Akira Kurosawa tenía un bagaje cultural de los que quitan el hipo. Y no solamente eso, sino que era poseedor de una mirada poética excelsa, capaz de encontrar la belleza en los lugares más prosaicos. De dar nuevos sentidos y sabores a historias clásicas, arquetípicas, en las que no parece pasar nada que no hayamos visto antes. El tema es que Kurosawa era un genio absoluto, y eso se nota en todo lo que hacía. Una película no es su argumento, ni siquiera la historia que está contando, si me apuran. Una película es algo más, es un compendio de inquietudes, de formas y texturas, que se apoyan en la inevitable historia para poder decir algo más, algo distinto, más grande que ella misma. De poco sirve hablar de tres hijos que se pelean por el poder de su padre si su drama no está imbricado de tragedia, de muerte, de venganza o de dolor. El argumento es la excusa para la grandeza. Tanto aquí, en la excelsa, la sublime Ran, como en cualquiera de los otros muchos tótems que el sensei tiene en su haber. Lo de Los siete samuráis (1954) es así, un filme absolutamente inalcanzable que no lo es por los detalles que surgen de su guion, sino por la sublimación narrativa de su estilo, por los grandes temas, por el comentario sobre la lucha y la dignidad, la bondad, la salvaje estética bajo la que describe la bajeza humana y cómo a veces, solo a veces, encuentra su talón de Aquiles. También en Rashomon (1950), claro, donde lo importante no es el crimen, sino cómo está narrado ese crimen, cómo está introduciendo infinidad de detalles y notas olfativas que nos llevan a cuestionarlo todo. A cuestionarnos a nosotros mismos, nuestras percepciones, al arte en sí mismo. Todo a través de una mirada cerrada, maestra, reposada, en la que no hay hueco para nada más que la precisión de método. Y por supuesto, y por nombrar una última, tampoco importa en la excelsa Dersu Uzala (El cazador) (1975). La amistad, el respeto, la fidelidad, la comunión con la naturaleza, el cierre de toda una vida de inocencia e ideales, no requieren del argumento para brillar y destacarse sobre todo. ¿Saben qué sí necesitan todas estas obras geniales, todas salidas de la imposible sensibilidad de Akira Kurosawa? De los personajes, de la creación cerrada de cada uno de ellos, de la puesta en escena, de la poética de cada una de sus imágenes, de la particularidad de sus temas y la fuerza narrativa de sus actos. De eso depende la grandeza.
Y de eso Ran va servida. A estas alturas parece casi fútil echarle unas líneas a una de las obras cumbre de la cinematografía mundial, sobre las que tantos han escrito y tantos han sucumbido al tratar de abarcarla sin verse sobrepasados. Pero hablar sobre ella, tratar de acercarla a todo aquel que pueda leer estas líneas podría considerarse un triunfo. Entremos en harina: aquí Kurosawa adapta libremente a Shakespeare y su El rey Lear, un drama en el que el gran tema es la vejez, el error de juicio y la ingratitud de los hijos. Pero el nipón lo lleva a su terreno, lo transforma y lo convierte en una catedral majestuosa en la que no solo no tenemos por qué ver al bardo si no aguzamos la mirada, sino que hace suya y llena de significado particular la lucha de estos tres hijos por alcanzar la plenitud de poder que su padre anciano ha errado al trasladarles. Ran, valiéndose de un exquisito tono teatral, va a la concreción de sus personajes, los llena de detalles y maquinaciones, le dedica minutos a entenderlos y a colocarlos en un continuo ético. A la vez, también los hace expresarse con un lenguaje universal e inteligible, que lo mismo se puede comprender desde la mirada de un occidental que rara vez se las vería en la tesitura de rendir la pleitesía a los mayores propia de los orientales que desde la de cualquier espectador que se vaya a enfrentar a esta bajada al vacío de la condición humana sin más asidero que las imágenes bellísimas de Kurosawa.
Porque ahí es donde está uno de sus núcleos palpitantes, en la vigencia de unas imágenes que harían palidecer al noventa y nueve por ciento del cine digital actual. En el uso de un color que aplasta no solo por cómo esta planificado, sino por cómo tiene una narrativa propia que haría que prácticamente pudiéramos seguir el filme sin prestar atención a nada más que los tonos amarillos, rojos o azules que aparecen componiendo su lírica en cada plano. Por haber convertido la imagen en expresionismo puro. La relación que consigue establecer Kurosawa entre la forma de lo que narra y los temas de lo narrado excede la de cualquier obra anterior o posterior, al rodar con una maestría imposible la relación entre los caracteres, las personalidades o las inquietudes morales de sus personajes no solo desde la perfección de la escritura, sino desde lo preciso de su escenificación. Nunca debemos olvidar que el cine es un medio audiovisual, que en la mayor parte de los casos (no voy a decir todos porque hay honrosas excepciones, pero son las menos) destaca por su imagen, por su puesta en escena y, sobre todo, por su montaje. Es sencillo entrar en la narración de Ran, a pesar de expresarse desde una calma que podría resultar chirriante a alguien que llegue nuevo al cine y tenga como precedentes del medio cualquier cosa relacionada con superhéroes o señores musculosos que conducen con velocidad y furia. Y digo que es sencillo porque incluso desde esa situación tiene el signo del gran cine bajo el brazo: una dirección de actores exquisita (atendamos a esa ya inmortal escena en la que Hidetora Ichimonji1, señor del clan, reparte su poder entre sus hijos), un sentido de la épica inabarcable, una modestia que subyace a sus imágenes que solo podría provenir de alguien como Kurosawa, un montaje preciso y majestuoso (obra del propio cineasta) y una impetuosidad, una agresividad visceral a la hora de desarrollar sus ideas que se siente palpitando en cada set piece.
