Mad Max
El errante de un mundo sin esperanza

La saga «Mad Max», que en 2024 conocerá una quinta entrega, quizá no se encuentre entre las más valoradas por la crítica tradicional, ni entre las más conocidas por el gran público, pero es una de las más influyentes que jamás se han concebido dentro de su estilo, y el personaje que le da nombre es el violento y trágico antihéroe que se merece este mundo preapocalíptico que nos ha tocado en gracia.

Cuando a finales de 1977 y primavera de 1978, George Miller, un médico oriundo de Queensland, se puso a filmar Mad Max. Salvajes de autopista, que vería la luz al año siguiente, valiéndose sobre todo de su experiencia a la hora de ver cuerpos mutilados y de su pasión por los coches y las motocicletas, poco podía imaginar, seguramente, que estaba iniciando una de las franquicias más longevas (con el permiso de James Bond, por supuesto…) y más míticas de la entera historia del cine, si bien aquella pequeña película de presupuesto muy escaso (que luego vería multiplicado doscientas veces en la taquilla de todo el mundo…), que montarían durante meses en el apartamento de Miller, y que tendría dificultades para exhibirse en algunos países por su extrema violencia, no fue del agrado de muchos críticos, que la encontraron viciosa, incoherente y burda. Burda y tosca era, desde luego, esta historia en la que el mundo está a punto de conocer el colapso definitivo de la sociedad, pero en la que unos pocos policías todavía se enfrentan a las hordas de delincuentes que comienzan a convertir las calles en un infierno. Policías tan violentos y salvajes como los propios delincuentes, uno de esos agentes el propio Max, interpretado por un Mel Gibson de veintidós años que tampoco podía anticipar lo que iba a suponer aquello. Si a Miller le hubieran dicho que siete lustros después —es decir, ahora mismo— iba a estar en la posproducción de la quinta película de la serie, seguramente se habría reído.

Mel Gibson en una captura de Mad Max 2. El guerrero de la carretera.

Pero Mad Max, la saga, pese a la tosquedad inherente de tres de sus filmes, que además es uno de los rasgos de su estilo y que tan bien se adecúa al modo de narrar un mundo devastado, ha conseguido erigirse casi en un subgénero en sí mismo. Mil veces imitada, con la esperanza de capturar algo de la originalidad que Miller y su equipo plantearon a finales de los setenta y principios de los ochenta, se han hecho infinidad de subproductos (y alguna megaproducción como Waterworld…) para intentar repetir aquello, pero nadie lo ha conseguido. Y ya con la segunda parte, que abandonaba el contexto de la primera para zambullirse en una aventura directamente posapocalíptica en la que el ser humano volvía a un estado cuasimedieval, se construía casi una mitología que, treinta y dos años después, se ampliaría y se refundaría en la cuarta parte, casi un reinicio en toda regla. Es Mad Max la saga de las persecuciones, la velocidad, el polvo, los trajes de cuero, la gasolina como recurso tan preciado como el agua, los grandes parajes desérticos y desolados, los héroes trágicos que se sacrifican por un bien mayor, el nomadismo como forma de vida, la certeza de que el ser humano está abocado a su propia autodestrucción pero de que incluso cuando ya no quede nada todavía podríamos encontrar algunos retazos de compasión y de bondad. En definitiva, un wéstern modélico que se erigió, y se sigue erigiendo, en la gran épica australiana de todos los tiempos, pero no una a lo EE. UU., en la que se cuente una falsa epopeya (la conquista de América) en clave de gesta, sino una en la que se cuenta el fracaso de la sociedad y la necesidad de empezar de cero. Es decir, lo opuesto al llamado «wéstern tradicional», a pesar de que aquí también encontremos, sobre todo en la figura de Max, la figura del guerrero errante, el «héroe a su pesar», que no es más que un ser destrozado, loco («mad»), siempre en busca de una redención imposible, de un hogar que le fue arrebatado, de una familia que jamás regresará, que fue un policía violento y que ahora está más cerca de ser un animal salvaje que un ser humano. Max, interpretado con gran fuerza por Mel Gibson en la mejor etapa de su renqueante y discutible carrera, es la respuesta de George Miller y su equipo al héroe clásico del wéstern fordiano, hawksiano o walshiano, y por ello es más verdadero, más palpitante, más auténtico. En este cambio de paradigma, que muchos no aceptaron, radica el paso de una sociedad idealista e idealizada, la occidental de mitad del siglo XX, a una mucho más desengañada, consciente de los retos a los que nos enfrentamos desde que sabemos que el ser humano posee suficientes armas como para destruirse a sí mismo varias veces. Ya no hay lugar para la epopeya blanca, sino para la épica en el filo. Ya no quedan nuevos territorios por descubrir (mientras se masacra a los indígenas que lo han ocupado durante milenios), sino solamente mundos destruidos por repoblar, por reimaginar, por reiniciar… en medio de la devastación.

