico o un ingenio técnico el que generalmente salva a la humanidad en el último momento en todo un perpetuo deus ex machina.
La preponderancia estadounidense durante esta primera era de oro del género marcaría para siempre el liderazgo que ha tenido este país en marcar su tono y dirección desde entonces.
La ubicuidad con la que estos temas pueblan la ciencia ficción de los años cincuenta es tan evidente que resulta casi vergonzoso apuntar la relación del género con la bomba atómica, así como con la creciente paranoia anticomunista, las nuevas ansiedades en torno a los peligros de la radiación y todo tipo de tensiones y dificultades sociales nacidas bajo el estandarte de la modernización de la sociedad y el auge de los medios de comunicación de masas, así como el ensanchamiento del mercado de consumo. Aquí es importante resaltar que son los EE.UU., uno de los países más afectados por la paranoia nuclear y uno de los dos nuevos protagonistas de la Guerra Fría, donde la ciencia ficción estallaría en popularidad. En los años cuarenta se habían producido en torno a cincuenta películas de ciencia ficción en todo el mundo. En los cincuenta, se produjeron 150 películas de ciencia ficción tan solo en los Estados Unidos, lo que representa siete de cada diez producciones de todo el globo. La preponderancia estadounidense durante esta primera era de oro del género marcaría para siempre el liderazgo que ha tenido este país en marcar su tono y dirección desde entonces.
La forma en la que todos estos temas particulares y este contexto histórico y social concreto, el de los EE.UU. de posguerra, marcaron esta etapa, señalan también las dependencias y limitaciones a las que la ciencia ficción se enfrentó en un primer momento, o que conduciría a un declive muy repentino y necesitaría décadas para superar. Es un problema común de esta era que, al presentarnos planetas exóticos o alienígenas extraños, comúnmente sus tropos, temáticas y narraciones no puedan escapar con tanta facilidad de su contexto histórico. Es el caso por ejemplo de uno de los clásicos de la era, Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), donde unos viajeros interestelares de un futuro lejano aterrizan en un planeta desconocido, sin que sus roles de género y sus relaciones interpersonales sean fácilmente diferenciables de lo que era habitual en su era. Con todo, el motivo fundamental que reinó sobre la ciencia ficción de esta época, la profunda confusión y desconcierto ante el avance tecnológico y sus posibilidades inesperadas, se ha convertido desde entonces en el sello distintivo de la ciencia ficción, al menos en la medida en la que podamos ofrecer una definición del género más o menos independiente de su expresión en diferentes momentos históricos, algo que en sí no es nada sencillo. Para el final de este artículo, sin embargo, esperamos que haya quedado claro cómo esta particular Era Dorada del cine de ciencia ficción ha determinado con gran fuerza lo que entendemos por el género hoy en día.
Luces en el cielo y hombres automáticos
El 24 de julio de 1948, el piloto Kenneth Arnold aseguró haber vislumbrado nueve objetos desconocidos en el cielo del estado de Washington, que describió que se movían como «platillos voladores», acuñando sin saberlo el legendario término. Poco más de una semana después, el incidente de Roswell, Nuevo México, disparó el interés nacional en seres del espacio y conspiraciones gubernamentales, que se extendió y amplificó por todo el país en cuestión de meses y dio origen al fenómeno OVNI. En 1952 se describió en Washington D.C. uno de los avistamientos OVNIs más famosos de la historia. Cuatro años después se estrenaba en cines La Tierra contra los platillos voladores (Fred F. Sears, 1956), donde una incursión de giratorias naves alienígenas surca los cielos de la capital estadounidense, estrellándose contra la cúpula del Capitolio y derrumbando el enorme obelisco del Monumento a Washington.
