Revista Cintilatio
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Paprika, detective de los sueños (2006) | Crítica

Somos lo que creemos que somos
Paprika, detective de los sueños, de Satoshi Kon
El cuarto y último filme del de Hokkaidō representa la perfección de su trabajo como cineasta, reflexionando acerca de los sueños y de la mentalidad de las masas con un gusto ya refinado y pulido gracias a la experiencia obtenida de sus anteriores cintas.

¿Es cierto que únicamente cuando estamos despiertos somos conscientes de que hemos estado dormidos? Sí y no. Como ocurre en muchas ocasiones, todo depende de la situación. El reino de Morfeo es un vasto páramo al que le queda mucho terreno por explorar. Durante la historia de la ciencia mucho se ha reflexionado acerca de la influencia del sueño en sí mismo en la vida de las personas, acerca de su funcionamiento, acerca de los usos que se les podría dar y del resultado que se obtendría. De eso es consciente el legendario Satoshi Kon, y gracias a su pulida poesía visual logra, con su tristemente último trabajo, elevar la profundidad del anime un peldaño más, presentando un entretenido y confuso ensayo acerca de su amado onirismo. Paprika, detective de los sueños (Satoshi Kon, 2006) representa la perfección que el maestro ha logrado gracias a la experiencia obtenida con sus majestuosos filmes anteriores. La historia gira en torno al robo de unos aparatos llamados DC mini —traducidos en la versión en castellano como PT—, los cuales tienen la capacidad de escanear y compartir los sueños que está teniendo la persona que ha decidido ponérselos. Así pues, la psiquiatra Atsuko Chiba, junto con su equipo, decide investigar la desaparición de estos peligrosos instrumentos.

Puesto que el tema del desdibujamiento de la realidad es un elemento frecuente en los filmes del cineasta de Hokkaidō, no es descabellado pensar que, en una cinta en la que ya su propio título adelanta la ambientación con la que va a contar, encontremos una vez más dicha temática. Basada libremente en la novela del siempre interesante Yasutaka Tsutsui —autor del libro en el que se basó el gran Mamoru Hosoda para su famosísima La chica que saltaba a través del tiempo (2006) y que, casualmente se estrenó en el mismo año que el trabajo de Kon—, Paprika, detective de los sueños es Satoshi Kon en estado puro. Tras una cinta como Tokyo Godfathers (Satoshi Kon, 2003), en la que el malogrado cineasta exploró nuevos horizontes y perfeccionó su estilo, vuelve al terreno que tanto domina y ejecuta su obra más ambiciosa, haciendo gala de un refinado gusto para narrar a la vez que firma la que es posiblemente la mejor y más evocadora animación de su carrera. ¿Cuándo sabemos que estamos realmente despiertos? Perfect Blue (Satoshi Kon, 1997) ya hizo una incursión, más ligera pero no por ello menos interesante, en esta escabrosa idea. Son múltiples las técnicas que el director usa para crear un desasosiego constante en el espectador a la vez que plantea en todo momento si lo que se está mostrando en pantalla es real o, por el contrario, forma parte del subconsciente de alguien. Gracias a un estupendo montaje, ya habitual en las obras del autor, combinado con planos subjetivos y un leitmotiv recurrente a lo largo de la cinta, el cual no es más que un desfile —extraño, para qué engañarnos—, el director induce en aquellos que ven la película un estado de asombro ininterrumpido, al cual hay que sumarle la habitual sensación de confusión que imprime Kon en sus trabajos. Los sueños son algo, muchas veces, inexplicable, y su representación en la animación no puede ser más acertada. Como ya hizo en su momento Neil Gaiman con la aclamada The Sandman (1989-1996), aquello que ocurre una vez que cerramos los ojos es un amasijo de formas y situaciones kafkianas que, a ojos del que sueña, son absolutamente normales. Basándose en muchas ocasiones, como ya dijo el autor nipón, en sus propios recuerdos de lo soñado, la ambientación onírica es de una maestría al alcance de muy pocos, y en la cual se inspiró profundamente el británico Christopher Nolan para su conocida Origen (2010).

El inconsciente colectivo, definido por el suizo Carl Jung, es un elemento central en el filme. A lo largo de los 90 minutos de metraje, esta idea conforma el núcleo mismo del mensaje que Kon quiere transmitir. Habida cuenta de que los sueños son personales e intransferibles —al menos por ahora en nuestra realidad—, y teniendo siempre en mente el concepto de que los sueños pueden modificar nuestro subconsciente, casi siempre representado por una masa oscura e indescifrable, ¿no es lógico pensar que si alguien puede entrar en tus sueños podría controlar tu mente? Es más, ¿se podría hacer un ataque a gran escala para volver loca a la humanidad a través de los sueños? Como ya dijo el mítico tío Ben: un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Alrededor de esta gigantesca idea se gesta una crítica al pensamiento colectivo, una crítica hacia aquellas personas que se dejan influenciar de forma fácil por otros —algo parecido a lo que hizo el autor con su Perfect Blue— y que al ver una conducta —véase el claro ejemplo del desfile anteriormente comentado—, la siguen sin rechistar como si fuesen un rebaño adoctrinado, el cual es mostrado a través de planos mayoritariamente cenitales y picados que imprimen una sensación del grupo como un todo, restándole importancia a cada uno de los individuos que lo conforman, representados por aquello que más les obsesiona, sea bueno o malo. Es menester comentar que, dentro de lo expuesto, también se tocan temas como la corrupción que ejerce en las personas el poder y la ambición, llegando a cometer conductas negligentes para simplemente obtener su objetivo a toda costa, teniendo por máxima que el fin justifica los medios; además de una fuerte crítica al avance tecnológico sin control, representado en la figura de Tokita, el cual es descrito en muchas ocasiones como un niño grande que no es consciente de lo que realmente está haciendo con sus inventos.

El director induce en aquellos que ven la película un estado de asombro ininterrumpido, al cual hay que sumarle la habitual sensación de confusión que imprime Kon en sus trabajos.

Por supuesto, el amor que le profesa el director al séptimo arte es palpable, y tal y como hizo en Millennium Actress (Satoshi Kon, 2001), existen, a lo largo del filme, múltiples referencias y guiños al mundo del cine, de los cuales el maestro David Lynch, adalid del surrealismo fílmico, se lleva la mayor parte. Ya es por todos conocido que el nipón idolatraba al estadounidense, pero aún así es siempre interesante ver como filmes del calibre de Carretera perdida (David Lynch, 1997) o Mulholland Drive han sido importantes influencias en la carrera de uno de los más grandes directores que ha tenido el anime en su historia. Las maneras del de Hokkaidō a la hora de llevar las riendas de una película se ven a la legua, y es que su tan marcado estilo es una de su señas de identidad. Cuatro cintas —y una serie televisiva, Paranoia agent (2004), no nos olvidemos— han sido suficientes para dejar huella en el mundo de la animación oriental. Son pocas, cierto es, pero en compensación siempre tendremos los sueños que ha creado el gran Satoshi Kon.