Elogio a los fetichistas
Una celebración de los pies y los senos

No hay director sin fetiche: si a Tarantino le obsesionan los pies, Fellini necesitaba garabatear figuras femeninas para inspirarse. ¿Este fetichismo solo refleja una cierta inclinación pervertida? ¿O podemos aprender algo de estas obsesiones íntimas?

Resulta fascinante pensar que dentro de los vastos universos que genera el celuloide, entre intrépidos pistoleros, mastodónticos «Godzillas», atormentados romances y desgarradores primeros planos, se hayan infiltrado en nuestras retinas, de manera clandestina y subliminal pero también perversamente intencional, las estampas de esos desprotegidos pies desnudos que, gracias al reconocido talento del director estadounidense y aspirante a podólogo Quentin Tarantino, se han hecho con un rincón predilecto dentro del imaginario popular cinematográfico: los cinco dedos del pie, esos oscuros objetos de deseo de tantos fetichistas repartidos por el globo. Estos se revisten con un atractivo especial cuando son retratados por el director de Reservoir Dogs (1992) que, quizá en el Lejano Oeste, en los maleteros y en la violencia verbal y física encuentre en ellos los cauces a través de los cuales puede canalizar esas impresiones personalísimas, esas inquietudes íntimas que en nuestros paisajes interiores nos agitan a todos y nos emocionan, pero que pierden todo su poder cuando sortean las fronteras de nuestras «fortalezas de la soledad» personales.

Exteriorizar sentimientos tan universales como el amor, el deseo de venganza o la desesperación es relativamente fácil: la simpatía natural que nos conecta como especie es más que suficiente para dejar paso a la identificación cuando nos indigna la traición del barón Lando Calrissian o nos ablanda el corazón la nostálgica cascada de besos de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988). Para lograr la tan ansiada catarsis y, a la vez, seguir perpetrando la perenne farsa de la originalidad, un autor no tiene más que encontrar unos apellidos concretos para unas nociones tan genéricas como lo son el deseo o la tristeza: la atracción entre Antoine Doinel y la esposa de su jefe en Besos robados (François Truffaut, 1968) es exactamente la misma que siente Jake LaMotta cuando se cruza con su futura esposa en la piscina de ese mítico Bronx marca Scorsese de Toro salvaje (1980). Sin embargo, el París de Jean-Pierre Léaud y el Nueva York de Robert De Niro están tan lejos el uno del otro como los boxeadores de los dependientes de zapatos, y por ello parece que los artistas consiguen reinventar la rueda o adjudicarse la luz de los rayos del sol para que sigamos disfrutando ingenuamente del cine y del arte en general, encontrando la variedad en la repetición de los arquetipos, como hallan regustos, olores y matices los más pretenciosos enólogos en el transcurso de sus catas.

Fotograma de Kill Bill. Volumen 1 (2003) de Quentin Tarantino.

Si soy un realizador con una cierta habilidad, fácilmente te puedo emocionar si te enveneno con ternura a lo largo de 90 minutos, si te narro ab ovo la azarosa vida de una chica europea que huye de la miseria de la posguerra persiguiendo el sueño americano y que en la tierra del Tío Sam asciende socialmente a base de duro trabajo para terminar casándose con un joven estibador junto al que vivirá no pocas penurias antes de formar una familia. Mi relato puede alegrarte en sus momentos más desenfadados, y trastornarte con los giros de guion más crudos, pero al final esa chica llamada Maeva Steiner es a la vez director y público, reencarnación de todo el género humano luchador y sufridor y encantador. Esta Maeva Steiner, Scarlett O’Hara o Rick Blaine son espejos y puentes entre unos individuos y otros que, sin embargo, al ser observados de manera crítica desde el punto de vista de los estudios culturales, encarnan unos significados que fortalecen la hegemonía cultural, ese agregado abstracto de valores que rige la mediatizada sociedad en la que vivimos.

Es difícil saber si vinieron antes las voluptuosas curvas que retrata Fellini o el posmodernismo, pero está claro que todos los artistas posmodernos aspiran a ser fetichistas eficaces, a generar su propia identidad, su propio imaginario.

Son los pies filmados por Tarantino los que precisamente combaten estos valores, pues responden a una obsesión tan personal, tan propia y tan íntima que no se corresponde con los cánones estéticos hegemónicos que ni siquiera contemplan la fijación podal del director de Knoxville. Entonces, ¿los pies de Tarantino no pueden llegar a tener un alcance masivo? ¿O quizá sí? Si bien Freud asociaba los fetiches con el complejo de castración, asociando estas tendencias con la privación y la ausencia, podemos sin embargo deducir que los fetiches, entendidos en estas líneas como esos símbolos o imágenes con un valor y connotaciones percibidas solo por nosotros mismos, sí que pueden tener un carácter generador. En la extensa entrevista a Federico Fellini contenida en Conversaciones con Fellini (Giovanni Grazzini, 1985), el cineasta afirma que todas sus películas comienzan con una serie de garabatos que materializan uno de los elementos más comunes en su cine: las voluptuosas curvas femeninas que desfilan en sus películas.