Miller/Max

Póster de Mad Max. Salvajes de autopista.

Cabría preguntarse quién es realmente George Miller, el artífice principal de un personaje tan problemático, en cierto sentido, como Max, pero también tan inevitable. La tentación de proponer a su criatura de ficción como un alter ego resulta bastante irresistible, pero se cae en cuanto conoces un poco al cineasta y observas con detenimiento su trayectoria. El padre de Max no es un tipo fiero, atormentado o en búsqueda constante de redención, sino un hombre afable, un médico de formación y una persona sensible y con la sonrisa casi siempre en los labios. Un cineasta de raza, también, cuyos tres primeros largometrajes fueron los dedicados a la trilogía inicial Mad Max, pero que a partir de ahí se ha prodigado poco en una carrera muy versátil, en la que ha tocado, y con fortuna, varios géneros que poco tenían que ver con el mito que le ha dado la inmortalidad. Incluso antes del tercer filme, en 1984, fue el elegido para filmar el cuarto segmento (y el mejor de todos) del proyecto cinematográfico de la serie Twilight Zone. Esta antología, tristemente famosa por el trágico accidente acaecido durante el rodaje del segmento de John Landis, cuenta con uno de los mejores trabajos de Miller, Pesadilla a 20.000 pies: la adaptación del relato de Matheson que ya fue llevado a la televisión en 1963, pero que aquí Miller convierte en un cortometraje insuperable de tensión, ritmo e ironía. Terminada su trilogía, se aventuró con otra adaptación, la de la famosa novela de John Updike Las brujas de Eastwick (The Witches of Eatwick, 1987); después el soberbio y durísimo drama El aceite de la vida (Lorenzo’s Oil, 1992), que él mismo coescribió y que contó con las excelentes interpretaciones de Nick Nolte y Susan Sarandon; a continuación se aventuró en la producción de Babe, el cerdito valiente (Babe, 1995) y dirigió su secuela, Babe, el cerdito en la ciudad (Babe, Pig in the City, 1998); de ahí se pasó a la aventura animada de Happy Feet: Rompiendo el hielo (2006), por la que ganó el Óscar a mejor película de animación, y su secuela de 2011… y de ahí de nuevo a Mad Max en 2015. No se puede decir por tanto que estemos ante un cineasta que se haya dormido en los laureles, o que no se haya atrevido a ir más allá de lo que se esperaba de él. Más bien todo lo contrario. Después de narrar la que probablemente sea una de las trilogías más sombrías de la historia del cine, se atrevió con el cine fantástico en clave de comedia negra, con el drama íntimo, con el cine infantil y con el cine de animación de última generación. Se trata de un director ecléctico e inconformista que, sin embargo, es muy probable que acabe su carrera tal como la empezó, con el universo distópico del loco Max.

¿Y quién es Max? El personaje creado por él y cincelado por Mel Gibson en 1977-78 no es un vengador más, ni uno de esos vigilantes callados y pétreos tipo Charles Bronson. Tiene algo más, si bien ese algo más se va enriqueciendo a medida que la saga avanza. Lo mejor, por tanto, es ir observándole con detenimiento en cada uno de los filmes. En el primero, filmado con lentes anamórficas (con fotografía de David Eggby), con colores vibrantes que van a desaparecer en el segundo, se percibe un cine de guerrilla, de derribo, muy bien armado por Miller para otorgar a su personaje un aura de idealismo, al principio, roto en mil pedazos por el ataque violento que sufre su familia. Ese brillante plano en el que Max desaparece en el fondo del encuadre para, con un encadenado muy sutil, ver aparecer su coche, conducido por él, en un movimiento inverso, posee todo el significado: Max se ha convertido en una máquina, ha dejado de ser humano. Su vínculo con su famoso V8 es también una forma original y visualmente convincente de transmitir la idea de que el vehículo es al mismo tiempo su coraza inexpugnable y la representación de su interior, ya definitivamente insensibilizado por los horrores a los que se enfrenta. Y algo más: Max puede ser un vengador cuyas emociones hayan quedado destruidas, pero su cuerpo, al sufrir heridas y ataques, permanece herido. No es un héroe al que las heridas le resbalen. Poco después de su transmutación en V8, recibe un disparo en una pierna y una moto le pasa por encima del brazo. Tales daños serán permanentes en sucesivas entregas, como puede observar el espectador atento, que verá la dificultad de Max en caminar (llevando además un aparato ortopédico para ayudarle en sus movimientos), así como la forma en que sostiene el arma con su brazo derecho.

