Akira Kurosawa
El emperador del séptimo arte

Akira Kurosawa es sin duda uno de los directores más legendarios de la historia del cine. La mezcla perfecta de un estilo depurado hasta el extremo e historias cautivadoras le han llevado a ser un referente para varias generaciones de cineastas.

Junto con otros grandes pesos pesados de la historia del cine como Stanley Kubrick o Martin Scorsese, sin duda Akira Kurosawa es uno de los nombres propios que más ha contribuido a que cada año miles de jóvenes a lo largo y ancho del planeta se enrolen en escuelas de cine para convertirse en directores. La fascinación casi universal por el cine del realizador japonés nacido en 1910 ha de entenderse tanto como una consecuencia de lo brillante de su cine como el resultado de ser un director en continua transformación, lo cual le hace profundamente interesante.

Nacido en el Japón de preguerra de un padre militar, desde muy joven Kurosawa demostró un profundo amor por el cine, influenciado tanto por películas occidentales como japonesas. Tras una etapa académica mediocre en la que nunca llegó a destacar en los estudios, Kurosawa logró casi por casualidad un puesto de trabajo como ayudante de dirección para la legendaria hoy pero incipiente por aquel entonces productora de cine Toho. Durante sus primeros años como empleado de la compañía tendría la oportunidad de aprender de directores ya establecidos como Yasujirō Ozu hasta que en los años 40, con su país plenamente involucrado en la guerra, lograría acceder al puesto de director. Aunque sus primeras obras como La leyenda del gran Judo (1943) o El ángel borracho (1948) lograrían cierto éxito de público, no sería hasta 1950 cuando Rashomon (1950) ganara el León de Oro en Venecia y consagrara a su director. Desde entonces vendría una larga saga de títulos exitosos tanto entre la crítica como entre el público tanto en el género chambara como Los siete samuráis (1954), Yojimbo (1961) o La fortaleza escondida (1958) como de cine negro, como Los canallas duermen en paz (1960) o El infierno del odio (1963). Durante esta etapa, su cine se convertiría en un referente para toda una nueva generación de cineastas, desde Sergio Leone hasta George Lucas.

 Akira Kurosawa usa la composición del plano y el movimiento como herramientas narrativas.

Lamentablemente, a finales de los años sesenta su suerte cambiaría y comenzaría a ser relegado al ostracismo por la inmensa mayoría de la industria cinematográfica nipona (en parte por ser considerado un director incómodo por parte de los productores japoneses a causa de su perfeccionismo y sus exigencias de libertad creativa) que veía en su obra un cine pasado de moda que no podía competir con la televisión. Esto, junto con ciertos problemas de salud, llevaría al director del país del sol naciente a una profunda crisis personal, llegando incluso a intentar suicidarse en una ocasión y apenas pudiendo rodar ningún proyecto nuevo durante más de una década, con la excepción de la obra de culto Dersu Uzala (El cazador) (1975) Afortunadamente, esta situación cambiaría cuando los jóvenes y extremadamente exitosos directores jóvenes del Nuevo Hollywood como Francis Ford Coppola, que tas el éxito de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) y Apocalypse Now (Francs Ford Coppola, 1979) tenía en Hollywood poderes casi plenipotenciarios, y en especial George Lucas, que venía de reventar todas las taquillas del planeta con La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) —la cual, por cierto, está abiertamente inspirada en La fortaleza escondida— acudieron al rescate de su gran maestro asegurando financiación internacional para los dos proyectos más ambiciosos de su carrera, Kagemusha, la sombra del guerrero (Akira Kurosawa, 1980) y Ran (Akira Kurosawa, 1985), películas en las que el director japonés dejaba atrás el blanco y negro característico de su cine anterior para ofrecer, en cambio, dos épicas producciones visual y cromáticamente asombrosas que dejaron a las audiencias tanto japonesas como del resto del mundo con la boca abierta, arrasaron por cada festival y certamen de premios por el que pasaron y desde el día de su estreno engrosaron la lista de clásicos atemporales de la historia del cine. Tras esto, Kurosawa pasaría a hacer un cine más experimental e intimista, destacando la notable Los sueños de Akira Kurosawa (Akira Kurosawa, 1990) hasta su fallecimiento en 1998.