Por multitud de razones, La Tierra contra los platillos voladores puede considerarse el ejemplo paradigmático de películas de invasiones extraterrestres de los años 50. Amenazados por una raza supertecnológica de alienígenas que buscan conquistar un nuevo planeta tras la decadencia y destrucción del suyo, captura a la perfección, en especial en sus escenas de combates aéreos en la capital estadounidense, la atmósfera de miedo y paranoia que rodeaba las primeras etapas el fenómeno OVNI. A nadie se le escapaba la cercanía del nacimiento del mito OVNI con la caída de las bombas nucleares, y es una conocida conspiración ufológica que los aliens empezaron a pasarse por nuestro planeta cuando detectaron el uso de armas termonucleares. Lo que sí es seguro que la sombra de la bomba marca con claridad el auge en popularidad de este fenómeno, dentro de la creencia ufológica más delirante pero, para nuestro interés, también en el cine de ciencia ficción de la época, que se inundó de estas fantasías de invasiones apocalípticas.
La Tierra contra los platillos voladores también es un cierto punto de llegada, que se ha tornado en icónica por la pulida animación de los platillos por parte de Ray Harryhausen. Este subgénero había visto multitud de iteraciones en los años inmediatamente anteriores, como Invasores de Marte (William Cameron Menzies, 1953), Regreso a la Tierra (Joseph M. Newman, 1955) o la adaptación de H.G. Wells La Guerra de los Mundos (Byron Haskin, 1953). Todas ellas tienen en común un siniestro y pesimista tono apocalíptico, una cierta fascinación por la catástrofe y múltiples referencias implícitas y explícitas a la guerra nuclear. Por lo general aquí vemos representados a los alienígenas como una civilización decadente, con una tecnología muy superior pero con cuerpos atrofiados y frágiles y una moral genocida con la que no se puede negociar. Estas películas representaban también la ya mencionada ambivalencia en relación a la ciencia, pues aunque se mostraban los efectos destructivos del avance tecnológico de mano de la espectacular maquinaria de guerra extraterrestre, solía ser algún ingenio científico el que salva el planeta. Una excepción interesante es La Guerra de los Mundos, donde el conocido desenlace de la novela de Wells, en el que los invasores marcianos caen por su vulnerabilidad a las bacterias terrestres, es subrayado con un fuerte sobretono religioso, algo que también transpira en la fantasía neobíblica de Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté, 1951), donde los científicos diseñan un arca espacial que transporte a los últimos supervivientes de la humanidad a un nuevo mundo, después de que el nuestro sea asolado por un evento apocalíptico.
Otra desviación interesante de este subgénero son películas que trataban de ofrecer un retrato de los alienígenas que no cayera en el maniqueísmo y ofreciera una visión más humana y compasiva del otro. Esto es en parte cierto en Regreso a la Tierra, pero sin duda el caso más conocido es el de Ultimátum a la Tierra, (Robert Wise, 1951), la que es también la primera de estas películas de invasiones alienígenas a gran escala. Marcada por el carácter progresista de Wise, quien pasaría a la posteridad como el director de West Side Story (Amor sin barreras) (1961) y Sonrisas y lágrimas (1965), la película presenta a una civilización alienígena que funciona como emisaria de una federación galáctica pacifista. La humanidad, tras el uso de armas nucleares, ha progresado lo suficiente para que se le plantee una opción: o abandona la guerra y se une a la federación pacifista, o se enfrenta a la extinción rápida y absoluta. Esta postura internacionalista resonaba con la ideología que rodeaba el nacimiento de la ONU, la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 y las propuestas de un control internacional del poder atómico encabezadas por la comunidad científica tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Por ello no es de extrañar que los científicos sean representados en la película con un tono mucho más favorable, al contrario de lo que sería habitual en el género desde entonces. A igual que esta campaña había decaído para dar paso a la histeria polarizada de la Guerra Fría, Ultimátum a la Tierra es desgraciadamente la excepción que confirma la regla, y dentro de las fantasías de invasión alienígena está más bien sola en su optimismo internacionalista y en su representación humanizada de los extraterrestres.