«Cuando comienzo una película paso la mayor parte del tiempo en el escritorio y no hago sino garabatear nalgas y tetas. Es mi modo de buscar la película, de comenzar a descifrarla a través de estos rasgos». Federico Fellini[1].

Mientras que nuestras particularidades y rarezas nos limitan a la mayoría de los mortales, que tememos que nuestro mundo simbólico más personal sea rechazado por los demás, a los fetichistas sin complejos como Fellini los vigorizan sus inquietudes, pues les sirven como punto de apoyo para desarrollar su obra: Monet con sus nenúfares, Buñuel con su particular tándem sexo-religión y Daniel Johnston con sus Space Ducks y el resto de su rica simbología no solo impulsan sus propias carreras, sino que también alimentan una cultura y un modo de vivir el arte puramente posmodernos. Pues, ¿qué hay más posmoderno que tomarse a sí mismo como medida, que aceptar como válidas las ideas propias y no las impuestas por la Academia?

Es difícil saber si vinieron antes las voluptuosas curvas que retrata Fellini o el posmodernismo, pero está claro que todos los artistas posmodernos aspiran a ser fetichistas eficaces, a generar su propia identidad, su propio imaginario. La obsesión por los pies de Tarantino se ha vuelto masiva, no porque todos los realizadores ahora pidan a las actrices que se descalcen en los castings, sino porque todos ellos quieren encontrar esa obsesión, esa distinción, y conseguir materializarla fuera de si mismos, para mostrar al resto algo realmente suyo. No obstante, son muy pocos los artistas que tienen el valor para desnudarse y exhibir su faceta más pervertida, y existen aún menos creadores capaces de hacerlo de manera satisfactoria.

Fotograma de La dolce vita de Federico Fellini (1960).

En estas líneas hemos hablado de Tarantino, Fellini y Buñuel como epítomes del fetichismo cinematográfico. Sin embargo, existe un realizador que con unos pocos minutos de metraje destronaría a cualquiera de los tres antes mencionados: el legendario director ruso Andréi Tarkovski. A lo largo de su carrera, se fue encomendando cada vez más al intimismo radical que le ha caracterizado como creador. Esta postura anticomercial trajo problemas al realizador, que tuvo que lidiar en muchas ocasiones con las limitaciones impuestas por las autoridades soviéticas, que promulgaban un cine más popular radicalmente opuesto a las propuestas de Tarkovski. Pese a todo, el cineasta nunca abandonó su particular estilo, el cual fue desarrollando en torno a una teoría estética reflejada en su libro Esculpir en el tiempo (1984). Quizá su película más personal, y por lo tanto más significativa, sea El espejo (1975), que en su desarrollo encumbra a Tarkovski como el rey del fetichismo: el metraje, que no es más que la sucesión de recuerdos de un protagonista anónimo, esta repleto de imágenes ambiguas para el espectador pero enormemente evocadoras y especiales para Tarkovski, que en El espejo se limita a reconstruir el mundo simbólico de su infancia fotograma tras fotograma, confiando en que, cuanto más íntimas sean las ideas que presente, más conectarán con el espectador.

Si yo hubiese dirigido El espejo, sin duda hubiera partido del primer recuerdo de mi vida, envuelto en la tela roja de la capota del carrito de bebé en el que me montaban con mi hermana, que filtraba la luz de las calles por las que me sacaban a pasear mis padres. Hubiera querido también representar la quietud casi fantasmal de las solitarias calles del pueblo de mis abuelos, en los que he vivido algunos de los momentos de mayor paz de mi juventud. Y, sin duda, para El espejo me habría apoyado en una paleta de colores basada en las tonalidades, los brillos y los reflejos de los alrededores de las vías del tren, que todos los días, en los fastidiosos viajes en transporte público, endulzan la monotonía del traqueteo y la sucesión casi infinita de estaciones. Como estudiante de audiovisuales y entusiasta del cine, aún no sé si alguna vez esculpiré algo bueno a partir de estas inquietudes tan íntimas, que además son bastante superficiales. Ni siquiera sé si conseguiré dar a luz una película generalista de calidad. Quizá la clave se encuentre en indagar más en mí mismo, en aceptar mis vértices más afilados y mis corrientes más turbulentas. Pero aún no soy Tarantino y, por el momento, mis fetiches más oscuros me los guardo para mí.

Fotograma de El espejo (1975) de Andréi Tarkovski.


  1. Conversaciones con Fellini (Giovanni Grazzini, 1985) pag. 7[]
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