Historia del cine de ciencia ficción (I)
El cine de preguerra

En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, multitud de subgéneros fueron conformando poco a poco lo que hoy entendemos por ciencia ficción, formando un gran compendio de monstruos, viajes maravillosos, científicos locos y princesas galácticas.

El pasado del futuro

Puede decirse que, desde siempre, la humanidad ha estado preocupada por su futuro. De una u otra forma, el porvenir ha tenido un lugar destacado en casi toda mentalidad, filosofía, religión o cosmovisión del mundo, en casi cualquier lugar y momento histórico. Sin embargo, si bien este es un hecho más o menos universal, la enorme diversidad con la que la humanidad ha expresado, capturado y representado esa ansiedad o excitación por el futuro es tan inmensa y rica que hace difícil sacar ninguna conclusión que añada algo más al hecho en sí, mucho menos si tratamos de entender las formas particulares con las que hoy en día, en un contexto global, tratamos de hacerlo. Esta es una historia de cómo hemos visto ese futuro desde las lentes de un medio muy particular, nacido hace más de un siglo y que ha impactado y moldeado como ningún otro las formas en las que nos percibimos y representamos a nosotros mismos desde entonces. Pero la primera advertencia que cabría hacerse es que esa propia idea de futuro, aunada a la concepción temporal que cada cultura tenga de su propio mundo, es enormemente espinosa y difícil de concretar, hasta el punto en el cual, aunque pueda parecer paradójico, nuestras ansiedades y esperanzas en torno a los potenciales desarrollos de nuestro escenario presente en ocasiones tienen mucho menos que ver con un escenario futuro particular, sino con ese mismo presente.

Es por ello por lo que habitualmente nos encontramos con la famosa advertencia de que la ciencia ficción no tiene que ver necesariamente con el futuro. Lo cual es enteramente cierto, en la medida en la que esa idea de futuro es fundamentalmente dependiente de su decantación histórica particular, es decir: de su presente. Haciendo que el propio futuro sea el que en ocasiones tiene poco que ver consigo mismo. Pero si uno acerca aún más las lentes de nuestro interés por la ciencia ficción, que aquí comenzamos con la primera entrega de una serie de artículos centrados en la historia de este género en el cine, se dará cuenta de que lo entendemos por esas dos curiosas palabras, «ciencia ficción», también han tenido una historia enormemente compleja. O mejor dicho, ha tenido multitud de historias que se han ido entrelazado y manifestando en diferentes modalidades hasta dar lugar a lo que hoy entendemos por este género. Hay quienes retrotraen algunas de esas historias sobre la ciencia ficción hasta la Historia verdadera de Luciano de Samóstata, del siglo II d.c., o a la Utopía de Tomás Moro de 1516, o de forma más habitual al Frankenstein de Mary Shelley, publicado en 1818. Hay quienes incluso marcan su inicio en el momento en el que Hugo Gernsback acuña el término en los años 20 del siglo pasado.

Si bien es incorrecto decir que la ciencia ficción tiene que ver exclusivamente con el futuro, la realidad es que tiene que ver casi exclusivamente con la historia.

Sin embargo, tomemos la definición de «ciencia ficción» que tomemos, la realidad es que muchas de estas historias individuales y desconectadas siempre representan una imagen incompleta de qué hemos acabado por entender hoy por este género. Una premisa advertencia fundamental que ha de encabezar esta historia es que, para nuestros propósitos, el punto de inflexión fundamental que consolida y origina la ciencia ficción tal y como hoy la entendemos fue la Segunda Guerra Mundial. Eso significa muchas cosas, pero hay dos que claramente no: por un lado, no significa que la ciencia ficción que se ha producido estas últimas décadas guarde una relación directa con la Segunda Guerra Mundial, y si bien habrá tiempo de tratar esta cuestión en las últimas entregas de esta serie, es importante recalcar la especificidad histórica de la ciencia ficción actual y reciente. Ahora bien, esperemos que para ese momento las líneas de conexión y los puntos en común hayan quedado lo suficientemente claros como para que se vea la crucial importancia del mayor conflicto bélico de la historia de la humanidad en las ansiedades de la misma sobre su desarrollo histórico. Porque si bien es incorrecto decir que la ciencia ficción tiene que ver exclusivamente con el futuro, la realidad es que tiene que ver casi exclusivamente con la historia, y si bien es posible ver como los primeros cimientos del género se establecieron durante los orígenes de la concepción moderna de historia, en torno a los siglos XVIII y XIX, lo realmente interesante de la ciencia ficción es que el género estalló en popularidad y éxito en el momento en el que muchos presupuestos de dicha concepción moderna del tiempo histórico entraron en profunda crisis a causa de la guerra. La ciencia ficción, tal y como la entendemos, es un género sobre la crisis, sobre la ambivalencia profunda de nuestro desarrollo tecnológico y científico, sobre las promesas truncadas de la utopía y sobre una orientación hacia el futuro que es, en nuestro caso, eminentemente distópica. Esta mentalidad, sin embargo, no maduró ni se consolidó hasta la segunda mitad de siglo XX, después que de las bombas de Hiroshima y Nagasaki y el terror de los campos de concentración demostraran que el progreso científico, técnico y en la organización racional de la sociedad no necesariamente implicaban el progreso moral de la misma. Esto es algo que hoy puede parecer evidente, pero su demostración se produjo mediante un proceso histórico concreto. En futuras entregas esperamos encontrar también el espacio necesario para explicar esta transformación en detalle.

