El ciberpunk en el cine
Un futuro en el que no queremos vivir

El ciberpunk, uno de los subgéneros más populares de la ciencia ficción, nos lleva a un mañana en el que la tecnología ha avanzado mucho más que nuestros valores éticos y nos presenta un futuro inquietantemente similar a nuestro presente.

Desde que el cine existe, la ciencia ficción siempre nos ha permitido usar el futuro para explorar nuestras ansiedades, nuestras ideas o nuestras reflexiones sobre el mundo que nos rodea. Desde los futuros idílicos que se plantean en los Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta como en La conquista del espacio (Byron Haskin, 1955) hasta el cine de invasiones alienígenas que reflejaban los temores propios de la Guerra Fría como es el caso de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) sin olvidarnos de las cintas ambientadas en futuros posapocalípticos que reflejaban el temor ante un posible holocausto nuclear como es el caso de Mad Max (George Miller, 1979). No obstante, en los años ochenta una nueva serie de inquietudes ante un futuro cada vez más incierto comenzarían a surgir entre la población. Inquietudes que se caracterizaban por su temor no a un posible conflicto bélico o a un holocausto nuclear, sino a las consecuencias no deseadas que el avance tecnológico pudiera tener en la sociedad y en la psicología humana. Inquietudes que no temían lo que podía pasar si un hecho catastrófico asolaba a la humanidad sino, muy al contrario, lo que ocurriría si la actual evolución tecnológica, política y social continuaba sin que nadie ni nada la detuviera. Y así fue como el ciberpunk llegó a nuestras pantallas.

Surgido en los años ochenta, el ciberpunk es un subgénero de la ciencia ficción que se caracteriza por presentar sociedades profundamente avanzadas tecnológicamente en las cuales dicho avance se caracteriza por crear comunidades funcionales, éticamente cuestionables y controladas por corporaciones extremadamente poderosas que han suplantado a unos estados nacionales cada vez más débiles o directamente inexistentes. Por su parte, este avance tecnológico no se ha visto limitado por ninguna inquietud ética, por lo que ha llegado a presentar problemas de índole moral o ideológica que atentan contra cuestiones tabú como la sexualidad o la integridad física del individuo o moralmente imprescindibles como la libertad o las relaciones afectivas personales.

El cine ciberpunk se caracteriza por una estética futurista y oscura.

Es necesario entender el contexto histórico en el que surge el subgénero para familiarizarse con sus inquietudes. Tras una década de 1970 marcada por la crisis del petróleo (quizá la crisis económica que más ha marcado a todas las sociedades occidentales en los últimos cien años) y el colapso militar de EE. UU. en Vietnam, los habitantes de los países occidentales veían cómo su nivel de vida descendía casi a la misma velocidad a la que ascendían los índices de criminalidad. En este contexto, en 1981 llegaba a la presidencia de EE. UU. un carismático Ronald Reagan que prometió una recuperación social y económica rápida y profunda a través de reformas liberales. Si bien con numerosas sombras (desde el aumento del déficit presupuestario hasta la polémica guerra contra las drogas) no se puede negar que el cuadragésimo presidente de EE. UU. logró, en lineas generales, aquello que había prometido, y durante los ocho años de su presidencia la mayoría de ciudadanos de su país experimentaron una notable mejora de su nivel de vida. El pueblo estadounidense se embarcó, por lo tanto, en una era de consumismo como nunca antes se había visto. Donde antes había solo un puñado de canales de TV, ahora gracias a la proliferación de la televisión por cable había decenas de opciones, muchas de las cuales mostraban publicidad cada vez más agresiva financiada por omnipresentes grandes empresas. Los hogares de todo el mundo comenzaron a llenarse de reproductores de vídeo, televisiones cada vez más grandes, unidades de estéreo, ropa de moda que se cambiaba año tras año en lugar de remendarla, comida rápida, etc. Los grandes centros comerciales se extendieron a prácticamente cada rincón del país y se hicieron más y más grandes, llenos de cines, restaurantes, tiendas y otros centros de ocio y convirtiéndose en los verdaderos epicentros de la vida social estadounidense mientras el pequeño comercio y los cascos urbanos comenzaban a perder relevancia. La MTV dictaba los uniformes gustos musicales de una gran masa de población que ya no se molestaba en escuchar la radio mientras las grandes corporaciones, libres de las regulaciones antimonopolio del pasado, se asociaban y fusionaban libremente para poder controlar todo lo que el pueblo americano veía, escuchaba, vestía, comía, leía y compraba. La antigua clase empresarial industrial rápidamente se vio relevada por una nueva generación de ejecutivos obsesionados con los restaurantes de lujo, el éxito rápido, la ropa de marca o la cocaína y que ya no amasaban sus fortunas gracias a la producción de automóviles o la fabricación de acero sino mediante la especulación inmobiliaria o la compra y venta de acciones en Wall Street. Paralelamente, la hiperliberalización de la economía propició que numerosas empresas extranjeras (en especial japonesas) pudieran acceder al mercando estadounidense y superar a sus competidores locales mientras que las fábricas que durante tantos años habían generado puestos de trabajo comenzaban a trasladarse a otros países con mano de obra más barata al mismo tiempo que la reducción en gasto social, si bien enriquecía a las clases altas y medias, causaría un aumento de la desigualdad y un repunte del porcentaje de población por debajo del umbral de la pobreza.