A los mandos del asombroso Jack Arnold, Vinieron del espacio se ha convertido en una de las pocas películas de la era que presenta un retrato humanizado de los extraterrestres.
Una interesante excepción es la fabulosa Vinieron del Espacio (Llegó del más allá) (1953), del formidable Jack Arnold, quien firmaría un gran número de clásicos de ciencia ficción de la era. En Vinieron del Espacio, se pone en primer plano los peligros de los prejuicios y la paranoia asesina en un eventual primer contacto, donde una posible interacción pacífica con una especie alienígena queda interferida por el deseo de demonizar y aplasta al otro, venga de donde venga. Vinieron del Espacio es también un ejemplo de un subgénero de la invasión alienígena no necesariamente centrado en la fascinación por la catástrofe y la destrucción, sino que presentan un ataque extraterrestre por métodos más sigilosos, generalmente por la infiltración. Por razones de presupuesto, muchas de estas películas hacían que los alienígenas tomaran el control de cuerpos humanos o creasen cuerpos humanos para sí, haciéndose uso de actores y no de prótesis o efectos que aún eran muy rudimentarios y caros.
Es el caso efectivamente de Vinieron del Espacio, pero también de la oscura pero maravillosa La bestia de un millón de ojos (David Kramarsky, Lou Place, Roger Corman, 1955) y la que es quizás una de las películas más emblemáticas de la era, La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956). Considerada como el paradigma de la paranoia anti-comunista, la fantasía de una conciencia alienígena que convierte a los seres humanos en insensibles androides homogéneos había sido popularizada por la novela de Robert A. Heinlein Amos de títeres (1951) y regurgitada desde entonces en el cine con quasiplagios como Las sanguijuelas humanas (Bruno VeSota, 1958). Pero, a pesar del clarísimo carácter anticomunista de la novela de Heinlein y en parte de La invasión de los ladrones de cuerpos, esta paranoia azuzada por el senador McCarthy y su Comité de Actividades Antiamericanas conectaba con una ansiedad más general sobre las tendencias de deshumanización, conformismo e insensibilidad del «hombre moderno», que se percibía cada día más confinado al trabajo mecánico de la oficina y sumido a la uniformidad de las modas de creciente consumismo capitalista.
Marcada por un tono paranoico y agobiante, La invasión de los ladrones de cuerpos se ha convertido en una de las obras más reconocibles de este periodo.
De todas estas paranoias de invasiones alienígenas quizás la que ha quedado como más clara y cortante para la posterioridad fue la primera de todas, El enigma de otro mundo (Cristian Nyby, Howard Hawks, 1951), famosa también por haber sido metamoforseada por John Carpenter treinta años después en La cosa (El enigma de otro mundo) (1982). En este clásico de los 50, una expedición científica ha de enfrentarse a un invasor de otro planeta cuya nave espacial se ha estrellado en el Ártico. Con su ambientación agobiante y su cuidado guion, la película representa a la perfección el triángulo imaginario que marcará casi toda la ciencia ficción estadounidense de la era: una ciencia en la que es difícil confiar, un gobierno que te dará la espada cuando lo necesitas y un hombre común heroico, viril y resolutivo. A medida que la década avanzaba, sin embargo, la autoconciencia del género y los menguantes presupuestos significaron el declive de la fantasía de la invasión alienígena y dieron paso a otro tipo de mostruosidades.