Pero ahora lo que cabe es ocuparse de la segunda cuestión que esta premisa, la centralidad de la Segunda Guerra Mundial en el establecimiento del género, no significa: y es que para nada esto quiere decir que aquello que vino antes de la guerra no fuera, de alguna forma, ciencia ficción. Quizás no lo sea de forma estricta, aunque querer establecer unos criterios fuertes para que algo en concreto lo sea es una mala idea por razones evidentes. Sin embargo, la realidad es que el trauma de la Guerra y las profundas sacudidas sísmicas que produjo en la relación del ser humano con su progreso tecnológico y científico y su porvenir en general no acontecieron en ningún vacío, y si el género de la ciencia ficción se fue elevando progresivamente a partir de los años 50 hacia lo que hoy entendemos por el mismo, la realidad es que lo hizo a partir de multitud de materiales y formas narrativas previas que conformaron un haz de historias que, como hemos descrito, define perfectamente la historia propia de la ciencia ficción. Esta primera entrega es un intento de compendio de todos esos géneros y formatos particulares en el que aún dormían las formas primitivas de la ciencia ficción moderna. Muchas de las películas que aquí tratamos fueron importantes anticipaciones que influyeron en gran medida en la historia de un género que realmente no existía, al menos fuera de los ámbitos oscuros de las revistas pulp y del cómic (dos medios absolutamente cruciales en la historia de la ciencia ficción).

Quizás la última advertencia que debamos hacer sea precisamente sobre la especificidad del cine como medio de la ciencia ficción. Porque, como ya hemos explicado, este no fue, ni mucho menos, el único medio a través del que se formó dicho género, pero tampoco podemos evadir la evidencia de su centralidad. El cine ha sido el medio de comunicación de masas por excelencia del siglo pasado. Aún está en el aire la pregunta de si será sustituido por otros formatos y formas de comunicación, pero no hay forma de negar que el medio más exitoso de popularización de la cultura durante los últimos cien años ha sido el cine. Esto toca dos problemas que serán centrales a lo largo de nuestra profunda exploración de la enorme historia del género. El primero tiene que ver con la importante influencia que ejerce sobre el propio género el hecho de haber estado en el centro de la cultural de masas, de haber sido considerado y, en cierta medida, determinado por su cualidad de cultura popular o baja cultura, unos términos que quizás tenían más sentido antes pero que hoy en día nos engañaríamos si nos creemos que ya no funcionan. En segundo lugar, tiene que ver con la relación concreta entre la experiencia fílmica y la experiencia de asombro y descubrimiento que muchas veces tiñen la tonalidad afectiva de la ciencia ficción. En definitiva, la cuestión no se basa más que en la observación de que los sentimientos que la ciencia ficción en particular busca despertar en su audiencia son amplificados y expresados con especial agudeza por la experiencia fenomenológica del cine, de los efectos especiales, de los trucos concretos de la representación de la imagen en movimiento. Esto más que nada significa que la ciencia ficción siempre ha guardado una relación muy estrecha con el cine, hasta el punto en el cual la propia ciencia ficción cinematográfica puede ser considerada con un cierto subgénero en sí misma. Mientras que los puristas más malintencionados de la ciencia ficción literaria siempre han usado esta característica para denostar el género en su formato cinematográfico, para nosotros no es nada más y nada menos que el punto que inspira la dedicación de una historia completa a este género en la gran pantalla.

En resumen: la elaboración de una serie de artículos como esta, que tratan de trazar una historia de la ciencia ficción en el cine, sin duda ha de partir de una serie de cuestiones y problemas inherentes a la definición de «ciencia ficción», a la historia particular de formación del género y a la relación del género con el medio cinematográfico. En estos párrafos iniciales apenas podemos esbozar superficialmente el marco teórico de estos problemas, pero si esta historia es efectiva, podrá expresar y condensar con más detalle todos estos problemas en medida que vayan apareciendo por el camino. Por lo pronto en esta entrega nuestro objetivo consiste en internarse en la prehistoria fílmica del género, lo que supone formular una historia no tan lineal y progresiva sino, como ya hemos anunciado, en la forma de un gran racimo de géneros, formatos y fórmulas narrativas que con el tiempo se aunaron para dar lugar a lo que hoy entendemos como ciencia ficción. Esto no quita que ninguna de estas obras en concreto puedan ser definidas como tal, pero como esperemos que quede claro a lo largo de nuestra exposición, lo realmente importante para nosotros ahora es el lugar que juegan en esta particular prehistoria del género.