El ciberpunk es un subgénero de la ciencia ficción que se caracteriza por presentar sociedades profundamente avanzadas tecnológicamente en las cuales dicho avance se caracteriza por crear comunidades funcionales, éticamente cuestionables y controladas por corporaciones extremadamente poderosas

Paralelamente, en los años ochenta y noventa se produciría una revolución tecnológica cuando empresas digitales y de computación como Apple o Microsoft comenzaron a transformarse en el nuevo motor de la economía de EE. UU. y poco a poco los ordenadores e Internet empezaron a transformarse en una pieza fundamental de la economía, el trabajo e incluso la vida cotidiana de la población general. Las nuevas posibilidades y los nuevos misterios que encerraba la revolución digital habrían, por lo tanto, un campo enorme de especulación para artistas e intelectuales de todo tipo. En este contexto surgen trabajos literarios que comienzan a hacerse eco tanto de las nuevas tribulaciones sociopolíticas como de los fastuosos avances tecnológicos inherentes a la digitalización de nuestras vidas, siendo reseñable el libro escrito por William Gibson en 1984 El Neuromante, así como la obra de autores como Philip K. Dick. El séptimo arte no fue menos y al comienzo de la época las audiencias de todo el mundo descubrieron una película que además de popularizar el género ciberpunk entre las masas, transformó la forma de entender el cine de ciencia ficción como pocas películas lo había hecho hasta entonces, Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Aunque en su momento resultó un fracaso de taquilla, la cinta del director británico se terminó transformando en un film de culto y abrió la puerta de Hollywood a todo un nuevo subgénero. Durante el resto de la década de los 80 y los 90, cintas de todos los presupuestos abrazaron la temática ciberpunk. Por un lado, grandes producciones como Tron (Steven Lisberger, 1982) Brazil (Terry Guilliam, 1985) o Robocop (Paul Verhoeven, 1987) lograron notables éxitos de taquilla mientras que el cine independiente exploraba el género con producciones más experimentales como City of Dark (Bruno Lázaro Pacheco, 1997), El cortador de césped (Bret Leonard, 1992) o Nivel 13 (Josef Rusnak, 1999).