La llegada de los kaijūs
En 1954, una serie de pruebas nucleares estadounidenses esparcieron partículas radiactivas por todo el océano Pacífico, provocando la evacuación y enfermedad de numerosos isleños. En 1955 cayó lluvia radiactiva sobre Chicago. Los peligros de la radiación, que habían sido intencionadamente minimizados por el gobierno de EE.UU. y los medios de comunicación hasta el momento, se hicieron por primera vez públicos y evidentes, y una oleada de pánico sobre los efectos de la radiación arrasó en la conciencia colectiva estadounidense. El cine de ciencia ficción no tardó nada en hacerse eco de esta histeria. En el mismo 1954 se estrena la fabulosa La humanidad en peligro (Gordon Douglas, 1954), apropiadamente titulada Them! en la versión original, donde la humanidad se enfrenta a una especie de enormes hormigas mutantes nacidas del polvo radiactivo de la primera explosión atómica en el test nuclear de White Sands, Nuevo México —en el ahora conocido como Prueba Trinity—. Tras achicharrar a los últimos ejemplares de este formidable enemigo, nuestro protagonista se pregunta qué esperar en el futuro si la prueba nuclear de 1945 es capaz aquella mutación, teniendo en cuenta los incontables tests nucleares de las diferentes potencias desde entonces. Un científico responde con una advertencia escalofriante que conecta con la ansiedad nuclear del momento: «Cuando el hombre entró en la Era Atómica, abrió una puerta a un nuevo mundo. Lo que encontraremos en ese nuevo mundo, nadie puede predecirlo».
Esta serie de películas sobre la ansiedad en torno a la radioactividad y las mutaciones cuenta con dos emblemáticas entregas por parte del ya mencionado Jack Arnold. En 1955 estrena Tarántula. Con premisas similares a La humanidad en peligro, la película nos presenta al epónimo insecto con unas dimensiones gigantescas fruto de las inesperadas consecuencias de un experimento científico para resolver el hambre en el mundo. Pero quizás la más conocida de las dos sea El increíble hombre menguante (1957), cuyo guion corre a cargo de la legendaria pluma de Richard Matheson, autor en esa misma década de Soy leyenda (1954). En esta agobiante y extraordinaria reflexión existencial, nuestro protagonista se ve afectado por una mutación que le hace disminuir de tamaño de forma insalvable, entretejiendo así con habilidad una fábula sobre los peligros de la radiación con una aguda meditación sobre la decadencia de la masculinidad tradicional que había entrado en crisis tras numerosas tensiones de género, encabezadas por la importante incorporación de las mujeres al mundo laboral tras la Segunda Guerra Mundial, cuando habían ocupado forzosamente muchos de los puestos de los hombres que estaban en el frente. De forma casi unánime, las películas de ciencia ficción estadounidense de los años 50 incluyen un personaje femenino protagonista como una mujer científica, o hija o ayudante de un científico, una de las pequeñas grietas donde la mujer podía empezar a emanciparse de su papel universal como ama de casa y madre, sin que esto la impidiera caer siempre en los brazos de su amado al final de la película.
Tarántula es además una de las primeras películas de monstruos colosales de la Guerra Fría que, inspiradas por las visiones catastróficas de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), había empezado su historia con otro clásico del género: El monstruo de los tiempos remotos (Eugène Lourié, 1953). Si bien técnicamente iniciado en los EE.UU., lo que sería conocido desde entonces como cine de kaijūs encontraría un vasto desarrollo en Japón gracias a la extraordinaria popularidad del clásico inigualable de Ishirô Honda Godzilla. Japón bajo el terror del monstruo (1954), donde aparecía por primera vez el kaijū más famoso de la historia del cine. Marcado por su propio trauma con las bombas que cayeron en su territorio, Japón vería el enorme impacto de Godzilla desarrollado en una retahíla de secuelas y spin-offs iniciado inmediatamente con Godzilla contraataca (El rey de los monstruos) (Motoyoshi Oda, 1955) y rápidamente continuado por Ishirô Honda con Rodan: los hijos del volcán (1956) y Varan the Unbelievable (1958) e infinidad de iteraciones durante los años 60, en una tendencia muy clara de autoconciencia donde el tono oscuro y apocalíptico de Godzilla dio paso, ya desde su secuela, a una alocada WWE con trajes de goma de reptiles.
