Revista Cintilatio
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Los canallas duermen en paz (1960) | Crítica

La duda existencial como resorte trágico
Los canallas duermen en paz, de Akira Kurosawa
Ha sido este filme muchas veces referido y pocas comentado, teniendo en cuenta que fue descubierto mayoritariamente por los acólitos de Kurosawa españoles allá por 2018. Entre los que deseaban este estreno están auténticos cinéfilos de renombre.
Por Daniel González Irala | 28 septiembre, 2024 | Tiempo de lectura: 6 minutos

Es una pena que, a pesar del rigor documental de Manuel Vidal Estévez en su ensayo editado por Cátedra, cuya cuarta edición data de 2017, saliendo al mercado en DVD la película que nos ocupa poco después, Akira Kurosawa, gran director japonés cuyo bagaje es extenso e intenso, cuente aún con ese carácter minoritario que a su vez lo hace tan amado en otras filas, y que hizo que este ensayista no la hubiese podido ver aún. Lo que menos gente sabe, y aquí agarro el guante a Vidal, es que fue a su modo y manera el cineasta un gran adaptador de obras literarias. De Shakespeare y su Hamlet, como es el filme que nos ocupa —también filmó poco antes Trono de sangre (1957), basada en Macbeth, cuyo resultado muchos expertos dijeron en su día que superaba a la más aséptica visión de Welles—, pasando por Fiódor Dostoyevski (El idiota), Maxim Gorki o Akutagawa, siendo este último escritor oriundo de su país natal y del que adaptó dos nouvelles en una única —en todos los sentidos— película que lo encumbró, llamada naturalmente Rashomon (1950) como una de ellas. Todo ello influenciado en especial en estas obras por el teatro japonés que por entonces se representaba (el ) en el que la continencia como recurso expresivo y la necesidad por urgencia de actuar casi antes que pensar de los personajes, convierte a su cine en algo insólito. Es, y en esto habrá diferenciación de opiniones esta etapa que va de la filmación de El perro rabioso (1949) a Trono de sangre (1957) de particular interés a la hora de configurar su propio mundo como director. Esto quizás sea demasiado atrevido siquiera de sugerir, y más teniendo en cuenta que los años setenta y ochenta, con el estreno de Dersu Uzala (El cazador) (1975) y Ran (1985) (de nuevo volvemos a Shakespeare en esta última) tal vez entronquen desde este par de películas dentro de un work in progress, desde el que el cineasta ganando en poder para manejar presupuestos más holgados, considera el cine más como un oficio humilde que termina con la poética visión Los sueños de Akira Kurosawa (1990).

Nos quitamos las gafapastas por un momento, para decir que al mismo tiempo que alta cultura, Los canallas duermen en paz es puro cine negro, solo considerado existencial —Vivir (Ikiru), de 1952— en el sentido en que el foco de identificación del espectador es algo que varía tanto de una secuencia dramática a otra, que no permite prácticamente más que fijarnos en las penalidades de los personajes, propiciadas en la mayor parte de los casos por su conducta, y he aquí el malabarismo, y no tanto en el falso psicologismo al que a veces en Occidente estamos tan acostumbrados.

Todo empieza con la celebración de la boda de la hija de un empresario inmobiliario (Yoshiko) con un agente de la ley (Kôchi Nishi), boda a la que asisten como auténticas alimañas un grupo nutrido de periodistas (esos primeros canallas) dispuestos a ahondar en un suceso turbio del pasado: la muerte por caída desde un séptimo piso de unos apartamentos por ellos construidos y cuya versión oficial es que fue un suicidio. Todo parece indicar por estas fuentes que el responsable de esta muerte es Miura, y el agente de la ley (nada fiable como se verá después) hará lo posible, para que una vez salga en libertad condicional de prisión, escurrir el bulto dando por finiquitado un asunto que se le acabará volviendo en contra.

Tatsuya Mihashi en una captura de Los canallas duermen en paz.

Con estos mimbres se urde una historia llena de trampas y acción, donde vemos que esos canallas también están dentro de la compañía y que el poder omnímodo (se sugiere que la empresa en la primera parte que pudiera ser dueña de gran parte del suelo aún no edificado de toda una ciudad) que desde la presidencia se ejerce es no menos denunciable. Pero ¿es Nishi un pobre hombre o solo alguien que pretende dar lástima?, ¿esta lectura igual demasiado propia es la misma que se haría un espectador japonés?

Tal vez analizando sobre todo la música utilizada en el montaje (Masaru Satô), además de los tres o cuatro actos que tiene el guion prodigioso de Kikushima, Ogumi et al., hallemos en esa coda final ante la que se nos va preparando, un motivo de costumbrismo, por el que lo social queda terriblemente al descubierto, más incluso que en las típicas películas donde muere hasta el apuntador a las que estamos acostumbrados en Occidente. Por lo tanto, que un elemento tan aparentemente circunstancial, aquí sea tan relevante, llama aún más si cabe, la atención.

Todo ello, lo vengo a referir también debido a que Vidal Estévez, partidario de la ósmosis oriente-occidente al menos desde el cine, ha sabido ver tres influencias en este tipo de películas de Kurosawa, con respecto a los segundos países: El último (1924), de F.W. Murnau, respecto al género de perdedores; Ciudadano Kane (1941), por las luchas intestinas de poder aquí sobre todo visibles entre Nishi y Arimura (Ken Mitsuda) que nos llevan al lado más afín con el bardo británico; y Umberto D. (1952), de Vittorio De Sica, de la que esta película es especialmente deudora a través sobre todo de la agresiva fotografía de Yuzuru Aizawa, granulosa, llena de contrastes y pegajosamente melancólica por momentos.

La caracterización a través del vestuario y maquillaje nos presenta como elemento a destacar la gabardina del popular actor del momento (Toshirô Mifune) que imaginamos de color beis y deudora de la estética de Bajos fondos y el maquillaje de su esposa, sobre todo en la segunda parte de la película. El filme se llevó el Oso de Oro del Festival de Berlín en 1961 y está en los rankings de Filmaffinity dentro de la categoría de su añada, nacionalidad y género (thriller). De las críticas leídas sobre ella, destacamos la de Village Voice, que destacó cómo brinda a la obsesión por la justicia su mejor baza, algo que, al fin y al cabo, no la aleja tanto de Hamlet como obra de teatro, ni de su protagonista el conocido príncipe de Dinamarca.

Aproximarse a la filmografía de estos años de Kurosawa nos hace a su vez ir en busca de una tras otra un buen conjunto de películas, que sin tener el lirismo de Yasujirō Ozu o Kenji Mizoguchi, algo a lo que el cineasta se aproxima —el apelativo de poeta visual le debía desagradar— en Los sueños de Akira Kurosawa, nos hace profundizar inevitablemente en su fundamental figura.