La cámara de las maravillas

La historia de los orígenes del cine es especialmente compleja, cruzada por multitud de relatos particulares y diferentes inspiraciones e ideas que dieron lugar a un panorama enormemente rico, y experimental en plena innovación hasta que las formas habituales de hacer cine, y especialmente de consumirlo y distribuirlo, acabaron por asentarse. En este escenario previo sin embargo reinaba un sentido de experimentación y descubrimiento que resonaba particularmente bien con las novelas del llamado «Romance científico» de finales de siglo XX, el precedente literario más evidente de la ciencia ficción y que encabezaban autores como Julio Verne y H. G. Wells. Fue precisamente una novela de Julio Verne la que inspiró el famoso Viaje a la Luna (1902), el legendario corto de Georges Méliès que ha pasado a la posteridad, aunque con cierta exageración, como la primera producción de ciencia ficción de todos los tiempos. No cabe duda de que en la pequeña película de Méliès, donde un grupo de científicos de barbas largas y entusiasmo contagioso viajan a la Luna en una cápsula disparada por un cañón, contiene buena parte de los temas que inspiran la ciencia ficción, como la especulación sobre el avance científico, la relación entre el ser humano y la máquina o el encuentro con seres extraterrestres.

Pero al igual que con otras producciones de Méliès, como Viaje a través de lo imposible (1904), 20.000 leguas de viaje submarino (1907), ambas adaptaciones de Verne, o El dirigible fantástico (1906), es que gran parte de su capacidad de provocar maravilla y asombro en su audiencia aún es muy dependiente de elementos de la fantasía e incluso de un tono teatral y humorístico en ocasiones, lo que le da a todo un tono surrealista que sin embargo se aleja de las claves de supuesta mayor seriedad y complejidad de la ciencia ficción, que por lo general trata de procesos extrapolables y de desarrollos históricos y tecnológicos que caben dentro de lo que es imaginable bajo nuestra visión científica del mundo. No cabe duda sin embargo que tanto el humor como la fantasía juegan un papel fundamental en la formación e incluso en la expresión actual del género, y quizás no haya un término más problemático para la definición de la ciencia ficción de algo como la «visión científica del mundo», pues si bien el contenido de la fantasía nos resulta hoy en día absurdo e irreal, es solo a través de unas lentes retrospectivas que entendemos como imposible lo que, en su día, perfectamente podría haber entrado en una concepción menos estrecha de lo real. El estrechamiento de lo que es aceptable como posible, o quizás el propio entrelazamiento de lo que es humanamente posible con lo que es científicamente imaginable, es quizás uno de los procesos históricos más determinantes para la consolidación y popularización de la ciencia ficción como género, y su historia en el siglo XX está claramente marcada por este cambio de mentalidad.

Por lo demás, las primeras décadas del siglo están eminentemente marcadas por adaptaciones literarias, de mayor o menor fidelidad pero que sin duda encontraban una gran fuente de inspiración en este campo cultural. El caso también de la novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson, de la que se realizaron hasta tres adaptaciones en 1920, 1931 y 1941. También es importante resaltar la preponderancia inicial que las potencias europeas tuvieron en la industria cinematográfica en sus orígenes, desde la primacía de Francia a las importantes producciones británicas a la centralidad del expresionismo Alemán. Los EE.UU., que finalmente acabarían por tomar la delantera en la industria del cine, son en estos momentos poco más que un competidor entre otros. Una historia que es paralela, como se verá en esta entrega, a la historia de la formación de la ciencia ficción, en la medida en la que las producciones norteamericanas serán aquí apenas una fracción de las que mencionaremos, algo que con total seguridad cambiará más adelante. Es particularmente importante resaltar el papel de Alemania en este aspecto, cuyo concreto sentido siniestro y ansioso tan bien plasmado en el así conocido como Expresionismo Alemán nos dieron grandes precedentes del género, como la serie de películas centradas en seres artificiales, desde Homunculus (Otto Rippert, 1916) y El Golem (Paul WegenerCarl Boese, 1920) a Mandrágora (Henrik Galeen, 1928) y El último experimento del Dr. Bricken (Richard Oswald, 1930), ambas adaptaciones de la novela Alraune de Hanns Heinz Ewers, pasando por supuesto por Metrópolis (Fritz Lang, 1927), película en la cual entraremos en profundidad en la conclusión de esta entrega.

A medida que las pautas de producción de la industria cultural se fueron asentando y los primeros precedentes del género empezaron a tener una presencia mayor, muchas de las tendencias antes descritas siguieron marcando la prehistoria del cine de ciencia ficción. Para empezar, el ya mencionado marcado carácter internacional, o al menos con una diversidad que incluía el papel central de varios países europeos, antes de la toma de control absoluto del mercado por Hollywood en su Era Dorada particular. Otro sería la cierta dependencia que muchas de estas producciones tienen con otros géneros, como el fantástico, o como veremos más adelante, el terror y el cine de aventuras. Junto con la literatura pulp y primeros cómics de superhéroes, la noción de ciencia ficción se fue asentando en los años veinte y treinta, pero no daría su gran asalto a la pantalla, como ya hemos indicado, hasta la década de 1950. Sin embargo, muchas de estas producciones, si bien parcialmente determinadas por otros géneros, no son solo fundamentales en la formación e inspiración de las producciones de ciencia ficción posteriores, sino que también serían objeto de una mirada nostálgica que marcó de manera muy señalada a la ciencia ficción en el ocaso del milenio. Esta es una historia para más adelante, pero sin duda nos será de utilidad tener esa perspectiva en mente al ahondar en todas la hebras aparentemente discordantes, pero igual de determinantes, que componen esta particular historia. Lo que sigue es un repaso general a algunas de esas hebras.