No obstante, no sería hasta el final de la década de los noventa cuando el género se reinventaría con el estreno de Matrix (Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1999), presentando una interpretación del ciberpunk que se alejaba de la excentricidad de algunas de las obras anteriormente citadas para, en su lugar, llevar las temáticas propias del subgénero al gran público. A Matrix le siguieron una serie de cintas que al igual que su predecesora mezclaban interesantes reflexiones propias del ciberpunk con un fascinante despliegue visual como Cypher (Vincenzo Natalli, 2002), Minority Report (Steven Spielberg, 2002) o A Scanner Darkly (Una mirada a la oscuridad) (Richard Linklater, 2006), mientras que paso a paso el género pasaba de ser de nicho a tener un público bastante grande. Esta tendencia se constataría en la década de los dos mil diez, en la que la popularidad de este subgénero, en boga en parte a causa de la aparición de las aplicaciones de redes sociales y el enorme impacto que la revolución de internet generó en la sociedad, la comunicación y la política de este periodo a nivel mundial, sumado al revival que se produce en esta década de la estética de los 80, darán al género ciberpunk el impulso definitivo en el cine, con cintas como Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017) o Upgrade (Leight Whannell, 2018). Paralelamente, en Japón se producía una explosión sin paragón de su popularidad, lo que daría como resultado una retahíla de obras maestras y de culto que en muchos casos definieron el género incluso más que sus contrapartes occidentales, tanto en el campo de la animación, como por ejemplo Akira (Katsuhiro Otomo, 1988), Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995), Paprika, detective de los sueños (Satoshi Kon, 2006) o Psycho-Pass (Naoyoshi Shiotani, 2012) como en películas de imagen real, como Tetsuo, el hombre de hierro (Shinya Tsukamoto, 1989) o Casshern (Kazuaky Kiriya, 2004).

El uso de tecnología en los universos ciberpunk aleja a los personajes de su condición humana.

Aunque diferentes en forma y fondo, la mayoría de estas obras tienden a compartir un característico estilo visual. Ambientadas por lo general en urbes futuristas con edificos cargados de luces de neón, en todo momento se busca transmitir una imagen del futuro que en lugar de presentar sociedades asépticas e idealizadas nos muestran un futuro opresivo, angustioso y deshumanizado (como en Blade Runner) . En ocasiones esta estética irá acompañada de personajes cuyos cuerpos están poblados por diversos implantes tecnológicos que parecen querer transformar el cuerpo humano en una máquina y llegarán a dar una imagen, lejos de estilizada o armoniosa, totalmente grotesca (como en Ghost in the Shell o en Robocop). Generalmente nos encontraremos con historias con toques detectivescos o de misterio en las que la trama se usa como pretexto para explorar una sociedad profundamente alienante y controlada por megacorporaciones despóticas en la que el avance tecnológico supone alguna clase de conflicto ético o de principios, desde la pérdida de humanidad de los individuos o la transformación de la propia identidad hasta problemáticas de carácter social y político.

Si hay que señalar un rasgo prácticamente universal de todas o casi todas las obras del ciberpunk, esta es la lucha del sujeto por mantener o recuperar su propia individualidad.

Pero llegados a este punto, parece imposible evitar preguntarse cómo es posible que un subgénero que mezcla una estética tan particular con en ocasiones enrevesadas reflexiones filosóficas ha podido hacerse tan popular entre el público. Quizá la respuesta radica en que, si bien en ocasiones complejos, los temas del ciberpunk no dejan de ser a la vez muy humanos y universales. Si hay que señalar un rasgo prácticamente universal de todas o casi todas las obras del ciberpunk, esta es la lucha del sujeto por mantener o recuperar su propia individualidad. Esto no deja de ser una respuesta al proceso de alienación y aplastamiento del individuo propio de la sociedad moderna. La presentación de realidades distópicas hipertecnológicas en las que el avance digital ha aumentado también la capacidad de la sociedad para destruir la personalidad y la identidad de los individuos que componen dicha sociedad es, por lo tanto, un reflejo de las ansiedades que gran parte de las personas comparten sobre su relación con la sociedad contemporánea y el riesgo de perder su individualidad en ella. Es por lo tanto frecuente que el cine del género ciberpunk nos muestre personajes que a través de la tecnología han sido esclavizados, ya sea físicamente como mentalmente (Matrix es un ejemplo perfecto de ambas, ya que mientras los humanos de la película están encarcelados físicamente en el mundo real, sus mentes están a la vez atrapadas en una realidad virtual).

