Las seis peleas más viscerales más allá del cine de artes marciales
Reventarse la vida sin pisar un dojo
Estas escenas de pelea no pertenecen al género de artes marciales, pero impresionan más que las coreografías acrobáticas o los golpes al tuntún. Porque son crudas, agónicas y humanas. Exudan naturalismo y detalles creíbles. Transforman a los personajes.
La violencia empapa las pantallas, a veces más allá de las películas de acción, filtrándose en el drama. Se suele decir que llegar a las manos es haber perdido en la batalla verbal, pero en el cine bien hecho, todo cuanto sucede, es un lenguaje en sí mismo. Si lo que queremos es espectáculo acrobático, por supuesto que nada va a estar a la altura de las clásicas películas de kungfú, llevadas al preciosismo poético en obras más contemporáneas como Tigre y dragón (Ang Lee, 2000), Hero (Zhang Yimou, 2002) o La casa de las dagas voladoras (Zhang Yimou, 2010). Tenemos la también acrobática obra de Tony Jaa, que descubrió el muay thai al mundo occidental, convirtiéndolo fulgurantemente en una moda global. O podemos recurrir a Tarantino, con Uma Thurman persiguiendo a David Carradine y sus esbirras entre 2003 y 2004.
Pero esto es brutalidad barrio-bajera, la del mafioso o la mercenaria sin pistola. La de quien planifica la venganza con detenimiento y trabaja su cuerpo durante años para ejecutarla. Violencia que agota físicamente. La de la ciudadana de a pie que explota, que quizás no tiene nociones de artes marciales, pero sí toneladas de arrojo y furia homicida. Peleas realmente bien filmadas, que aparcan la lluvia de golpes al tuntún en favor de lo sobrecogedor y realista: crudeza, sencillez, pero eficacia en la coreografía o pequeños y deliciosos detalles que filtran que esa tunda la ha escrito o la encarna alguien que sabe defenderse con uñas y dientes.
Promesas del este (David Cronenberg, 2007)
Si hay un contexto de vulnerabilidad total, es la combinación del relax con vernos expuestos tal y como vinimos al mundo. En la correspondiente crítica del ciclo David Cronenberg, definimos esta desnudez de Viggo Mortensen como una sin ánimo sensual: expone el verdadero ser humano, que en ese momento es un cuerpo agotado. Contrasta con el Nikolai hasta entonces siempre erguido y al control, de barbilla altiva, pero tranquilo, dueño de su espacio. El que aparecía seguro de sí mismo incluso ante el tribunal mafioso que escruta los tatuajes de su cuerpo, exhibido todavía con el mínimo pudor que otorgan los calzoncillos: esa desnudez que conserva algo de comodidad porque es pactada, como en el precioso fotograma en que le tatúan recostado en el sofá de terciopelo rojo. Se siente en una zona de seguridad pese al entorno peligroso, entre gente que le valora: está a salvo. Además, ¿qué riesgo amenaza a un simple chófer? Pero es que la traición nos deja desnudos, como a él lo ha despojado de ese traje identificador. El confort de las termas turcas, en igualdad de condiciones con los demás bañistas, desaparece cuando irrumpen dos enormes hombres vestidos de calle. Saltan las alarmas. De pronto es una diana. El hampa ha vendido también su cuerpo, como el de las mujeres de la trata, y perdón por la brutal analogía, pero ahora es a él a quien han venido a joder. Con un cuchillo curvo de granjero. Muy apropiado, pues su sacrificio es como el del cerdo de la matanza en los entornos rurales: para salvar la familia.
La desprotección del cuerpo de Nikolai dispara su adrenalina: arremete con sus bloqueos y llaves más técnicas, que no se aprenden en la calle y que revelan qué tipo de entrenamiento ha recibido. Aún así, no se libra de varios tajos muy feos. Le han obligado a desenmascararse y, por tanto, no puede dejar a nadie vivo. Sobre todo porque tiene que sobrevivirles y no es tarea fácil: el suelo húmedo y sus pies descalzos no le facilitan la ejecución de la defensa. Todavía peor cuando la sangre añade capa deslizante. La desesperación es tal que usa lo poco a su alcance: los cuerpos de los testimonios accidentales son buenos escudos, prueba de lo miserable de la lucha por la supervivencia. Esta es una pelea entorpecida por todas las circunstancias posibles, pero sublimada por la terrible tensión. Tememos por la vida del protagonista y este acto de abandono determinará su rebelión personal posterior. Cronenberg se negaba a crear belleza con la violencia —prefiere mostrar su crudeza—, de ahí el realismo de la coreografía, logrado por la desnudez y la inestabilidad en suelo resbaladizo, la precisión en cada agarre, golpe y corte encajando donde debe, claramente visible, sobrecogiendo con el sufrimiento y miedo en el rostro del gran actor que no se rinde. Pero sumando a todo eso el embaldosado con geometrías que remiten a Dario Argento e incluso a Kubrick, la escena es inevitablemente estética.