Una de esas obras que dan forma a lo que podemos considerar el cine. Una expresión narrativa pura que crea estándares de belleza nuevos y terribles para alcanzar preceptos de otro modo inaccesibles.
Y hablando de esto, y teniendo en cuenta que Ran fue una enorme producción en la que intervinieron fondos japoneses y franceses cuyo presupuesto ascendió a casi doce millones de dólares2 sería irresponsable no hacer referencia a sus imperiales muestras de genio en la planificación y el uso de una bolsa económica tan abultada. Probablemente, la escena en la que dos de los hijos de Ichimonji asedian el castillo en el que este trata de mantener su dignidad sea una de las más impresionantes, más poéticas, más dolorosamente perfectas y estructuradas de todas cuantas se hayan rodado jamás. Es un ejemplo perfecto de cómo la narrativa puede explorar la verdad desde la ambición, que debe usar todos los recursos a su alcance no para crear un espectáculo de pirotecnia y explotar veinte platós solo porque la compañía pone el dinero sobre la mesa, sino para edificar un monumento fílmico sublime que sirva para expresarse, para trascender su tiempo, para hablar con tanta precisión sobre los personajes y sus motivaciones, sus bajos instintos y su alcance emocional, como sobre lo universal, la verdad elevada que está mucho más allá de los fuegos artificiales, la que está del lado de lo humano y que podemos comprender aquí con cada flecha asesina que vuela y cada mirada de verdadero pavor y decepción en los ojos de Hidetora Ichimonji. Porque, y usando la metáfora que usa el patriarca en esa célebre escena del comienzo del filme, quizá las flechas no se pueden romper porque deben estar enteras para ejecutar la traición y bañar de sangre y dolor el mundo entero.
También hay en Ran, y esto lo podemos enlazar con esa facilidad con la que conecta tradición con vigencia, espacio para jugar con la mitología y ponerla al servicio de su narrativa. No otorgarle un valor central y poner el filme a funcionar alrededor de ella, sino ejecutarla como complemento, como un apoyo que dé más forma y consistencia a lo que expone. Es el caso de cómo integra, por ejemplo, la figura del kitsune, un zorro al que, en el folclore japonés, se le suelen atribuir cualidades mágicas. Un ser mitológico que protege las aldeas y las cosechas y que, según la tradición, más sabio es cuantas más colas tiene, alcanzando el nivel máximo al llegar a las nueve. Lo precioso aquí es que quizá una de las más conocidas representaciones del kitsune es a través del dios Inari, habitualmente mostrado bajo la apariencia de una mujer joven, que en las viejas leyendas, y haciendo gala del carácter travieso de los zorros, jugueteaba en el mundo de los humanos haciendo todo tipo de diabluras. Y Kurosawa lo usa como elemento de carácter (la escena en la que Kurogane lleva una cabeza envuelta ante Lady Kaede), como un detalle más que da forma al total de la obra como tantos otros. Nunca canibalizando la narrativa, siempre sumando nuevas perspectivas y apoyando diferentes interpretaciones, como dando a entender que su obra está viva, que nunca estará terminada del todo, que tiene dentro de sí un corazón que palpita más allá del encorsetamiento de su argumento o su historia. O incluso de su mitología o sus referentes literarios.
Después de todo, Ran es una película de las que podríamos considerar ineludibles. Entendiendo esto como una de esas obras que dan forma en cierta manera a lo que podemos considerar el cine: un medio vivo que depende del tiempo —del montaje— para ser comprendido, que se expresa mediante la plasticidad para alcanzar una trascendencia que va por detrás impactando contra la forma y el fondo, una expresión narrativa pura que rechaza la impostura en favor de lo sugestivo, que crea estándares de belleza nuevos y terribles para alcanzar preceptos de otro modo inaccesibles. Kurosawa fue uno de los cineastas más grandes de la historia, eso a estas alturas no es algo que se pueda discutir demasiado. Pero es que además fue el artista que cambió el rumbo de un medio varias veces, algo así como Miles Davis hiciera con la música o Cervantes con la literatura, y todo ello casi sin hacer ruido, dando pie a una obra de incomprensible magnitud que, por suerte para nosotros, no tiene fecha de caducidad. Y Ran, por cierto, está en lo más alto de esa pirámide de excelencia. La de Kurosawa y también la del cine.
- Tatsuya Nakadai interpreta a Hidetora Ichimonji, un actor que se introdujo en el cine haciendo de extra en Los siete samuráis y que recaló en esta obra extraordinaria luego de que la relación de Kurosawa con su actor de cabecera, Toshirō Mifune, se enfriara.[↩]
- Esto la situó como una de las películas más caras, en el momento, del cine japonés. Fuente: https://www.imdb.com/title/tt0089881/?ref_=nv_sr_srsg_1_tt_3_nm_4_q_ran[↩]