Gran parte del cine ciberpunk es originario de Japón, país donde este género es profundamente exitoso.

La lucha por la propia individualidad inherentemente nos lleva a un concepto clave del ciberpunk: la cuestión de la identidad. La forma en que construimos el yo (la mezcla de recuerdos, procesos mentales, rasgos de personalidad, etc que forman la idiosincrasia particular de cada uno) y que el los mundos del ciberpunk están en constante riesgo de ser erosionadas. Es frecuente en el cine de este subgénero ver cómo el uso de la tecnología transforma completamente la identidad del individuo para adaptarlo al sistema y despojarle de su humanidad. Esto se ve claramente en City of Dark, en la cual un científico descubre que en el laboratorio donde trabaja se dedica a emitir ondas de radio que modifican los pensamientos de la población para manipularla mentalmente o en la infravalorada Cypher, en la que el protagonista es un importante traficante de armas que voluntariamente se somete a un proceso de lavado de memoria e implantación de recuerdos falsos para adoptar la personalidad de un oficinista anónimo y poder infiltrarse en una empresa armamentística de la que quiere robar una valiosa información. Esta apropiación por parte del mundo externo del individuo no se limita a la cuestión mental sino que incuso con más frecuencia vemos a este mundo fagocitar el propio cuerpo humano a través de los implantes cibernéticos que muchos de estos protagonistas tienen y que, a la vez que les otorgan posibilidades casi ilimitadas, también parecen consumir y destruir su propia identidad y humanidad, tal y como se ve en, por ejemplo, Ghost in the Shell, donde los avances cibernéticos que personajes como la mayor Kusanagi portan parecen existir siempre en contraposición con sus propias almas humanas.

Esta lucha por la identidad nos lleva a un leitmotiv habitual en el cine ciberpunk, y es que de forma constante nos encontramos con historias sobre personajes cuyo objetivo, independientemente de la trama o los giros del guion, consiste casi siempre en, a un nivel u otro, recuperar el libre albedrío en un mundo que desesperadamente quiere quitárselo. Independientemente de quien sea el malo de la película, en último término el verdadero enemigo es un determinismo tejido por una mezcla de tecnología moralmente corrupta, corporaciones con poder ilimitado o personajes con complejo divino contra el que el protagonista se revela para reconciliarse con su propia identidad y humanidad. Quizá un ejemplo paradigmático de esto lo encontremos en Blade Runner, una película que sobre el papel no es más que un cuento detectivesco ambientado en el futuro pero que entre líneas nos cuenta algo mucho más profundo. En esta historia, que nos cuenta las aventuras de Rick Deckard, un policía especializado en dar caza a replicantes, unos androides humanoides que se han rebelado contra sus amos, el doctor Eldon Tyrel, presidente de la Tyrel Corporation no solo es capaz de crear vida (los replicantes) sino que además vive, literalmente, en un edificio con forma piramidal, en otras palabras, Ridley Scott no es anda sutil para dejar claro que este personaje es una evidente alegoría de Dios. Durante la película Roy, el antagonista principal y uno de los replicantes que Deckard ha de eliminar, llega hasta el y le mata en una escena en la que dicho personaje busca, metafóricamente, liberarse de las ataduras que limitan su existencia (un límite de cuatro años tras lo cual su cuerpo está programado para morirse) y obtener su libertad plena. Al mismo tiempo, el protagonista de la película, Deckard (esto es un artículo sobre el ciberpunk en el cine así que asumo que el lector ya ha visto Blade Runner unas cuantas veces, pero, en caso contrario, aviso a navegantes, a continuación hay uno de los mayores spoilers de la historia del cine) descubre en los compases finales que él mismo es un replicante (bueno, al menos se sugiere, pero queda abierto a la interpretación de cada espectador) y decide dejar atrás su vida y escapar junto con Rachel, otra replicante de la que se ha enamorado. En ambos personajes (en especial con un antagonista con el que al final es imposible no empatizar cuando nos deleita con el monólogo de las lágrimas en la lluvia antes de morir) encontramos, por lo tanto, una búsqueda de emancipación de la figura de su creador y un deseo de aprehender su libre albedrío. En un mundo que arrebata a las personas todo, hasta sus propios cuerpos y sus mismas mentes, los personajes de este género se ven con frecuencia luchando por no otro objetivo que rescatar su propia humanidad.