Científicos locos, hombres-bestia y un gran simio sobre el Empire State Building

Si bien hay muchos géneros y subgéneros que determinaron profundamente la historia de la ciencia ficción de primera mitad de siglo XX, quizás no los haya con mayor importancia que el terror y el cine de aventuras. No tanto por la cercanía de alguno de sus ejemplos con la ciencia ficción moderna, sino porque su presencia e importancia en la cultura popular de esta era fue mucho mayor que la de otros géneros de los que hablaremos más adelante, y sus conexiones con la ciencia ficción son imposibles de negar. No deja de ser curioso que, como ya hemos indicado antes, buena parte de la inspiración de estas producciones viniera de la mano de escritores que son precedentes fundamentales de la ciencia ficción, si no ejemplos directos de la misma. Es el caso de películas como La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932), basada en la novela La isla del Doctor Moreau de H. G. Wells, publicada en 1896, o de El hombre invisible (James Whale, 1933), que es adaptación de una novela homónima también de Wells. Y es por supuesto el caso de El doctor Frankenstein (James Whale, 1931), adaptación del clásico de Mary Shelley que, como hemos indicado en la introducción, es comúnmente referido como la primera novela de ciencia ficción de todos los tiempos. La primera es un ejemplo sobresaliente del cine de aventuras, en el que entraremos con más detalle un poco más abajo, pero por ahora es necesario pararse en las películas de monstruos de Universal, de las que El hombre invisible y El doctor Frankenstein, ambas dirigidas por Whale, son de los ejemplos más conocidos.

En cualquier historia del género del terror, el lugar de las películas clásicas de monstruos de los años treinta jugarían un papel fundamental. Este particular fenómeno fílmico, auspiciado por la productora Universal, con estrellas como Boris Karloff y Béla Lugosi en el centro, y realmente reducido en un comienzo a un puñado de películas baratas con argumentos escabrosos y un verdadero aroma pulp, se transformaría eventualmente en el precedente más exitoso y admirado del cine de terror en general. En este panteón, aparte de las ya mencionadas El hombre invisible y El doctor Frankenstein, tenemos a los clásicos de Drácula (Tod Browning, 1931), La momia (Karl Freund, 1932) y El Hombre Lobo (George Waggner, 1941), junto con la interminable retahíla de secuelas centradas en «los hijos» y «las novias» que realmente alcanzaron en más de un momento el absurdo. Todas estas películas tienen un cierto sabor especulativo que, aun encontrándose en las claves de la fantasía y sobre todo del terror, rozan en ocasiones un horror preternatural no tan alejado de la ciencia ficción, de forma muy similar a las que los relatos de H. P. Lovecraft, quien entonces era otro escritor de revistas pulp más, combinan las claves del terror con un cierto aroma galáctico y alienígena que sin duda tiene que ver con que el autor sea mencionado tantas veces en las diferentes historias del género y por diferentes autores de ciencia ficción literaria que lo reconocen como una influencia. Esta extraña conexión entre el terror y el sentido lovecraftiano de una otredad abismal tan profunda como el espacio exterior es quizás más apreciable en La momia que en ninguna otra de estas producciones, pero sin embargo es imposible no señalar a las ya mencionadas El hombre invisible y El doctor Frankenstein como las más importantes de las películas de terror clásicas para el desarrollo de la ciencia ficción, pues representan de forma directa las ambivalencias con el desarrollo científico que marcan el género.

Ambas películas se centran en las consecuencias inesperadas de la experimentación científica, y puede decirse que con críticas, o que al menos centran su atención, con la inconsciencia y falta de previsión que en ocasiones marcan el avance científico, que genera resultados inesperados y ciertamente contrarios a los intereses humanos, en este caso representado por las consecuencias monstruosas de la experimentación científica. Pero si observamos el contraste entre el El doctor Frankenstein y la novela original de Shelley, la película es especialmente interesante para marcar también las diferencias fundamentales de este subgénero de monstruos con la ciencia ficción tal y como hoy la entendemos. La adaptación fílmica, al fin y al cabo, representa a un monstruo mucho más irracional y salvaje que la creación original del Frankenstein de Shelley, y su tono mucho más sombrío, pesimista y violento claramente lo acercan más al terror. La película carga también, de forma similar a todas las producciones de monstruos de Universal, especialmente Drácula y La momia y, ya de paso, la ficción de H. P. Lovecraft, un profundo miedo al extranjero y la reticencia xenófoba a la inmigración que existía en todo el mundo occidental en los años veinte y treinta, donde ideas como la eugenesia aún eran debatidas antes de ser desterradas de lo políticamente aceptable tras los terrores de la Alemania nazi. Cabe argumentar, sin embargo, que esta desconfianza al extranjero y la obsesión por la pureza racial forman parte, de una u otra forma, de la inspiración de las diversas fantasías sobre alienígenas de la ciencia ficción. Al menos, y no es poco, la figura del alien juega en las mismas coordenadas de negociación entre la identidad de uno mismo y la supuesta hostilidad o necesidad de conciliación con «el otro».