La saga de las persecuciones, la velocidad, el polvo, los trajes de cuero, los héroes trágicos que se sacrifican por un bien mayor y el nomadismo como forma de vida.

Póster de Mad Max 2. El guerrero de la carretera.

El primer filme es un mal sueño, pero el segundo es una pesadilla de la que resulta difícil olvidarse. Filmada en los grandes parajes desiertos de Nueva Gales del sur, de nuevo con música de Brian May (no confundir con el guitarrista de Queen…), esta vez con fotografía de Dean Semler, esta segunda parte, llamada también Mad Max 2. El guerrero de la carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981) es la que asienta el mundo definitivo de esta epopeya oscura: un mundo de parajes desérticos cruzados por carreteras interminables que van a erigirse en el verdadero campo de batalla, un relato de supervivencia en el que ya por fin la sociedad ha desaparecido sin dejar rastro (brillante el prólogo en el que el narrador cuenta la historia del ocaso del mundo entrelazada con la historia del propio Max, que se desvanece como un recuerdo entre el humo de la carretera…), y que se alza, por méritos propios, en una verdadera cosmogonía del fin del mundo. En ella, las bandas armadas de motoristas y asesinos campan a sus anchas convertidas en monstruos sanguinarios, mientras que los que todavía retienen algo de humanidad forman grupúsculos sociales algo más parecidos a antiguos asentamientos, en este caso uno que extrae y refina gasolina, algo que solamente les sirve para ser el objetivo del terrible Humungus (Kjell Nilsson), y su banda de animales salvajes que mata todo aquello que encuentra en su camino. Especial mención esa creación de Vernon Wells llamada Wez, una máquina de matar que asesina a cualquier animal, por muy indefenso que este sea, y que es algo así como el perro de presa de Humungus (inolvidable esa imagen del jefe llevando encadenado a Wez, y soltándole cuando así lo requiere). Por su parte, Max no puede formar parte de ningún grupúsculo social, sino que viaja solo, acompañado de su perro y a bordo de su incombustible V8. Gracias al gran trabajo de Semler, a la capacidad visual de Miller, y a los inmensos parajes australianos, obtenemos imágenes de una portentosa profundidad visual, sobre todo en lo referente al refugio, a la refinería de petróleo a la que, como un Beowulf moderno, Max acudirá para ser el elemento clave de su supervivencia. Impresionante el momento en el que se vuelven contra él y tratan de hacerle daño al perro y Max, en un arrebato de altruismo, intenta proteger antes al perro que a sí mismo. Como no podía ser de otra manera, todo concluye con una larguísima persecución por el desierto y con una verdadera masacre. Max es engañado y el valioso combustible viaja en el autobús con los supervivientes, no en el camión que se ofrece a conducir en otro acto de sacrificio. Al menos, su inmolación sirve para que los únicos seres civilizados en muchos kilómetros a la redonda encuentren un futuro.

Póster de Mad Max 3. Más allá de la cúpula del trueno.

La tercera parte, titulada Mad Max 3. Más allá de la cúpula del trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, 1985) es un digno cierre (provisional) de la saga, pero no llega a las alturas de la segunda parte. El gran amigo de Miller y productor de los dos primeros filmes Byron Kennedy (a quien está dedicado la película con un sentido «…for Byron»), murió en un accidente de helicóptero buscando localizaciones para el filme, y el director, destrozado anímica y profesionalmente, no quiere continuar. Solo con la insistencia de muchos, y la ayuda en la dirección de su colega George Ogilvie, pudo vencer esa resistencia y filmar esta tercera aventura, que comienza con un impresionante plano aéreo, y de nuevo con Max perdiendo algo: esta vez su carro de camellos. Una y otra vez Miller nos dice que Max es un gran perdedor. No solamente porque siempre está perdiendo algo (su familia, su coche, su carro de camellos), sino porque a menudo es engañado, es situado en el ojo del huracán en contra de su voluntad, cumple su parte del trato, y se queda sin nada. Sus inmensas habilidades, que le servirán en Negociudad (Barter Town) para salir con vida de la Cúpula del Trueno, nunca son suficientes como para obtener algo. Ahora con melena larga y ya canoso, pero aún con energía, deberá infiltrarse por dos veces en otro infierno irrespirable, una ciudad bajo tierra. Pero aunque el comienzo es lo bastante siniestro, este filme contiene unas dosis de violencia y tensión considerablemente menores a las dos precedentes. De nuevo con fotografía de Dean Semler, pero esta vez con música de Maurice Jarre (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, La hija de Ryan), no impresiona mucho la elección de Tina Turner como la villana de la función, y los niños de la segunda mitad se parecen demasiado a los de Peter Pan, pero aún tenemos imágenes alucinantes como la del avión destruido en mitad del desierto, y secuencias imponentes como la de la Cúpula o la huida final, en la que una vez más Max se inmola para que otros se salven. Queda de nuevo errando en el desierto a la espera de encontrar su hogar, pero con esta tercera parte la aventura Mad Max parecía ya agotada y sin posibilidad de más ampliación.