A esta alienación contribuye, por supuesto, toda la temática del transhumanismo (una pieza angular del ciberpunk) que es habitualmente presentado como un proceso en virtud del cual la tecnología fagocita el cuerpo humano, en ocasiones transformando la propia naturaleza humana hasta límites insospechados, como en la serie Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018) en la que la tecnología transhumanista ha llegado incluso a permitir que las personas puedan evitar la muerte y vivir eternamente moviendo su consciencia de un cuerpo a otro (siempre que se lo puedan permitir) llevando inherentemente a un profundo desequilibrio del orden natural de la vida. De igual forma, si bien el transhumanismo en el ciberpunk da respuesta o solución a ciertas problemáticas, también abre otras nuevas áreas de preocupación. En Blade Runner 2049 por ejemplo, la creación de unos androides capaces de tener sentimientos y reproducirse lleva a cuestionarnos donde está la linea que delimita aquello que se puede considerar humano y cómo construimos el concepto de otredad. No obstante, el transhumanismo también puede explorarse de forma inversa, como algo que no hace más humano a lo artificial sino más artificial a lo humano. Tal exploración la tenemos en Tetsuo, el hombre de acero, en la cual el protagonista se transforma paulatinamente en una máquina en una representación de las angustias de la sociedad ante las consecuencias del imparable desarrollo tecnológico, o en Robocop, en la que la fusión entre hombre y máquina en el marco del capitalismo tardío lleva a que un ser humano pueda ser rebajado a la categoría de producto y sea manipulado como cualquier otro objeto por parte de una gran empresa sin que nadie quiera ni pueda impedirlo. La película del siempre brillante Verhoeven nos muestra, en un tono sarcásticamente heroico que pretende deconstruir el concepto de película de acción clásico, los riesgos para el individuo y su independencia de una sociedad en el que el desarrollo tecnológico y las ambiciones corporativas no están limitadas por los principios éticos básicos.

Si bien las reflexiones que este cine nos ofrece pueden no siempre tener las respuestas que necesitamos, al menos podemos confiar en que siempre nos ayudará a hacernos las preguntas adecuadas.

En línea con esto último, no es infrecuente que el subgénero aproveche para explorar otras temáticas como la forma en que los humanos experimentamos la cognoscencia. ¿Qué diferencia hay entre lo real y lo que creemos que es real? Es casi una condición sine qua non para el género presentar personajes que perciben el mundo que les rodea de una forma distorsionada, ya sea por el consumo de drogas (como en Una mirada en la oscuridad) o directamente a causa de la influencia de algún elemento tecnológico como en Ghost in the Shell 2: Inocence (Mamoru Oshii, 2004). En esta secuela, el cerebro de uno de los protagonistas es hackeado (una de esas cosas que es posible en este subgénero) y el personaje pasa una parte de la película viviendo en un surrealista loop constante que le hace cuestionarse la realidad de lo que está percibiendo. La fusión del mundo real con el mundo digital o ciberespacio (término aculado precisamente en la literatura ciberpunk y que luego pasaría a usarse de forma general) lleva a plantearnos, tal como diría Baudrillard, cómo aquello que percibimos no es necesariamente lo real, sino una copia (cuando no una copia de una copia) de lo real condicionada por multitud de elementos, desde las limitaciones de nuestros sentidos a nuestros propios procesos mentales o las presiones psicológicas y culturales externas. En un mundo en el que los medios de comunicación e internet cada vez tienen una mayor potestad para decidir qué es real y qué no (o mejor dicho, a qué le damos categoría de real y a qué no), esta inquietud planteada por el ciberpunk en el cine parece dar respuesta a la gran pregunta sobre la forma en que nuestra percepción es constantemente manipulada y transformada.