Durante su etapa a color, Kurosawa alcanza un expresionismo visual fascinante.

Comprender la trayectoria vital del director japonés es fundamental si se quiere entrender la evolución de su cine. A nivel formal, Kurosawa depuraría hasta el extremo la técnica del movimiento de cámara. Si en el caso de otros directores como Michael Haneke su estilo destaca por largas tomas con la cámara completamente estática, en el caso del cine de Kurosawa vemos un estilo que si bien conserva el uso de tomas largas con pocos cortes, estas se caracterizan por estar en constante movimiento. El movimiento en la puesta en escena de Kurosawa se caracteriza por dos elementos. Por un lado, está el movimiento de la propia cámara, que a través del uso del travelling puede recorrer ampliamente en decorado, mientras que por otro está el movimiento de los propios actores. Estos dos confluyen de forma tal que en un mismo plano pueden darse varias composiciones diferentes, pudiendo pasar sin cortes de un plano general a por ejemplo un primer plano si el actor se mueve para ponerse más cerca de la cámara o si ésta se desplaza para aproximarse a el, para terminar por ejemplo en un plano medio si dos personajes inician una conversación. Esta técnica, que Spielberg heredaría ampliamente, responde en Kurosawa a una preocupación esencialmente narrativa. El director japonés usa este movimiento para contar la historia, de modo que cuando gracias al movimiento la composición pasa de, por ejemplo, un plano general a centrarse en un personaje, esto siempre se acompaña de algún motivo argumental que justifique dicho movimiento (quizá acabamos de descubrir una revelación sobre ese personaje o debido a un giro de la trama ha adquirido una nueva relevancia). Un ejemplo paradigmático de esto lo encontramos en la película El infierno del odio, en la cual Toshirō Mifune interpreta a un importante empresario que recibe la noticia de que su hijo ha sido secuestrado a cambio de un cuantioso rescate cuyo pago le dejaría arruinado. Poco después se descubre que su hijo está sano y salvo en casa y que el secuestrador ha tomado accidentalmente al hijo de su asistente, lo cual deja a nuestro protagonista ante la disyuntiva de pagar y arruinarse económicamente para salvar al hijo de otra persona o negarse a pagar y conservar su estatus económico. En uno de los momentos decisivos en el que tanto su familia como el padre del chico secuestrado le están presionando para que acepte el rescate, la cámara recorre toda la habitación mientras que Mifune se coloca en un extremo del plano, dejando un espacio vacío enorme con el resto de personas en pantalla. Este movimiento de cámara y actores encuentra al espectador completamente por sorpresa y refleja a la perfección el distanciamiento del protagonista con su familia sin necesidad de expresarlo con palabras.

El cine del director japonés se compone de imágenes con una gran carga narrativa.

