David Cronenberg lleva abordando la figura de Sigmund Freud, tanto por activa como por pasiva, desde hace largos años. Su laureado horror corporal, esa «nueva carne» que fundó en Videodrome (1983), y un modo de hacer cine que desafía el sentido del escrúpulo y remueve el interior de un modo que pocos saben hacerlo —aunando bajo la misma entidad cinematográfica lo desagradable con lo docto— le han convertido en una especie de erudito de las pulsiones más primarias del ser humano, y sus aportaciones al campo de estudio que enfrentaría la psicología desde el séptimo arte son incalculables. Después de todo, parecía un paso obvio enfrentarse al final boss, al ataque definitivo al pensamiento del padre del psicoanálisis y ponerlo en perspectiva siguiendo para ello un camino lleno de ideas frescas y una narración hipnotizante.
Si bien Un método peligroso (2011) sigue principalmente la figura de Carl Jung y su tormentosa relación con Freud, el punto de interés, lo que marca verdaderamente la diferencia con cualquier otro biopic al uso lo va a aportar el personaje interpretado por una sorprendente, de poderosa presencia y llena de matices Keira Knightley, que se calza los complejos zapatos de Sabina Spielrein, una psiquiatra que estuvo dejada de la mano de dios en los libros de la historia de la psicología hasta la década de los setenta, momento en el que se empezó a investigar su figura1 hasta descubrir sus importantísimas aportaciones al campo del psicoanálisis, que hasta ese momento no estaban en la palestra —como haber introducido la «pulsión destructiva y sádica» en la teoría psicoanalítica hasta el punto de haber influido directamente sobre Freud para elaborar la «pulsión de muerte» en Más allá del principio de placer (1920); o la contribución a los conceptos del «ánima» y el «ánimus» de Jung que la película nos deja en forma de ese precioso guiño en el que Sabina le dice a Jung que «todos los hombres tienen una parte femenina, y todas las mujeres una parte masculina»—. Si bien la película de Cronenberg no profundiza en estas contribuciones —notar, por supuesto, que la obra está situada temporalmente años antes de que se convirtiera en esa talentosa psiquiatra—, si propone una génesis narrativa perfecta que pone en perspectiva las ideas de Jung y de Freud, y de cómo se vieron influidas directamente e indirectamente por Sabina.
Como es habitual en el cine del director canadiense, la enfermedad mental y física es tratada desde un prisma estético que revaloriza la introspección de los personajes, tanto desde un punto de vista interno —a nivel narrativo la condición de desequilibrio adquiere importancia más allá de ser un sencillo desencadenante— como externo —como espectadores, respondemos a su premisa atendiendo a los desórdenes que padecen los protagonistas como si de un personaje más se tratara, dándole una relevancia explícita—. La violencia, en este caso contenida pero no inexistente, en Un método peligroso tiene un papel mucho menos visual, aunque es fácil sentirla como parte de un proceso íntimo que usa la sutileza y la contención como arma arrojadiza. Si en algunas de sus obras más célebres abordaba los conceptos del Eros y el Thanatos —Crash (1996)—, en esta aproximación a las pulsiones de vida y muerte logra introducir una variante mucho más difícil de integrar y que se aleja de sus clásicas dicotomías morales: el impulso creador y destructor está sometido a muchas más presiones y fuerzas de las evidentes —y es capaz de sentar las bases del masoquismo y el sadismo—, y es en esta etapa de su cine en la que podemos ver que Cronenberg ha alcanzado la madurez en su contenido. Así, cuando enfrenta a sus personajes, que adquieren un papel de curadores y curados, de médicos y pacientes, a las inclemencias de sus propias ideas es cuando realmente desata el infierno sobre los cimientos de su ética y su subconsciente.
Un método peligroso convierte el viaje a través de los años de Jung, Freud y Sabina en un recorrido catártico que no por saltar hacia delante con facilidad descuida sus matices más complejos.