Esta metamorfosis del cine de kaijūs en Japón corre en paralelo con la degeneración de la ciencia ficción hacia enclaves más paródicos y autoconscientes a finales de la década en los que nos centraremos en la sección final de este artículo. Pero de las películas de monstruos de los 50 que aún se tomaban un mínimo en serio cabe mencionar El monstruo de otro planeta (Nathan Juran, 1957), con un extraterrestre venusiano animado de nuevo por el genial Ray Harryhausen, quien también había dado vida al iguanodon gigante de El monstruo de tiempos remotos. Es importante subrayar que tanto esta última como la propia Godzilla conectaban directamente la paranoia nuclear con una conciencia de las aplastantes fuerzas geológicas del planeta al presentar ambas a colosales monstruos prehistóricos despertados por las pruebas atómicas de la humanidad. Esta figuración del apocalipsis como el encuentro fortuito con fuerzas planetarias que nos anteceden y superan acercan de forma escalofriante a este subgénero de monstruos despertados por las bombas, que incluye Surgió del fondo del mar (Bobby Gordon, 1955), con nuestra actual conciencia de la catástrofe ecológica.
Pero seguramente no haya una película de monstruos de los cincuenta que haya gozado del mismo legado que el cuarto clásico de género firmado por Jack Arnold del que hablaremos, y para muchos su película más emblemática: La mujer y el monstruo (1954). En ella, un grupo de científicos viaja al Amazonas en busca del «eslabón perdido» entre la vida acuática y la terrestre, lo que resulta ser un humanoide anfibio que hoy se ha convertido en todo un icono de la historia del cine de género. A pesar de su ambientación exótica y sus premisas, más cercanas al cine de aventuras de preguerra que a las producciones apocalípticas de kaijūs, la película captura a la perfección la particular relación ambivalente del cine de ciencia ficción de la época tanto en relación con la ciencia, que aquí se enfrenta a los peligros de sus últimos descubrimientos, como al otro, que aparece representado como un ser animal e instintivo, pero cuya humanidad aún está en disputa.
En 1954, la llegada de Godzilla conmocionó para siempre la historia del cine en Japón y en el resto del mundo.
La popularidad de la película acució una secuela inmediata a los mandos del propio Arnold, El regreso del monstruo (1955), y una tercera entrega, El monstruo vengador (The Creature Walks Among Us) (1956), esta vez dirigida por John Sherwood. Uno de los elementos más interesante de las secuelas es que explica de forma mucho más clara el subtexto racial que estaba implícito en la primera, donde el exotismo de la jungla y la particular apariencia del monstruo señalaban de forma disimulada oblicua pero no demasiado disimulada las aprehensiones inconfesas de los estadounidenses blancos sobre la el potencial de las naciones recién descolonizadas en todo el mundo y sobre todo las tensiones raciales en su propio país. Los años cincuenta seguramente sería la última década donde el panorama cultural estadounidense era todavía homogéneamente blanco y la cuestión racial estaba tan enterrada que, si uno se acerca a estas películas sin contexto, pensará que los EE.UU. era una nación enteramente compuesta de apuestos europeos.
El particular diseño del ser anfibio de La mujer y el monstruo se ha convertido por derecho propio en un icono popular universalmente reconocible.
Pero, al igual que la cuestión de género, las tensiones raciales ya mostraban señales de esta a punto de estallar, y mientras que lo primero era más difícil de esquivar sin eliminar a todas las mujeres de la pantalla, lo segundo era soterrado con habilidad sin ser por ello enteramente ignorado. Pues aunque lo pretendieran, muchas de estas películas mostraban sus propias lecturas raciales, como por otro lado parece evidente a la hora de confrontar la existencia de un otro, sea alienígena o mutante, que exige de nosotros la pregunta por su humanidad y su dignidad. El antagonismo existencial, de automática e incuestionable lucha a muerte, que impregna buena parte de las películas sobre invasiones alienígenas o monstruos gigantes de las que hemos hablado, es suficientemente elocuente sobre cuál era la posición hegemónica en los EE.UU. sobre la relación con lo diferente. Pero algunos de los ejemplos que aquí hemos traído, como Ultimátum a la Tierra o La mujer y el monstruo, si bien con sus propios matices y tropiezos, ofrecían las primeras grietas en esta concepción. Con todo, lo que no es de extrañar es que fuera un género aún en cierta medida periférico y marginal como la ciencia ficción donde era posible colarse por estas grietas, como muestra una de las primeras novelas de ciencia ficción que mostró una reflexión aguda, al menos diferente, sobre el reconocimiento y la dignidad del otro: la ya mencionada Soy leyenda de Richard Matheson. Pero, como suele ser habitual, la literatura estaba todavía unos cuantos pasos por delante del cine.