Otro ejemplo si cabe más evidente lo encontramos en Los canallas duermen en paz, cinta en la que nuevamente Mifune interpreta a un empleado de una empresa obsesionado por vengarse de los directivos de la misma por motivos personales. En una escena, el protagonista interpretado por Mifune roba dinero de la caja de la empresa para depositarlo en la cartera de uno de los directivos e incriminarle por el robo. Todo este proceso (desde el robo del dinero y su emplazamiento el el maletín del directivo hasta el descubrimiento de éste y el consiguiente despido) se muestra en un único plano secuencia en el cual la composición y la posición de la cámara están constantemente cambiando. En un primer momento, la cámara está centrada en el personaje encarnado por Mifune mientras este realiza el robo, mientras que posteriormente pasa a centrarse en el directivo que es víctima de la trampa. Por último, en el momento de la confrontación final, pasamos a un plano con composición triangular, con la víctima de la trampa y su jefe en plano medio a ambos lados del plano y el protagonista que ha urdido todo el plan observando entre ambos desde el fondo. Tal como vemos, la composición es para Kuroaswa el elemento narrativo principal, lo cual hace que sus películas sean profundamente visuales, siendo el diálogo muchas veces secundario o meramente complementario para entender lo que está ocurriendo en pantalla. Mientras que otros directores buscan con la colocación de la cámara simular las limitaciones de la visión humana en un tono casi voyerista (como Roman Polanski) o por el contrario entienden la cámara como una herramienta omnipresente que pretende asegurarse de que la audiencia ve todos los elementos narrativos necesarios para entender la historia en su conjunto (como Ridley Scott) Kurosawa ve en la cámara ante todo una herramienta para narrar que constantemente está moviéndose en busca de la mejor composición posible para sugerir al espectador de forma meramente visual lo que está pasando en la escena.

Esta forma de entender el medio permitió además a Kurosawa brillar en otro aspecto como es el del manejo del subtexto. La combinación de imágenes con el diálogo permitían al director japones llevar la mente del espectador siempre al terreno que como narrador le interesaba, independientemente de lo que se estuviera presentando en pantalla. De esta forma, incluso un diálogo aparentemente secundario o intrascendente adquiría en conjunción con las imágenes y el contexto del guion un nuevo significado. Un ejemplo de esto se puede encontrar en su obra magna de 1980 Kagemusha en la cual se nos cuenta la historia de un doble de un señor feudal japonés que tras la muerte de este toma su cargo y paulatinamente va transformándose de ser un mero pelele a un verdadero líder para su clan y su familia. En diversas escenas se observa como un diálogo aparentemente insustancial, combinado con la narrativa visual da a entender un subtexto en el que se nos está contando como el doble del patriarca del clan está interiorizando su posición y enfrentándose al resto de cabezas de la familia. Esto puede apreciarse igualmente en trabajos anteriores del director como en la inigualable Los siete samuráis en la cual durante la escena final, mientras que el viejo y sabio samurái le explica al joven guerrero que incluso en la victoria, los samuráis nunca ganan, la combinación de estas líneas con las imágenes de la celebración de los campesinos junto a las tumbas de los samuráis que han muerto en combate da un significado totalmente nuevo a sus palabras.

Despreciado en su día durante muchos años por una industria que no supo apreciar su talento, su legado cinematográfico es, ante todo, una oda al poder del cine para reflejar la complejidad, la oscuridad y la belleza de la naturaleza humana.

Kurosawa alterna, a lo largo de su filmografía, grandes producciones épicas con películas más intimistas.

Esta obsesión de Kurosawa por ser ante todo un narrador visual llevará a que el director experimente a lo largo de su carrera una acusada evolución que le llevará en su etapa de cine a color a un marcado expresionismo. Quizá el mejor ejemplo de esto sea el uso del color y de las imágenes en Ran en la que el director japonés evita en numerosos momentos ofrecer una representación naturalista o plenamente fidedigna (en particular en las escenas de batalla) de la realidad para en su lugar componer imágenes que en ocasiones rozan lo irreal o lo onírico y que no buscan tanto plasmar lo real como mostrar de forma meramente visual las ideas detrás de la historia que Kurosawa nos está contando. Es destacable como un director que realizó la mayor parte de su carrera en el cine en blanco y negro logró adaptarse de una manera tan brillante al uso del color, no únicamente utilizándolo como un mero adorno estético sino llegando a darle una función poética y un propósito narrativo. Quizá el aspecto más brillante del estilo visual de Kurosawa es que mientras el estilo de otros directores con una marcada estética propia (como Wes Anderson, Guillermo del Toro o Tim Burton) busca ser visible y evidente al espectador en todo momento, el estilo de Kurosawa (desde su uso del movimiento a la forma en que entiende el color) responde a un sentido narrativo y en ocasiones es más difícil para la audiencia señalarlo directamente, pero como contrapartida tiene una mucho mayor influencia a la hora de contar la historia.