Las inquietudes sobre el avance tecnológico y la pérdida de la identidad son un elemento clave del ciberpunk.

Pero junto con sus reflexiones filosóficas, el ciberpunk es conocido por ser un género profundamente político (quizá el más político de la ciencia ficción). Este debate que se nos presenta se divide fundamentalmente en dos ramas, por un lado están aquellas obras que se centran en los riesgos del capitalismo tardío y el poder ilimitado de corporaciones multinacionales (como Cypher o Robocop) Es necesario entender que esta es una preocupación muy inherente a finales de los setenta y ochenta, ya que con anterioridad las empresas eran rara vez vistas por la población como nada mas que instituciones que generaban puestos de trabajo y vendían productos o servicios, pero en ningún caso entes que pudieran influir en la vida política. La crisis del petroleo evidencio el enorme peso político que las empresas petrolíferas tenían y las corporaciones pasaron en la década de los setenta a ser vistas como sujetos políticos además de económicos. En los ochenta, la desregulación y la formación de grandes oligopolios no haría sino agrandar estos temores hasta el punto de que en las visiones ochenteras del futuro las empresas siempre aparecen teniendo más poder que los propios estados nacionales y son capaces de burlar las leyes a su voluntad mientras observamos democracias que están al borde del colapso político. En este despotismo, no obstante, los gobiernos nacionales no se quedan atrás y, además de ser dudosamente democráticos, frecuentemente aparecen relacionados con diversos tipos de operaciones secretas y turbios experimentos científicos de dudosa legalidad y moralidad, como en la obra maestra del anime Akira, lo cual viene a representar, nuevamente, el paulatino colapso que en los mundos ciberpunk están sufriendo los principios democráticos. Mientras que las empresas privadas cada vez se comportan más como si fueran sus propios gobiernos nacionales, los gobiernos nacionales cada vez se comportan más como si fueran empresas privadas. Pero junto a este mensaje tan evidente, tiende a subyacer otro mucho más discreto, las formas de coacción blanda de dichas estructuras políticas. En numerosas obras de ciberpunk nos encontramos con realidades políticas que en la práctica ejercen una gran capacidad de coerción sobre sus individuos, pero esta forma de control, en ocasiones opresiva, no se ejerce mediante la presión directa como podríamos ver en otros escenarios distópicos, sino a través de la manipulación ideológica y mental de la población.

Tal como Foucault exponía en su teoría del panóptico, las sociedades posmodernas están diseñadas de forma tal que la población ha interiorizado las restricciones inherentes al sistema, de manera que cada uno se ha convertido en su propio guarda. El género ciberpunk explora esto al extremo, presentando en películas como Minority Report un sistema en el que, además de existir una videovigilancia constante sobre la población (una reflexión muy oportuna en estos tiempos), el sistema de precrimen ha logrado imponer la aceptación por parte de la población de la vulneración de los derechos de gran parte de la ciudadanía que se ve arrestada por sus futuros (y potenciales) crímenes. Pero sin lugar a dudas la obra que mejor explora esto es el anime Psycho-Pass, en el cual en el Tokio del futuro toda la población está conectada a un dispositivo que mide sus niveles de estrés y agresividad y, en caso de ser muy elevados, la persona es considerada una potencial criminal y detenida. Lo que sobre el papel puede parecer una peculiar forma de frenar el crimen se descubre cuando, investigando unos casos de asesinatos, los protagonistas descubren que todo este sistema no es sino una herramienta diseñada por una oligarquía secreta para mantener controlada a la población. Nuevamente vemos aquí la perfecta mezcla de ingredientes ciberpunk, es decir, una tecnología avanzada hasta unos límites éticamente cuestionables que modifica profundamente la naturaleza humana, una sociedad que quiere arrebatar la independencia y el libre albedrío al individuo y una élite política y corporativa que aprovechando estos dos factores amasa una peligrosa cantidad de poder.