Charles Laughton fue el encargado de encarnar al «científico loco» de la novela de Wells, el Doctor Moreau, en La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932).

Pero por lo pronto es imposible negar, sin que esto sea un demérito particular a la calidad de ninguna de estas películas, que este aroma racista, afectado por la lenta pero segura descomposición del imperialismo europeo, inspiró en gran medida el cine de aventuras y de terror de la era. Es también el caso de la antes mencionada La isla del doctor Moreau, en la cual un joven náufrago va a parar a una isla exótica donde un tipo con acento y apellido extranjeros (para las audiencias estadounidenses, en este caso), lleva a cabo una grotesca operación científica en la que ha producido diversos híbridos entre animales y humanos. De nuevo aquí estamos ante la relación ambivalente del progreso científico y sus posibles resultados monstruosos, combinada con una cierta apreciación xenófoba del otro como un ser exótico y de instintos animales. Es posible que no haya mejor ejemplo sin embargo que capture con mayor precisión estas ansiedades de impureza racial y descomposición moral y material de la «civilización occidental» que la formidable superproducción King Kong (Merian C. CooperErnest B. Schoedsack, 1933), que sacudió a la audiencia de la época con sus imágenes fastuosas de violencia y destrucción. Es cierto que difícilmente puede decirse que King Kong sea una película de ciencia ficción, pero sería innegable relacionar su particular preeminencia de los efectos especiales, revolucionarios para su época, con la general fascinación de la ciencia ficción con la catástrofe espectacular. Esta, como no nos cansaremos de indicar a lo largo de esta serie de artículos, es una de las claves en la relación entre la ciencia ficción y el cine: las formas particulares en las que los efectos especiales hacen de la ciencia ficción cinematográfica una experiencia única y muy específica. El doctor Frankenstein y King Kong fueron, además, dos de los últimos ejemplos de la violencia salvaje y el contenido gráfico que sería rápidamente aplacado en Hollywood por la aplicación del Código Hays, una serie de reglas en torno al contenido violento, sexual y moral que suavizó notablemente el tono del cine norteamericano durante décadas, hasta su abandono a finales de los años sesenta. La importancia de la determinación del código Hays en el cine estadounidense será de crucial importancia en nuestra historia a medida que, como veremos, tras la Segunda Guerra Mundial los EE.UU. toman una importancia capital no ya en la industria cinematográfica en general, sino en el cine de ciencia ficción en particular.

Es difícil de calcular el enorme impacto que los efetos especiales de King Kong (Merian C. CooperErnest B. Schoedsack, 1933), revolucionarios para su era, tuvieron sobre el cine de catástrofes y de kaijus.

En todo caso es necesario subrayar la crucial importancia de estas producciones para el posterior desarrollo del género. Es posible que ni fuerzas alienígenas ni científicos locos estuvieran presentes en King Kong, pero no es ningún secreto que la película acabaría por inspirar el cine de kaijus japonés, uno de los subgéneros más importantes del cine de género a partir de los años 50. De igual manera, las películas de monstruos de Universal ejercieron una influencia clave en otro subgénero muy cercano a los kaijus y otra pieza fundamental en la formación del género en nuestros días, y es el cine de monstruos de los años 50 que encabezaron directores como Jack Arnold, aunque esta es una historia para nuestra siguiente entrega. También es importante apuntar que durante los años 30 vieron la luz las precursoras del cine de zombis, uno de los subgéneros más importantes de la ciencia ficción en las últimas décadas, con producciones como La legión de los hombres sin alma (1932), también con Béla Lugosi, o La rebelión de los zombies (1936), ambas dirigidas por Victor Halperin. Pero estas películas aún están muy alejadas por lo que hoy entendemos por género Z, y su subtexto xenófobo es todavía muy evidente. Lo que sin embargo es importante rescatar de todas estas producciones, entre el terror y la fantasía, es una fascinación por el otro que crecía en el corazón de la industria cultural, en un principio marcada por el miedo y la ansiedad pero que pronto cambiaría hacia otras claves y otros problemas, en la medida en la que los debates políticos y las transformaciones sociales que habían dado lugar a estos subgéneros también lo harían. Llegado el momento, la ciencia ficción sería uno de los medios de expresión por excelencia de la turbulenta relación con lo que nos es ajeno y desconocido.