Este estilo es puesto por Kurosawa al servicio de historias que se construyen sobre el drama humano. El director japonés trabaja con argumentos cautivadores que desembocan en finales profundamente climáticos en las que las motivaciones, las pasiones y los defectos humanos son el principal motor. Su cine, por lo tanto, busca dotar sus narraciones con personajes complejos en los que en ocasiones podemos encontrar rasgos contradictorios (un antagonista que paradógicamente tiene un gran sentido del honor, un bandido que se muestra bondadoso en la intimidad, etc) que de alguna forma buscan captar la dualidad y complejidad de la propia naturaleza humana. Kurosawa escapa de personajes que se pueden definir con una única palabra para, en su lugar, presentarnos a individuos multifacéticos cuyos rasgos de personalidad fluctúan constantemente (aunque siempre de forma coherente) dependiendo del contexto y las circunstancias. Esto permite al director japonés generalmente dotar a sus películas de protagonistas que atraviesan un marcadísimo arco de evolución, desde el truhan sin dignidad interpretado por Mifune en Los siete samuráis que se une a los samuráis solamente buscando mejorar su estatus pero tras una larga evolución psicológica termina convirtiéndose en un hombre con un inquebrantable sentido del honor que no duda en sacrificar su vida por una causa justa hasta el funcionario con una enfermedad terminal que pasa de tener una vida alienante y vacía a pelear para que se construya un parque en la ciudad en Vivir (Akira Kurosawa, 1952) Naturalmente, esto se ve acompañado por guiones en los que se manejan a la perfección elementos como la tensión dramática y en el que el conflicto siempre va en crescendo hasta desenlaces que no únicamente sirven de fondo para la evolución de estos personajes, sino que además son profundamente épicos, emotivos o edificantes.

Los personajes en el cine de Kurosawa son profundamente tridimensionales y suelen experimentar una gran transformación a lo largo de la película.

Precisamente será en las historias que cuenta en las que más se aprecie la evolución del propio Kurosawa. En sus trabajos en blanco y negro generalmente nos encontramos con historias con un tono frecuentemente optimista, en particular en aquellas que tienen lugar en el Japón feudal. Así, haciendo todo lo contrario que el otro gran director del cine de samuráis, Masaki Kobayashi (que siempre dotaría a su cine de samuráis de un tono oscuro, pesimista y enormemente crítico tanto con el pasado como con el presente de la sociedad japonesa), Kurosawa destacará por una visión en la que siempre hay hueco para la esperanza, ya sea en forma de samurái errante que gracias a su sentido del honor y a su respeto por las tradiciones usará su espada para defender a los débiles de aquellos que abusan de ellos como en Yojimbo o de un médico abnegado que trata a pacientes sin recursos de un pueblo pequeño como en Barbarroja (Akira kurosawa, 1965). Su etapa a color, en cambio, mostrará a un Kurosawa mucho más cínico y pesimista (en parte a consecuencia de sus propias experiencias vitales) que dotara a su cine de temáticas más sombrías y en las que apenas habrá espacio para el optimismo.

No se puede entender la historia del cine sin Akira Kurosawa, sin lugar a dudas uno de los directores más influyentes de todos los tiempos y que ha dado forma a una (o incluso varias) generaciones de cineastas de todo el mundo. Su obra, que se compone tanto de grandes relatos épicos como de pequeñas historias cotidianas, han hecho siempre gala de una puesta en escena impecable que ha demostrado las enormes capacidades narrativas del séptimo arte. Despreciado en su día durante muchos años por una industria que no supo apreciar su talento, su legado cinematográfico es, ante todo, una oda al poder del cine para reflejar la complejidad, la oscuridad y la belleza de la naturaleza humana.

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