Indomable (Steven Soderbergh, 2011)
Intentemos olvidarnos por un momento de los recientes escándalos que han supuesto el despido de Gina Carano de Lucasfilm. No entremos tampoco a debatir hasta qué punto se puede separar arte de artista y centrémonos en sus verdaderos laureles, los de antes de cubrirse solita de gloria —nótese el sarcasmo— con esas perlas trumpistas y conspiranoicas, y horrendos y desafortunados símiles entre lo más borrego del supremacismo blanco —que según parece, ella ha pasado a engrosar— y el Holocausto. Quizás no nos sirva ya como rostro representativo de un feminismo necesariamente transversal, pero abanderó cierta reivindicación para las mujeres como multi-campeona de muay thai, llegando a mejor luchadora de MMA del mundo en la categoría de 145 libras (66kg). Y nos regaló un altar para la autodefensa feminista en la mítica escena de la llegada a la habitación de hotel en Indomable (Steven Soderbergh, 2011). Perla en una película que no brilla la mitad. La construcción de la situación en sí ya está llena de pautas que toda mujer debería anotar para una posible situación de riesgo de vuelta a casa de noche, sola o acompañada. Lo que parece aventurar el broche a un juego de seducción mutua con desconocido, se torna algo distinto según vemos la mirada de ella, desconfiada, seria. Sonriendo al apuesto Michael Fassbender cuando la mira, pero adoptando una actitud muy distinta en los ojos mientras él busca la llave de la habitación. Ya antes de entrar, antes de que haya una puerta separándola del posible grito de auxilio o la carrera salvadora, ella se ha desprendido de los tacones. Todas sabemos lo odiosos que son y la sensación de alivio que causa quitárselos. Evidentemente, quiere estar más cómoda, pero no para dar la noche por cerrada y abandonarse precisamente al relax ni al retoce.
Zapatos de tacón fuera implican menos entorpecimiento. Eso lo sabe Tarantino, que en su día filmó a Vivica A. Fox barriendo, con un gesto delicioso del lateral exterior de la zapatilla, los cristales que le podían obstaculizar la progresión en retroceso contra la habilidosa Beatrix. ¿Qué mejor excusa para satisfacer el consabido fetichismo por los pies del cineasta (o para publicitar subliminalmente esas deportivas tan chulas, ese merchandising en potencia)? No toca hablar de películas propias del género del kungfú, pero conste que un zapato bien sujeto en la mano también puede contribuir a bloqueos más eficientes, e incluso ser una punzante y dañina arma. Los golpes entre Fassbender y Carano suenan tal y como se oyen en el tatami, y eso aporta un naturalismo amplificado por estar ambos recibiendo en el propio cuerpo: se dan mutuamente una buena tunda sin stunts, incrustándose el uno al otro contra muebles y cristaleras sin piedad. Los planos detalle refuerzan ese realismo: muestran el resuello de la luchadora agotada, controlando la respiración para poder bajarse el ritmo de los latidos y, no solamente resistir y aplicar la debida fuerza a las técnicas, sino también lograr pensar la estrategia vencedora, pues vemos en su rostro que sabe que la asfixia que busca con los brazos no está siendo eficiente. Luego mostrará cómo la mejor palanca de la mujer está en combinar cadera y piernas. Resulta que la actriz lleva toda la vida pegándose y no está memorizando movimientos: sabe cómo se sienten el la práctica auténtica, sabe orgánicamente cómo debería notar ella en su cuerpo cada técnica y cada parte del contrincante. Su correcta sujeción. Junto a todo eso, el éxtasis de la veracidad es un último detalle casi irónico: la corrección postural que hace Carano, atrayendo la cabeza de Fassbender más hacia la pelvis, sugiere un «esto es lo que me tendrías que estar haciendo en lugar de molernos a palos». En realidad es una inteligente decisión que le proporciona un agarre más eficiente con los muslos durante la estrangulación. Eso tan espontáneo, delator de un saber pelear, es una golosina para cualquier practicante de artes marciales.