Póster de Mad Max: Furia en la carretera.

Algo que quedó desmentido con la cuarta parte, Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road), que llegó en 2015 y desde el primer momento supimos que no se podía llegar más lejos. Se trata de una absoluta obra maestra del cine de aventuras en general y de la sci-fi en particular, y uno de los filmes mejor fotografiados y mejor montados de la historia del cine. De lo segundo tiene buena culpa la mujer del director, Margaret Sixel, que montó con manos de seda un material muy difícil de organizar y dar vida, pero que ella, que hasta el momento solo había montado Babe, el cerdito en la ciudad y Happy Feet: Rompiendo el hielo, y que aquí logra un monumento en un apartado que era clave para el éxito del filme. En la fotografía, Miller consiguió reclutar al gran John Seale, que llevaba cinco años sin participar en ninguna película, y que aquí logra uno de los aspectos (en colaboración con el impresionante diseño de producción de Colin Gibson) más alucinantes que jamás hemos visto en una película. El prólogo recuerda al de la segunda parte, pero es aún más elaborado en el apartado sonoro. Las primeras imágenes de Max le acompañan de una tenebrosa voz en off, que narra sus tortuosos pensamientos, algo que hasta ahora no se había visto en la saga. De nuevo Max zarandeado y aplastado por una banda de chalados que tienen al páramo como su campo de juegos particular. De nuevo en una guerra entre bandos, pero ya no hay ninguno bueno ni civilizado. Lo único que se puede salvar es una parte de ese mundo: a las mujeres, aplastadas y sojuzgadas por Inmortan Joe (de nuevo Hugh Keays-Byrne, tras su papel de villano en el primer filme, aquí irreconocible). Este es un relato feminista, en el que solamente las mujeres tienen la fuerza y el derecho de luchar por su libertad. Max, interpretado ahora con una fuerza indescriptible por Tom Hardy, esta vez pierde no solamente su V8 sino también el protagonismo del filme. Es Furiosa, a la que da vida una pasmosa Charlize Theron, el verdadero motor de la trama, ella y las concubinas de Inmortan Joe, que se embarcan en una huida sin esperanza. Pero Max, aún secundario, sigue siendo muy importante: es el único elemento masculino, junto con el involuntario Nux (Nicholas Hoult) que puede servir de redención al género masculino, ayudando y sacrificándose por las vuvalini, muchas de las cuales también mueren en una epopeya como no hemos visto en muchos años en el cine. De nuevo la gasolina, pero también la sangre, la leche materna, y por supuesto el agua, son elementos cruciales. El preciado líquido, en cualquiera de sus formas, como oposición al fuego de la destrucción, el odio, el fanatismo, la locura. El loco Max sigue siendo tan rápido como siempre, pero Furiosa es mucho mejor tiradora. Finalmente, vuelve a entregar el triunfo a otros (esta vez a otras) y desaparece entre la multitud, convertido en leyenda más grande que la vida.

Max no es ni el héroe que nos merecemos ni el héroe que necesitamos. Es solamente un superviviente, un animal malherido que acaba involucrándose en eventos que en un principio no le interesan pero que acaban cambiándole, transformándole y devolviéndole algo de su humanidad perdida. Cuando todo acabe, quizá nos gustaría ser Max, o algo parecido a él. Nos gustaría saber que aún nos queda algo de humanidad, por mucho que nos la arrebaten una y otra vez. Y por cierto que ya ni siquiera le veremos en Furiosa, la quinta parte de la saga, de la que hablaremos a fondo si es que el fin del mundo no se ha cernido sobre todos nosotros y nos encontramos vagando por el desierto, en busca de agua, luchando por la preservación de leche materna, derramando nuestra sangre y moviéndonos a base de quemar gasolina.

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Mad Max. Salvajes de autopista
Mad Max. Salvajes de autopista (George Miller)
Mad Max 2. El guerrero de la carretera
Mad Max 2. El guerrero de la carretera (George Miller)
Mad Max 3. Más allá de la cúpula del trueno
Mad Max 3. Más allá de la cúpula del trueno (George Miller, George Ogilvie)
Mad Max: Furia en la carretera
Mad Max: Furia en la carretera (George Miller)




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