Sabina Spielrein, en un principio —y esto es estrictamente documental, como una gran mayoría, aunque no todos, de los hechos narrados en la obra— es una paciente de Carl Jung, que se propone tratar su «histeria» con lo que Freud llamaba la «cura del habla», que no es otra cosa que la primera gran piedra sobre la que reposaría toda la teoría psicoanalítica posterior. En ella, y para no meternos demasiado en harina, resumiremos de un modo muy simplificado que la idea que subyace es convertir la parte inconsciente del paciente en consciente, para eliminar de este modo todas las asociaciones patológicas que ocurren en segundo plano y normalizarlas hasta convertirlas en algo adaptativo. Lo que Cronenberg consigue manejar aquí con brillantez es como esa «cura del habla» no está únicamente aplicada en el sentido Jung–Sabina, sino que forma un triángulo —un rectángulo, realmente, ya que no podemos pasar por alto a Otto Gross, interpretado por Vincent Cassel— de múltiples direcciones y sentidos que acaba por configurar un todo ideológico que varía según el momento de la película en que nos encontremos, hasta elevarse como el verdadero punto de inflexión sobre el que trabaja, a todos los niveles, Un método peligroso: la variabilidad de las convicciones, tan sujetas a la confluencia de una masa desordenada de ideas.
Michael Fassbender y Viggo Mortensen se enfrentan a sus papeles con una convicción y un carisma innegables: la evolución que sufre Jung, el paternalismo y la inflexibilidad de Freud; las dudas, las miradas, los juicios y los enfrentamientos adquieren un valor que excede lo ficcional, y que al mezclarse con la fabulosa criatura que engendra Keira Knightley con cada aparición en pantalla —y el manejo de esos acentos— hacen que la historia que ofrece el cineasta se sienta, por instantes, mucho más Cronenberg de lo que pueda parecer en un primer instante: del mismo modo que en sus obras más psicologizantes entrega ricas interpretaciones que trabajan con casi la misma intensidad el nivel literal que el figurado, en Un método peligroso convierte el viaje a través de los años de Jung, Freud y Sabina en un recorrido catártico que no por saltar hacia delante con facilidad descuida sus matices más complejos, y torna en un relato de terrible oscuridad y gran belleza lo que de otro modo podría no haber trascendido con tanta transparencia.
Al término, los mordaces diálogos y esas excelsas actuaciones, sumados ambos a la precisión de cirujano con la que Cronenberg coloca la cámara para elevar, infantilizar o simplemente resaltar un acto —para el recuerdo el primer contacto sexual entre Jung y Sabina, con esa tensión muscular que representa con tanta veracidad Knightley y que excede la pantalla por lo descarnado y visceral; o las hipnotizantes sesiones de terapia entre ellos que hacen que parezca que el aire que le falta a ella haya sido extirpado de nuestro salón—. Las interpretaciones que llevan a cabo unos y otros de sus propios sueños, tan racionales como pretendidamente impostadas, elevan el mensaje del filme a un punto prácticamente metaficcional —podríamos leer en Un método peligroso un intrincado tratado en el que chocaría la inflexibilidad de la teoría sexual de Freud con la apertura a la religión y demás disciplinas de Jung que conformarían, al final, la fuente de sus disputas y su eterno amor-odio—, pero no es sino un viaje apasionante a través de la sexualidad y la relación que mantiene con nuestra parte más intelectual por un lado, y la más animal por el otro, hasta el punto de que desdibuja las líneas de la moral —en un acto perfecto de, si me permiten el juego de palabras, «contratransferencia fílmica»— y las convierte en un espejo en el que cualquiera podría mirarse. Lo peligroso no es el método, sino lo que viene después de él.
- Hoy en día conocemos más de la figura de Sabina Spielrein gracias al estudio de la correspondencia, entre más documentación, que habría mantenido ella con los dos célebres psiquiatras.[↩]