Princesas de Marte y espadachines espaciales

Es posible que el género más importante en la formación de la ciencia ficción sea con el que se ha marcado tradicionalmente la mayor línea divisoria, y este no es otro que el de la ópera espacial. La ópera espacial, en tanto que formula una visión futurista pero ante todo fantástica, donde las naves espaciales y los mundos lejanos son poco más que excusas para infundir de un tono distinto los viejos tropos de la caballería y lo fantástico en general, ha sido casi siempre el ejemplo paradigmático de lo que no es ciencia ficción. Sin embargo es imposible negar la influencia mutua y relación de ambos géneros. Y en la historia de esa relación, en la misma medida en la que la fantasía vino antes de la ciencia ficción, la realidad es que la ópera espacial también vino antes. La historia de la formación de este género, que recogía aspectos del romance espacial de Verne y de Wells pero los combinaba con elementos de la fantasía para crear un producto eminentemente dirigido a una audiencia joven, tiene que ver ante todo con la historia de la literatura pulp y el cómic. Dentro de este ámbito nacieron casi todos los grandes héroes de la ópera espacial, desde John Carter en la Serie Marciana de Edgar Rice Burroughs, que apareció por primera vez en 1912, al aventurero espacial Buck Rogers, quien vio la luz a finales de los años veinte. En 1934 sin embargo nace, como imitación directa de Buck Rogers, el personaje que marcaría para siempre el legado de la ópera espacial: Flash Gordon.

Pero ni de lejos Flash Gordon obtendría la fama global que tiene hoy en día de no ser por los seriales que protagonizaría a partir de 1936. Los seriales, un curioso formato anticuado entre el cine y la televisión, consistían en producciones de varias horas de duración divididas en multitud de episodios que se estrenaban en las salas de cine con una separación habitual de una semana y un precio reducido. Con contenido sustancialmente centrado en la violencia, la aventura o lo fantástico y la tradición de finalizar cada episodio en un exagerado cliffhanger, los seriales seguían en la órbita de la baja cultura que marcaban las coordenadas del pulp y el cómic, pero eran capaces de llegar a una audiencia mucho mayor. Tal fue el caso del primer serial de Flash Gordon, estrenado en 1936, que alcanzó tal difusión y éxito que provocó la producción de dos seriales más protagonizados por el rubio aventurero espacial, estrenados en 1938 y 1940. También se realizó un serial de Buck Rogers en 1939 para aprovechar la ola de popularidad que había obtenido el personaje que originalmente había sido su imitación. Buster Crabble pasaría a la historia del género al encargarse de encarnar ambos personajes.

Buster Crabble, quien protagonizó los tres seriales del aventurero espacial, sería siempre recordado como el Flash Gordon original.

En los cruces entre la fantasía y la épica espacial, existen otros ejemplos en la primera mitad de siglo veinte que merece la pena mencionar. En un contexto casi completamente opuesto, Aelita (Yakov Protazanov, 1924) cuenta en ocasiones con el distintivo de ser «la primera película de ciencia ficción soviética»; una atribución nada trivial teniendo en cuenta el posterior desarrollo del género en la URSS. La realidad es que Rusia y la esfera soviética tenían un acervo cultural enorme que no influiría poco en el desarrollo del género. Es importante mencionar el Cosmismo Ruso, un importantísimo movimiento filosófico finisecular que se centró en especular y vindicar las posibilidades o incluso obligaciones morales del desarrollo científico de la humanidad, desde la conquista del espacio a la resurrección de los muertos. Aparte de Nikolai Fedorov, padre del movimiento, es crucial mencionar a Konstantin Tsiolkovsky, precursor de la invención que finalmente llevaría a la humanidad más allá de su planeta: el cohete a propulsión. Con todo ello, el fervor revolucionario de 1917 y la gran efervescencia de las vanguardias artísticas a principios de siglo provocaron un enorme sentido de anticipación utópica y orientación hacia el futuro en la nueva URSS que favoreció una ola de especulación, en la teoría y en el arte, que finalmente sería aplacada por la homogeneidad del realismo soviético.

Aelita es claramente el ejemplo más feliz de la conjunción de todos estos impulsos, pues combina una trama en mitad de las turbulencias históricas que atravesaba la nueva federación soviética con los extraordinarios diseños de vestuario de Alexandra Exter, claramente influidos por el constructivismo y las vanguardias soviéticas. Aelita es sin embargo una extraña fábula de fantasía onírica, donde un científico se ve atrapado en una doble existencia: la compleja realidad social posrevolucionaria y una fantasía espacial donde la epónima Aelita, Reina de Marte, se enzarza en intrigas palaciegas y revoluciones obreras en el propio planeta rojo. No deja de ser un poco decepcionante por tanto que la fastuosidad del fabuloso vestuario y los majestuosos decorados entre el brutalismo espacial y la geometría alienígena queden finalmente reducidos a eso, a un sueño del protagonista. También es decepcionante comprobar que no existen otro ejemplos notables donde este gran acervo cultural se dio la mano con éxito con un medio de masas en ascenso como el cine, algo que seguramente tenga que ver con la imposición de una importante homogeneidad cultural en las décadas posteriores en la URSS que vio cortados de raíz muchos de estos movimientos filosóficos y artísticos. Quizás en parte esto se deba a la complicada conjunción de la especulación científica del cosmismo con el sentido de anticipación futurista de tintes escatológicos y proféticos en la que ocasionalmente caía el propio cosmismo, y en gran parte inspiraba a las vanguardias. La importancia clave de este contraste está bien expresado en el contraste entre Aelita y Viaje cósmico (Vasili Zhuravlyov, 1936), una película basada en una novela de Tsiolkovsky y que presenta una visión más fría y realista del viaje espacial, donde además se evidencia la desaparición del fervor revolucionario y la salvaje creatividad de las vanguardias. En todo caso, es importante señalar que la enorme influencia que el bloque soviético ejercería sobre la ciencia muchos años después ciertamente tiene sus importantes precedentes.