Vemos en estas películas una tecnología que es usada con fines políticos, controlar la voluntad de la población y eliminar su individualidad.

Igualmente, cuando se trata de esbozar a las sociedades futuras, el cine ciberpunk casi siempre apuesta por presentarnos sociedades multiculturales con una evidente presencia de población migrante. Esto es lo que encontramos tanto en series, como en Dark Angel (James Cameron, 2000) como en películas, como en la propia Blade Runner, en la que la presencia de población de origen asiático es enorme. Esto en parte se debe a que en los ochenta se produciría una profunda japonización de la economía estadounidense debido al despegue de empresas japonesas que comenzarían a inundar el mercado con productos más baratos y de igual o mejor calidad que los producidos en EE. UU. (desde coches hasta aparatos electrónicos o cámaras de fotos) y en cierta medida no deja de ser una herencia del temor que en su momento había a que la economía japonesa fagocitara a la estadounidense. Pero además de esto, hemos de entender que algunas sociedades de Asia Oriental (primero Japón o Corea y ahora también China) debido a su relativamente tardía y, por lo tanto, acelerada industrialización, tienen una relación con la tecnología (y en especial con la digitalización de la vida cotidiana) que las convierten en una influencia perfecta para este género. De igual manera, la representación de sociedades compuestas por grupos étnicos diversos indudablemente responde a la concepción de un futuro en el que la tecnología y la globalización han unido más que nunca a todos los habitantes del mundo, aunque esto sea a costa de conformar sociedades profundamente disfuncionales como hemos visto en los párrafos anteriores. Las diferentes culturas tradicionales (religiones, acervos y particularidades de los diversos grupos humanos) parecen ser otra víctima del hiperdesarrollo tecnológico, con la lamentable pérdida cultural que ello supone, sin que como contrapartida veamos una sociedad cuyos miembros estén más integrados o vivan en una comunidad más sólida (de hecho todo lo contrario, cuanto más integrados vemos a los diferentes grupos étnicos más aislado parece estar el individuo).

Llegados a este punto, y tras haber analizado el pasado y presente del ciberpunk en el cine, parece imposible evitar preguntarnos por lo que el futuro deparará. Lo cierto es que, si bien ya han pasado cuatro décadas desde aquellos años ochenta que engendraron el ciberpunk como subgénero de la ciencia ficción, las inquietudes a las que daba respuesta no se han empequeñecido sino que, al contrario, parecen estar más vigentes que nunca. La revolución de internet y otros avances tecnológicos ha cambiado por completo el panorama político y económico mundial así como las relaciones humanas, y el ciberpunk ofrece una forma idónea de explorar estas cuestiones. Desde la concentración de poder económico de las grandes empresas tecnológicas o el impacto político y social de internet y los nuevos medios de difusión de la información, pasando por las nuevas técnicas de manipulación de masas de corporaciones y medios de comunicación (cooptación de movimientos sociales, noticias falsas, oligopolios mediáticos, etc.) el escenario en que vivimos actualmente necesita del género ciberpunk más que nunca para seguir permitiendo tanto a creadores como al público reflexionando sobre las ansiedades que definen nuestra era.

Como cualquier movimiento artístico, el ciberpunk es fruto de su tiempo. En concreto, hablamos de un subgénero de la ciencia ficción que plasma las ansiedades del individuo sobre el impacto político y social del avance tecnológico ilimitado pero, en especial, sobre las consecuencias que tal avance pueda tener sobre su propia identidad como ser humano y su libre albedrío. Si bien las reflexiones que este cine nos ofrece pueden no siempre tener las respuestas que necesitamos, al menos podemos confiar en que siempre nos ayudará a hacernos las preguntas adecuadas.

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