Mad Max: Furia en la carretera (George Miller, 2015)
Que Max (Tom Hardy) e Imperator Furiosa (Charlize Theron) van a ser aliados en esta aventura, no es ningún spoiler que no haga ya el póster de la propia película. El caso es que su encuentro inicial no es precisamente de buen rollo. Tampoco es que el apodado Mad sea muy ducho en palabras como para entablar conversaciones sosegadoras, a lo que no contribuye el entorno tan amenazador del universo post apocalíptico. Aún así, en este miedo mutuo entre criaturas salvajes, a su manera basta y tajante, intenta imponerse de manera que comunique que, en realidad, no quiere tener dañar a quien no lo merezca. Mucho menos a un grupo de mujeres entre las que se encuentra una embarazada. Ella es el resorte de la inusitada violencia de la protectora Furiosa, que en repetidas ocasiones cae con todo el peso cargado sobre el muñón desnudo de su brazo. Algo que a priori es una desventaja para ella y que nos duele hasta el tuétano solo de verlo, pero que no la detiene de revolverse, fiera, gruñendo como una alimaña y contraatacando. Sin perder una frialdad estratega, que denota la inteligencia de esta superviviente y luchadora nata, se arroja a una meticulosamente calculada coreografía con tirones de cadenas y bozales incluidos que exaltan la transformación de humanos en bestias desesperadas.
En esta tangana en grupo, por mucho que Tom Hardy cuente con un físico que aún se aproxima al monstruosamente voluminoso Bane, estar encadenado a un indeseable no ayuda. Estos dos de los grilletes y la Imperator constituyen el eje principal de la reyerta, alternando un darse de lomos contra el polvoriento suelo de una contundencia que sentimos desde la butaca. La pelea hace honor al trepidante ritmo de la que probablemente sea la mejor película de acción de todos los tiempos, que es como un videoclip loco y dilatado en el tiempo. Y filmado por un señor de setenta años que deja a la altura del betún a sagas enteras de cachas en coches de carreras clandestinas. Ahí es nada. La riqueza narrativa de la escena es tal que se puede ver en cuestión de segundos cómo se multiplican las enemistades entre unos y otros; las acciones tomadas por cada cual en la lucha, les definen. Y a velocidad de vértigo, una vez concluida, la propia pelea habrá declarado quién está, en realidad, en el mismo barco.
Amor a quemarropa (Tony Scott, 1993)
El cambio de tornas entre Carano y Fassbender tiene cierto precedente, sobre todo por las proyecciones contra mamparas de cristal, que aquí serán a cámara lenta para exaltar el dramatismo. Patricia Arquette es la adorabilísima Alabama, retratada como mujer cosificada y obligada a prostituirse, pero que se ha visto en la increíble fortuna de ser rescatada antes de verse vejada por un solo cliente. Gracias a eso conserva su gigantesca sonrisa y se muestra, en cierto modo, aún algo inocente y con un candor jovial. No se ha visto todavía contaminada por el mal. Sin entrar en más detalles del filme de los necesarios —aunque siendo de 1993, podríamos decir que se puede analizar al detalle, que eso del spoiler ha prescrito—, digamos que tiene algo que quieren los malos y se da la típica escena de matón que no duda en usar la violencia para sonsacar información. Ese es Virgil (James Gandolfini), cuya actitud sádica lleva el componente latente de la perversión, del sentirse atraído por su víctima y bajar la guardia por quererse recrear en cierto jugueteo baboso. La paliza a la pobre chica ha sido tal que tenemos el corazón encogido. Estamos del lado de los amantes y queremos que vuelen libres. Ese hombre ha convertido una mujer preciosa y angelical en un guiñapo sanguinolento. Queremos justicia.
Una Patricia Arquette totalmente vapuleada, amoratada y cubierta de cortes y moretones gastará su último cartucho con la imaginación que otorgan las ansias por vivir. Tirando de distracción, de farol, y arremetiendo con una impresionante combinación de recursos domésticos para la autodefensa, emprende una escalada de violencia que va desde la abrasión química y los golpes con objeto contundente hasta las llamaradas, punciones en sitios inesperados y un ponerse a la altura del mafioso tomando el arma. Si miramos más allá del merecido ensañamiento —sí: en esta ocasión el guion de Tarantino, como de costumbre, nos apela no ya a justificar la violencia, sino a vitorearla—, esta escena la transforma a ella. Es su pérdida de la inocencia. Y el continuar ensañándose, desesperada, con el cuerpo inerte, es un maldecirlo por haberle manchado las manos de sangre. Sin duda, el subidón de una película llena de grandes momentos. El David contra Goliat de los años noventa. Y heredera de esta idea, así como de la originalidad instrumental para ejecutar el plan de defensa, es la salvaje y divertida Becky (Jonathan Millott y Cary Murnion, 2020), que ya os recomendamos durante la cobertura del festival de Sitges 2020.