Y aunque la solemnidad operística de Aelita parezca no tener nada que ver con los decorados baratos y los disfraces de romano de los seriales Flash Gordon, lo cierto es que estas producciones coinciden en que su la orientación de sus especulaciones sobre el viaje espacial y la vida en otros planetas están aún fuertemente marcadas por las claves de otros género, como son la fantasía, la novela de aventuras, la propia ópera y el folclore. Pero quizás la innovación más importante de estas óperas espaciales, desde la épica soviética al pulp estadounidense, sea precisamente su extrapolación de elementos propios de narrativas e historias propias de la Tierra y su geografía a un nuevo campo de especulación: el espacio y sus enormes posibilidades, que ya jugaba un papel fundamental en las crecientes expectativas del ser humano sobre su futuro. Si bien las líneas divisorias entre la ópera espacial y la ciencia ficción son importantes, también lo son sus conexiones. Es cierto que el género que ayudó a popularizar Flash Gordon tiene poco que decir sobre ese futuro, pero sí lo tendría sobre el futuro de la ciencia ficción. Al fin y al cabo fue otra producción que técnicamente es también una ópera espacial, originada cuando un joven director llamado George Lucas no logró conseguir los derechos de Flash Gordon (de una forma irónicamente similar a cómo este personaje se origina como una copia de Buck Rogers), la que posiblemente tuvo el mayor impacto que ninguna otra en la historia de la ciencia ficción. Pero por qué este operístico subgénero regresó con tanta fuerza en La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) es una historia para más adelante, para la que sin embargo nos convendría tener presentes los curiosos orígenes de la ópera espacial.

El mundo que vendrá

Hasta ahora hemos sobrevolado de forma superficial multitud de géneros, subgéneros, producciones, novelas adaptadas y todo tipo de influencias que marcaron los orígenes de la ciencia ficción cinematográfica. Pero en esta historia es fundamental hablar de dos películas en particular que si bien son un tanto desiguales en cuanto a legado e influencia, son igual de importantes para entender en qué situación estaban los antecedentes de la ciencia ficción de esta era y cuáles serían las líneas que marcarían su evolución. Una película de la que no se habla demasiado, seguramente no tanto como se debería, y que consiste precisamente en otra adaptación de una novela de H. G. Wells, es la superproducción británica La vida futura (William Cameron Menzies, 1936). La película nos presenta una trama esparcida por distintos momentos temporales del siglo XX, a medida que la humanidad atraviesa un período de violencia y guerra intensa, catástrofe, plaga, reconstrucción y finalmente edificación de una ciudad utópica bajo tierra desde donde son lanzados los primeros astronautas al espacio. La película es crucial por varias cuestiones, la primera claramente es la centralidad de la historia como proceso, que como indicamos en nuestras premisas es en lo que consiste el núcleo narrativo de la ciencia ficción: en una reflexión sobre la historia. Pero, más concretamente, se trata de una reflexión sobre la historia y su relación con desarrollo tecnológico y moral de la humanidad y la medida en la que ambos entran en conflicto.

La visión utópica de La vida futura (William Cameron Menzies, 1936), donde el progreso científico va de la mano del progreso moral de la humanidad, es precisamente lo que entra en crisis en la ciencia ficción contemporánea.

Como también era cierto en la producción norteamericana Una fantasía del porvenir (David Butler, 1930), La vida futura especula sobre el desarrollo futuro de la humanidad, pero al contrario que la primera, que más que nada muestra la falta de imaginación prospectiva del momento al presentarnos un mundo futuro que más allá de la potencia tecnología se parece mucho a los EE.UU. del momento, es ofrecernos una apertura mucho más radical y especulativa del futuro donde se ponen en la mesa problemas cruciales de la historia humana. La centralidad de esta cuestión está muy clara en La vida futura, cuya secuencia de acontecimientos se presenta sobre una fábula de los impulsos positivos y negativos del ser humano en el discernimiento de su misión histórica, desde la futilidad y abismal sinsentido de la guerra, los peligros del caciquismo y la ignorancia y las virtudes del avance de la racionalidad científica. Pero lo realmente importante de la película es la forma en la que muestra su particular confianza en lo segundo. De forma que hoy en día no podría resultar más que descarada, aunque se trate de una ideología muy lejos de estar extinta, la película plantea sin problemas la alianza casi indisociable entre el progreso de la mentalidad racional y la ciencia con la bonanza material y la excelencia moral de la humanidad, concluyendo en un discurso final, justo cuando los primeros cosmonautas son lanzados al espacio, en el que se exhorta a la humanidad a conquistar las estrellas con una gradilocuencia utopista y confianza en el progreso tecnológico que hoy en día, por razones bien conocidas, es seguramente lo más irracional que cabe pensar. En todo caso, la centralidad de este utopismo y cientificismo claro en La vida futura, en la medida en la que ya están aquí presentes todos los elementos de la ciencia ficción posterior, demuestra un importante contraste con la misma. La ciencia ficción ya está aquí, lo único que faltaba era que ese utopismo entrara en crisis.