Parodia y repetición
Como suele ocurrir con casi todo fenómeno mediático, la paranoia nuclear de la primera etapa de la Guerra Fría fue decayendo en popularidad y atención. La bomba y la radiación se fueron convirtiendo en problemas cotidianos con los que los estadounidenses se estaban acostumbrando con sorprendente rapidez a convivir. El propio mercado del cine de ciencia ficción empezó a estar tan saturado a mediados de década que de pronto parecía imposible estrenar algo tan auténtico como Ultimátum a la Tierra o El enigma de otro mundo, ambas de 1951, que ahora parecían ingenuas e irrepetibles. Teniendo que hacerse a medida de presupuestos cada vez más bajos, la ciencia ficción viró hacia las claves de la autorreferencia y el exploitation con la esperanza de que la promesa de ver algo espectacular, ridículo o aberrante empujaría una audiencia suficiente para recuperar su pequeña inversión.
Por todo ello, el cine de de ciencia ficción de los años cincuenta fue descendiendo poco a poco hacia las coordenadas de la parodia y la estética camp, y sus elementos más absurdos y fabulosos fueron exagerados en todo tipo de fantásticas invenciones y desvergonzadas chapuzas. Un ejemplo interesante fue la ya mencionada rapidísima transformación en Japón del cine de kaijūs en la lucha libre para lagartos gigantes, pero otro realmente curioso es la popularidad en los EE.UU. de películas sobre humanos diminutos o colosales, una tendencia que había inaugurado El increíble hombre menguante. Es el caso de varias películas dirigidas por Bert I. Gordon: Ataque diabólico (1958), El asombroso hombre creciente (1957) y su secuela, La guerra de la bestia gigante (1958).
El ataque de la mujer de 50 pies se ha convertido con el tiempo en todo un clásico de la ciencia ficción trash y el cine de serie B.
De todas ellas, la que sin duda es la más conocida es El ataque de la mujer de 50 pies (Nathan Juran, 1958), una joya de la ciencia ficción de serie B con una trama tan enrevesada y delirante que no hace falta mencionar, más que entendamos que de lo que va fundamentalmente la película es de una mujer amargada y alcohólica, atormentada por el adulterio de su marido, que accidentalmente crece hasta proporciones colosales y se dispone a ejecutar su venganza. Lo que viene a ser un melodrama de telenovela, sumado a sus pobres decorados y unos efectos especiales francamente vergonzosos incluso para su momento de estreno, hacen de El ataque de la mujer de 50 pies una ilustrativa muestra del destino de la ciencia ficción de finales de década. Encorsetada por bajos presupuestos y la saturación de su género, la ciencia ficción intentaba destacar al agigantar su lado más chorra, desopilante y provocador, autoparodiando la propia paranoia atómica que la había visto crecer en popularidad.