Oldboy (Park Chan-wook, 2003)
El mismo año que Tarantino curte a una dura guerrera en busca de venganza, lo hace el cineasta coreano. Pero en este caso, no se trata de una película de artes marciales, sino más bien la búsqueda de un por qué, de resolver la propia identidad, de una explicación para el sufrimiento que deriva en suplicar por la redención. Pero antes de lograr eso, Dae-su va a tener que lograr escapar de la celda en que lo tienen preso durante quince años y en la que se ha estado trabajando un cuerpo de bestia parda, para poner del revés a cuantos esbirros le pongan por delante. Y se le acumula un buen número de ellos en un pasillo.
Deja caer el cuchillo al suelo, indicando que no desea matar a nadie, que ellos no son el objetivo. Además, le resulta más liberador enfrascarse en una pelea más corporal. A veces a manos desnudas, y otras arrebatando barras de hierro a sus atacantes. Es agónica: los gritos se escapan del cuerpo del protagonista del puro agotamiento. Hay incluso pausas en las que todos intentan reponerse de sus lesiones, recuperar oxígeno, pues nadie, ni él, sale indemne. Se retoma el combate, como un nuevo asalto del boxeo que Dae-su ha estado entrenando compulsivamente durante su encierro. Sentimos la lucha dilatarse. Y de acuerdo con el lenguaje cinematográfico, el protagonista avanza a veces hacia su meta —cuando la progresión de la pelea se desplaza hacia el margen derecho de la pantalla—, pero también es falible y en ocasiones le acorralan y proyectan hacia atrás, alejándole de sus propósitos. La relevancia de esta escena se plasma en continuos homenajes, como en la escena del ascensor de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), en que también el martillo abre la catarsis del dolor y libera al monstruo interior.
| MONOGRÁFICO PARK CHAN-WOOK |
Alpha Dog (Nick Cassavetes, 2006)
Dice el refrán que dos no pelean si uno no quiere. Según ese razonamiento, deberíamos excluir esta escena en que Sharon Stone abofetea a Ben Foster con una brutalidad inesperada, ¿no? Porque más bien es una paliza y esa misma premisa dejaría fuera de esta lista la brutal tunda con bates de béisbol de Casino (Martin Scorsese, 1995) que sufren el señor Joe Pesci y su ficticio hermano. Pero en el caso de esta paliza express, de gran valor cinematográfico, podemos alegar que fue pelea porque Foster la estaba provocando sibilinamente. De verdad. Es decir: en la vida real. Y si cupiera duda alguna, véanse las entrevistas del making of. Se sabe que Ben Foster tiende a una inmersión bastante radical en sus papeles. En el contexto de la película, Stone interpreta a la madre que acaba de descubrir que si su hijo adolescente lleva tiempo secuestrado y ella muriéndose de sufrimiento, es por culpa del hermanastro de aquel (Foster), al que ella intenta educar infructuosamente como vástago propio. Como agravante, el motivo del rapto es un ajuste de cuentas por drogas.
Pactando cómo afrontar la escena, ambos coincidían en que una madre en tal tesitura estallaría de rabia y dolor, pudiendo perder el control de su fuerza, explotando contra quien pone en riesgo lo más valioso de su vida. En ese aspecto, él otorgó vía libre a su compañera de reparto, pero sabedor de que ella temía dañarle de verdad, y buscando que ella no se contuviera, Ben Foster tuvo la mala leche de desafiarla. De asediarla hasta provocar una reacción de pelea real durante la escena. Cuenta Stone que el actor adoptó una actitud de acoso y derribo, invadiendo deliberadamente su propio espacio de seguridad, sosteniéndole una mirada desafiante en todo momento, por más que ella buscase maneras de hacérsela apartar. Fue como un macho cabrío a la caza de bronca. Y eso acabó disparándole los fusibles a Sharon, cuya tensión desbocada convirtió la ficción de la furia en un estallido real que descargó sobre Ben Foster. Como resultado, él encaja de verdad todos y cada uno de los guantazos brutales que su compañera le arrea. De pronto, su nariz echa a sangrar y la toma es perfecta. Dice ella que, cuando salió de su enajenación, preocupada y arrepentida, él la consoló con un «cielo, no pasa nada, la película es lo único que importa y hemos hecho lo que había que hacer».