Eso no quiere decir que en este momento no hubiera otras visiones distópicas o sombrías del futuro. La que es quizás la película distópica por excelencia, y puede una de las películas de ciencia ficción más famosas e influyentes de todos los tiempos, presenta un futuro donde los avances de la técnica y la modernidad son representados con un cariz demoníaco y terrible. Es el caso de Metrópolis (1927), la obra maestra de Fritz Lang, una épica historia situada en la monstruosa ciudad epónima donde propietarios elitistas y hedonistas de la superficie se enfrentan en una tensión revolucionaria con las masas de obreros que sufren las inclemencias del trabajo industrial en el subsuelo. Metrópolis es fundamental para la ciencia ficción en multitud de aspectos que sería imposible resumir, pero que aquí concretaremos en tres problemas. En primer lugar, está la preponderacia de la ciudad como escenario y la experiencia urbana como, al fin y la cabo, la experiencia central de la modernidad. Este avance narrativo, nada evidente en el cine fantástico y de terror del momento, será crucial sin embargo para la evolución de la ciencia ficción como género que explora las promesas incumplidas y los avances precarios de esa misma modernidad, que comúnmente representa el escenario de la ciudad. En segundo lugar, esa misma desconfianza y ambivalencia hacia la modernidad, que hemos avanzado como el núcleo narrativo de la ciencia ficción moderna, está claramente figurado por la relación del ser humano con la máquina y las posibilidades aterradoras que conlleva la fabricación de una máquina capaz de imitar el comportamiento humano, como ocurre con el androide que toma la identidad de Maria, el heraldo de los revolucionarios.

Pero en tercer lugar está aquí presente con gran precisión una sutileza que es propia de la ciencia ficción pero que, valga la redundancia, es más sutil en producciones posteriores, y esa es la centralidad del trabajo y especialmente los ritmos concretos del trabajo bajo el régimen de producción industrial. En Metrópolis, sea o no ingenua la resolución que plantea al problema de clase, está claro que esta cuestión es central, y que gran parte de la desconfianza y desazón general con el progreso tecnológico de la humanidad viene de la mano de la imposición de una racionalidad maquínica, fría e inhumana, en torno a una desigualdad de clases preexistente que sin embargo es razón fundamental de que la producción de esa infraestructura. Pero por muchas que sean las líneas que podamos establecer entre Metrópolis y la ciencia ficción actual y reciente, es importante resaltar que, como casi todos los ejemplos que aquí hemos tratado, pertenece a la historia del género de forma solo parcial. La película de Fritz Lang, al fin y al cabo, está marcada por un fuerte sobretono religioso presente en sus constantes alusiones al Apocalipsis, sus particulares referencias no muy sutiles a la Virgen María y sus continuos paralelismos generales con la Biblia, así como la resolución que presenta al conflicto de clase parece ser más una intervención divina, un auténtico Deus Ex Machina, que a ninguna reflexión particularmente astuta sobre la historia.

En las décadas posteriores al estreno de ambas películas las cosas irían cambiando poco a poco en el panorama de la ciencia ficción. Los sobretonos religiosos de Metrópolis serían reducidos y el utopismo idealista de La vida futura caería rápidamente en desgracia. La visión distópica de la primera, con su relación de tensión y conflicto con la tecnología y los ritmos del trabajo, sería de gran inspiración para el género. De igual forma, la fundamental reflexión directa que ofrece la segunda sobre la historia, con las contradicciones de los diferentes impulsos sociales y científicos del ser humano, plantea a la perfección la gran diversidad de problemas sobre los que se erigiría la ciencia ficción moderna. Con todo, esperamos que con esta primera entrega haya quedad claro que, si bien es difícil entender ninguna de estas películas como ciencia ficción en un sentido estricto, todas ellas establecieron multitud de elementos y aspectos sobre los que el género se formaría y alcanzaría gran popularidad, específicamente en el cine, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con lo que vistas en conjunto puede verse con claridad el perfil de lo que entendemos como ciencia ficción y los problemas y puntos de interés que atraviesan su vida en la gran pantalla: la tecnología, la ciencia, la condición humana, la experiencia urbana, la utopía… Con todo, todos los hilos que aquí nacen derivarían de formas inciertas y sorprendentes en los años posteriores, con tal diversidad de resultados que merecerán nuestra atención más en detalle en las próximas entregas de esta serie de artículos. Y si bien los cimientos de esta historia ya estaban para ese momento bien planteados, era imposible predecir el imponente despliegue de las cosas que aún estaban por venir.

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