Ejemplos como El ataque de la mujer de 50 pies muestran, sin embargo, que este ambiente abiertamente camp y desenfadado de finales de década, la experimentación con las tramas y la obsesión con las películas de monstruos o mutaciones dieron lugar a más de una película que aportaba visiones un tanto diferentes y, en parte refrescantes, sobre las complejas tensiones de género en los EE.UU. de su época. Este desarrollo había tenido sus precedentes en películas de serie B como Las mujeres gato de la luna (Arthur Hilton, 1953), pero que explotaría en popularidad con la ya mencionada El ataque de la mujer de 50 pies pero también con The Astounding She-Monster (Invasora de Júpiter) (Ronald V. Ashcroft, 1957), La reina del espacio exterior (Edward Bernds, 1958) o La mujer avispa (1959). Aunque estas películas recogían el viejo tropo de la mujer-bestia, lo femenino como animal insaciable y monstruoso, la experimentación con al corporalidad y el poder que ofrecían las claves de la ciencia ficción permitió mostrar en la pantalla reformulaciones de las relaciones de género que servirían de inspiración para todo tipo de lecturas feministas del cine de ciencia ficción desde entonces.
La masa devoradora, si bien un clásico del género por sí sola, es una clara muestra de la conciencia paródica y camp de la ciencia ficción a finales de década.
De estos últimos coletazos del género a finales de década cabe rescatar el clásico La mosca (Kurt Neumann, 1958), que se ganaría una inmediata secuela en El regreso de la mosca (Edward Bernds, 1959) y un conocido remake por parte de David Cronenberg en 1986. Pero seguramente el mejor ejemplo de la transformación de la ciencia ficción en la gran pantalla sea La masa devoradora (Irvin S. Yeaworth Jr., 1958), protagonizada por un jovencísimo Steve McQueen, donde una masa amorfa llegada del espacio exterior amenaza con consumir a todo el que se le ponga por delante. Aunque no carece de su encanto chorra, la película muestra claramente las evidentes señales de agotamiento del género, que necesitaría renovarse de forma urgente. Los primeros años de la década de 1960 verían continuadas, de una u otra forma, las últimas trayectorias del cine de invasiones alienígenas y monstruos radiactivos, explotando hasta la última gota de la paranoia nuclear y la histeria de la Guerra Fría.
Pero este ambiente se vería aplacada tras la resolución de la Crisis de los Misiles de Cuba en 1962 y el general viraje de la atención pública estadounidense a sus conflictos y polémicas internas, como es el caso del Movimiento por los Derechos Civiles, y guerras más calientes, como la de Vietnam. El país que había auspiciado la gigantesca explosión fílmica del género en los años cincuenta tuvo que buscar, de diversas formas, cómo actualizar unos tropos que ahora mismo se mostraban anticuados, señales envejecidas en torno a la histeria colectiva que se estaba apagando —aunque no tardaría en resurgir—. El auge del cine de ciencia ficción durante los años cincuenta marcó para siempre lo que entendemos hoy en día por este género, especialmente en su representación en la gran pantalla, donde su relación ambigua con la ciencia y sus posibilidades de experimentación y especulación habían sido reactivadas como nunca por la Era Atómica y los miedos a la radiación, la mutación o la extinción.
Pero eso también hizo a este género dependiente en exceso de su contexto histórico y social, y la necesaria evolución hacia otras geografías y momentos temporales necesitó de una fuerte experimentación y reinvención que podrían perfectamente haber convertido a la ciencia ficción en algo irreconocible. La historia, por el contrario, tiene también la manía de regresar a ciertos miedos y esperanzas que, porque parezcan muy nuevos, pueden retrotraerse a sus precedentes. Inspiradas por la conciencia que impregnó el resultado de la Segunda Guerra Mundial, con su escepticismo sobre el progreso y el porvenir de la humanidad, generaciones enteras han procesado sus propias ansiedades del futuro de formas que son directamente herederas de estas películas de catástrofes extraterrestres y gigantescos insectos pululando por el desierto. Hoy en día, por ejemplo, es posible encontrar una resonancia escalofriante entre nuestra conciencia de la crisis ecológica y películas como El monstruo de tiempos remotos o Godzilla. Sin embargo, este no es más que uno entre los múltiples ecos que esta era dorada del cine de ciencia ficción ha seguido, hasta ahora, proyectando sobre toda la historia del género en la gran pantalla.